José Luis
Al salir del museo Thyssen, agosto me pega en la cara con sus cuarenta grados de las cinco de la tarde. Se escucha la música animada de un desfile que desciende desde Colón hasta el paseo del Prado, o un poco más allá. Al principio no entiendo bien de qué se trata. Después diviso disfraces, faldas y vestidos. Muchísimos sombreros. Me acerco y me fijo mejor: parecen trajes regionales. Banderas rojas amarillas verdes. Es la fiesta de Bolivia, en homenaje a la Virgen de la Urkupiña. Me sorprende la cantidad de gente que ha alquilado ropajes preciosos, brillantes, llenos de complementos para bailar bajo un tórrido sol de agosto. Imposible que los hayan cosido a mano, eso pienso. Las veredas están llenas de compatriotas envueltos en banderas gigantes, aplauden a los representantes de las diversas regiones del país. Los bailes están bien coordinados, descienden en grupos de quince o veinte personas por el centro de Madrid, tal vez hasta Atocha.
Tengo tiempo por delante, así que alcanzo una sombra y me decido a esperar a que acabe el desfile: algunas mujeres van con sombreritos hongos y miriñaques para ensanchar las caderas, otras con faldas vaporosas que voltean al son de la música. He visto algunas máscaras tribales, doradas y terribles; también lo que parecían tocados con plumas gigantes, a lo lejos. Cada uno de los grupos baila una coreografía distinta; se lo toman bien en serio. Se acerca un hombre con pinta de borracho, me saluda efusivamente. Lleva la bandera anudada a la espalda. Sonrío, agacho la mirada (el idioma evitativo de las geishas); él pasa de largo.
A los pocos minutos regresa. Habrá ido a mear, pienso. Disculpe, no se me asuste. ¿Le importa? No pasa nada, le digo, aunque pienso que pedirle a alguien que no se asuste provoca siempre el efecto contrario. Me puedo sentar con usted un momentito, pregunta él. Será un rato breve, le respondo, tengo que coger un tren. Tras varias situaciones farragosas, he aprendido a buscarme una salida por si la necesito. El hombre anda tan mamado que no le salen las palabras. Es migrante, me dice, aunque en realidad dice emigrante, y ese es precisamente el tema. Que él está fuera. Quince años en España. No ha venido a hacer daño a nuestro país, informa. No tengo por qué pensar lo contrario, le contesto. Hemos pasado al tuteo. Los primeros tres años se hacía detener todo el tiempo, dice. Con las manos esposadas, así, por detrás (hace el gesto). Pero te voy a contar una cosa (larga, larguísima pausa): los policías de aquí son buenas personas. Quiero decir, puntualiza ante mi cara de sorpresa (lo último que esperaba era una alabanza al cuerpo policial), son buenos si los comparas con los de Estados Unidos. Me cuenta también que cruzó la frontera, allá: antes les llamaban espaldas mojadas, ahora ya no sé. El hombre borrachísimo y de manos grandes que tengo enfrente ha vivido más vidas que un gato.
Me pide todo el rato que no me asuste y yo me alegro de que haya tanta gente por la calle, de que sean apenas las seis de la tarde. Está bien, le contesto, estoy bien. Parece inofensivo, pero me gustaría que parara de pedirme eso. Él tiene ganas de hablar, pero le cuesta sacar cada palabra. A veces trato de ayudarle con la continuación de las frases inconexas, pero soy incapaz de adivinar qué va después, así que lo miro. Pregunta cómo me llamo, le contesto Clara. Me dice: como mi mamá. Él se llama José Luis. Su mamá murió hace cuatro años, me cuenta. No volvió a Bolivia para su entierro porque no tenía papeles para regresar a España. Hace un año murió mi papá, añade. De covid. ¿Te acuerdas del covid? Le digo que me acuerdo; aunque no me cuadran mucho las fechas, pero eso lo callo. Hay gente que a veces pone un mensaje en un grupo y dice: tengo covid. Por momentos me asegura que ya tiene los papeles y luego que todavía no tiene los papeles. José Luis me pregunta en repetidas ocasiones por mi nombre. Le digo Clara y se alegra a cada ocasión como si fuera la primera vez. Dice: como mi mamá. La tercera o cuarta vez que me pregunta y le contesto lo mismo, se sonríe y me guiña un ojo; no sé si tenemos ya una broma privada.
Me cuenta que le gusta venir a celebrar el día de Bolivia con sus compatriotas. Que le emociona juntarse con ellos, escuchar sus canciones. Cada tanto se atasca en sus razonamientos y yo pienso en el capitán Haddock o en una esponja. Le pregunto si todos los que desfilan son de Madrid, porque me parece muchísima gente. Me responde que muchas fraternidades vienen de fuera, de toda España, de Europa, y trata de nombrar tremenda cantidad de lugares. Pero a las dos o tres ciudades, se queda sin fuelle y desiste. Domina en cierto modo el arte del silencio en mitad de la frase. Añade que, por su trabajo, viaja mucho por el país y que le encanta visitar otras regiones. Que ya no se hace detener, que ha venido a trabajar por este país. De repente, capaz que porque se ha girado hacia el desfile o porque ha escuchado alguna canción que reconoce, el hombrazo que tengo enfrente rompe a llorar. Me dice que es de ser un grandísimo hijo de puta no haber ido a enterrar a sus padres.
De repente, capaz que porque se ha girado hacia el desfile o porque ha escuchado alguna canción que reconoce, el hombrazo que tengo enfrente rompe a llorar. Me dice que es de ser un grandísimo hijo de puta no haber ido a enterrar a sus padres
Tiene los labios húmedos y la boca entreabierta como un bebé, los ojos rojos rojos. Tengo ganas de abrazarlo, pero siempre me meto en líos. Así que no lo hago. Le digo que, con el tiempo, dolerá menos. Que seguro sus papás entenderían. Finjo una convicción que no tengo. Mi tío me dijo que el tiempo lamina el dolor, pero no quiero usar estas palabras ahora, ponerme lírica. Todos llevamos un daño a cuestas y el tuyo es grande, le digo. Eres una tía de puta madre, contesta emocionado. Me entra la risa interior. Si tú supieras, José Luis. Si supieras hasta qué punto mi drama se ha hecho diminuto ahora. Que buscaré antes de irme una cabeza dorada de dragón gigante, me pondré de rodillas y le rogaré no tener que cargar nunca con el peso que tú llevas sobre la bandera de tu país, con el dolor de no enterrar a padre y madre. Y que en realidad todavía espero que los míos no se mueran nunca.
[No detengan más a José Luis]. [Aunque vaya mamado como un piojo]. [Ya ven que habla bien de ustedes].
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