El próximo 7 de septiembre el COI anunciará si la candidatura de Madrid gana a las de Estanbul y Tokio para la organización de los Juegos Olímpicos del año 2020. La noticia tendrá una cierta repercusión. Es un buen momento para preguntarse qué conciencia ha quedado del impacto de los Juegos Olímpicos de 1992 en Barcelona. Debe ser más clara en el terreno urbanístico y turístico, en cambio su legado ideológico y político se ha visto laminado. Aquella aventurada iniciativa no era solamente una operación de lavado de cara de Juan Antonio Samaranch ante sus conciudadanos, ingrediente indiscutible y a la postre secundario. Era fruto sobre todo de la pugna política entre dos administraciones catalanas, entre dos líneas ideológicas confrontadas, personalizadas por el catalanismo del alcalde socialista Pasqual Maragall en el Ayuntamiento y el nacionalismo del presidente Jordi Pujol en la Generalitat. La dialéctica entre ambas tendencias alimentaba entonces un debate vivo. Aquella vez ganó la izquierda con resultados prácticos.
Una de las principales sorpresas que me deparó trabajar por encargo editorial con Pasqual Maragall en la redacción posterior de sus memorias Oda inacabada fue que él mismo y sus principales colaboradores reconociesen que no se había publicado ningún estudio sólido, ningún balance argumentado sobre lo que representaron los Juegos Olímpicos de 1992 para Barcelona y Cataluña. La carencia se mantiene, se ensancha cada día. La izquierda catalana, poderosamente dotada por aquel entonces de apoyos institucionales, ciudadanos i culturales, ha dejado un rastro escaso de sus ideas y realizaciones. Jordi Amat publicaba este último 19 de junio en el suplemento cultural de La Vanguardia el arrículo “Matar al Cobi” sobre la ofensiva de los nacionalistas para atacar el modelo de la Barcelona olímpica maragalliana. Su toque de alerta resonaba de golpe com un hecho aislado, muy aislado, pese a la evidencia de los argumentos.
La desaparición de la escena pública de Pasqual Maragall y las ideas que representaba no se puede atribuir exclusivamente a motivos personales sin que tal pretexto huela precisamente a eso. Aquella pugna entre dos ideologías distintas del catalanismo de hoy encarnaba la realidad plural del país, su dialéctica, su dinamismo, su modernidad. Una de las dos se ha borrado de la escena institucional y del debate de ideas tangibles de gobierno. El país está recortado. Los historiadores, por lo menos, deberían recordarlo. Y los ciudadanos también.
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