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“Robert Parker, adiós a un mito”. Con ese título me ha llegado la noticia de que el gran crítico de vinos, el estadounidense Robert Parker, ha dejado su labor de “catador”, aunque según parece, de modo parcial. De hecho, me hubiera extrañado que su abandono fuera definitivo, ya que su edad, por experiencia, es una de las mejores y, sin duda, podrá continuar en la lucha.
Parker es el gran referente de la crítica vitivinícola internacional, capaz de encumbrar vinos a las más altas cotas de su particular olimpo y de condicionar los mercados y las producciones de bodegas de medio mundo. No creo en los oráculos divinos, y mucho menos en los humanos, que aparentan sentarse a la derecha de Baco en la morada de los dioses del paganismo. Me parece demasiada responsabilidad para una sola persona (aunque esté rodeada de un equipo) y demasiada presión añadida e innecesaria para muchas bodegas.
Robert McDowell Parker Jr. ha ejercido, a título individual, como una especie de agencia de calificación del crédito vitivinícola mundial y ha establecido distintos niveles de 'rating' con una influencia, a mi parecer, excesiva, sobre todo, teniendo en cuenta que la suya no es más que la respetable opinión de una persona acerca de un producto concreto. Por eso, en el momento de su adiós, he recordado ese refrán tan español que dice aquello de “tanta paz lleve como descanso deja”.
Realmente, no tengo nada en contra de este señor, únicamente es que me identifico más con otras formas de leer los vinos. Prefiero, por ejemplo, el punto de vista del enólogo francés Michel Rolland, que hace más hincapié en el disfrute que en la exclusividad, en el gusto popular que en el hedonismo prohibitivo: “El mejor vino es el que le gusta a cada uno”. No es necesario que tenga una puntuación de 96 sobre 100 ni que cueste más de 50 dólares la botella, ni que venga avalado por una crítica laudatoria con un halo de infalibilidad.
Podría haber citado a más de un enólogo o enóloga españoles, ya que los hay muchos y muy buenos, pero el vino es universal. Habrá otras ocasiones. Lo que tengo claro es que el mejor vino no tiene porqué ser el más caro, ni el más famoso, ni el que certifique ninguna “agencia de calificación de riesgo”. Estoy por decir que en este mundo del vino uno de los mayores riesgos es, paradójicamente, hacer demasiado caso a las “agencias” y olvidarse de lo que, verdaderamente, nos dicta nuestra nariz. Porque, al final, el vino al igual que la comida, se elabora para beberlo y disfrutarlo y no para vivir una experiencia pseudoespiritual como algunos quieren vender.
Tal vez, más que el juicio inapelable de ciertos gurús habría que valorar el dictamen del público que se acerca al vino sin prejuicios y sin otro interés que el placer de gozarlo. Como ocurre en los concursos multitudinarios de cata ciega que se celebran en Alcázar de San Juan (Ciudad Real) o Aranda de Duero (Burgos), donde cada año se reúnen 1.000 catadores anónimos. ¿Y saben ustedes por qué? Sencillamente, porque “1.000 personas no se equivocan”. O, al menos, su parecer siempre será más del gusto de la mayoría, y su interés, sin duda, más desinteresado.