Luxemburgo, estación termini
Acabo mi viaje en Luxemburgo. Pensaba llegar antes, pero las inclemencias del tiempo, la decreciente duración de los días y una creciente pereza, más psicológica que física, me fueron retrasando. Pedalear durante ocho horas al día con frío y lluvia se me estaba haciendo duro y, peor aún, aburrido.
Atravesé Alemania de este a oeste, por Magdeburgo, Gotinga y Colonia, donde cumplí el encargo de entregar una carta a los Reyes de Oriente —cuyos presuntos huesos descansan en un relicario de la impresionante catedral— con los deseos de una amiga de alcanzar la paz de espíritu, sin que este pierda su esencia aventurera.
Persuadido de que los perspicaces magos, los primeros en reconocer a Jesús de Nazaret como el Mesías esperado, pueden obrar este prodigio y muchos más, continué mi marcha hacia occidente por Aquisgrán. A la salida de la capital carolingia —todavía no sé si estaba en Alemania o ya había ingresado en los Países Bajos— ingerí mi buena y merecida dosis de terapia cívica por saltarme media docena de semáforos.
Era domingo a mediodía. Ni un alma. Ni coches, ni bicicletas, ni peatones rondaban aquella despejada arteria periurbana. Ningún riesgo vial acechaba en los alrededores. Dio igual: un ciclista de mediana edad que me seguía desde hacía un rato y que debió de sentirse frustrado porque no podía atraparme —dado que yo pasaba los semáforos en rojo y él, no— consiguió ponerse a mi altura, aminoró la velocidad y dedicó un minuto de su precioso tiempo de asueto a sermonearme sobre lo prohibido y lo permitido por el Código de Circulación.
Me hice el tonto como si no lo entendiera, pero esto solo sirvió para exacerbar su afán pedagógico; así que le di la razón, le pedí disculpas y continué rodando, sin contrición ni propósito de enmienda, hasta entrar en Bélgica un par de horas después.
Mientras transitaba buscando el valle del Mosa, iba reflexionando sobre el porqué de esa rigidez germánica y se me ocurrieron un par de bromas de mal gusto que podría utilizar en caso de un conflicto más serio que una breve filípica ambulante. Verbigracia: que me salte un semáforo no significa que acabe siendo un desecho humano o que, en una espiral infernal de malas conductas cada vez más graves, me dé por construir cámaras de gas.
Consciente de lo extemporáneo de esas réplicas, me propuse guardármelas para mi exclusivo solaz. Aún así, continúo fascinado por ese enorme salto lógico que puede llevar a alguien a pensar que la mínima vulneración de la norma por un sujeto conduce sin remisión al derrumbe personal y al riesgo cierto de caos social. En realidad, la forma geométrica que lo representa no es la elíptica del salto, sino la espiral antes apuntada, que la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann utilizó para describir cómo los climas de opinión se acaban imponiendo por el temor de los individuos a quedar aislados si expresan puntos de vista divergentes de los mayoritarios. Se trata de una ‘espiral del silencio’, cada vez más unánime conforme la onda se expande.
En mi total ignorancia de la Sociología y la Psicología Social, esta hélice potencialmente totalitaria me recordó a la dramática acrobacia que algunas madres, entre ellas la mía, realizaban al relacionar el olor del hachís o la marihuana en la chaqueta de su hijo con la imagen, hipotética pero posible, del vástago yacente en una esquina y una jeringuilla de heroína colgando de su brazo lánguido e inmóvil: el porro como ojo de un tornado o de un remolino.
En Lieja volví a la más laxa latinidad y a un cierto relativismo conductual (que no moral) casi olvidado desde mi paso por el Trentino. Allí conocí a un entrañable cantor chileno de guitarra y sombrero para las propinas: un buscavidas que me contó la suya y que, sabiendo que yo viajaba en bici, me expresó su necesidad de correr maratones para aliviar el espíritu con dopaminas naturales.
Hay mucha gente muy sola por el mundo. Abunda en los albergues de las grandes ciudades cercanos a las estaciones de tren y autobuses; como el joven obrero moldavo que también me contó su vida errante en Colonia o la maestra de escuela alemana que me explicó su metamorfosis vocacional en Grenoble. Incluso en Briançon, en medio de la belleza alpina, un motorista flamenco se sintió en la obligación de darme detalles de su traumático divorcio, todavía en proceso, y su necesidad de airearse subiendo y bajando puertos de montaña sobre una máquina de 750 centímetros cúbicos. Mientras se alcoholizaba en la barra del albergue, rogué para que, en una de esas mágicas curvas para ciclistas mitómanos, no le sobreviniera ningún mal pensamiento.
Cumplí el trámite de dirigirme en línea recta a través del plat pays de Jacques Brel —que no es tan llano— para alcanzar el hogar de mi amigo Diego en Bruselas, ciudad un tanto provinciana para ser la capital de Europa, pero que adoro porque siempre soy recibido por toda su familia con extrema amabilidad y, también, porqué allí nació el divino autor de Vesoul, La chanson des vieux amants y Les bourgeois, entre otras muchas decenas de canciones inolvidables.
Coincidí allí con la madre de mi amigo, buena amiga a su vez, que me invitó a comer moules et frites en un restaurante subterráneo de la Grande Place y con quien pasé el día en alegre compaña y en una infinita conversación que me alivió de mis largas jornadas de vagabundeo solitario.
Quizás fue esta vuelta a la sociabilidad deseada y en confianza la que activó la alerta: tenía que volver a casa en un plazo razonable. No soy un trotamundos vocacional. Llegado a un punto, echo de menos a los míos, a mis cosas y a mi tierra, sin atisbo de chovinismo ni nostalgia por ningún paraíso perdido al que deba retornar.
No provengo de ningún edén mitológico, sino de un país como otro cualquiera donde, además, ahora gobierna un personaje que, para ocultar sus garrafales errores, ha decidido desenterrar unas armas enmohecidas y apestosas con la intención de azuzar el conflicto civil a propósito de la lengua que hablan los ciudadanos.
Mientras eso ocurría en casa, yo me desplacé por las Ardenas, idílico escenario de tantas y cruentas batallas, hasta llegar a Luxemburgo, donde me esperaba mi otro amigo Diego, también expatriado por razones profesionales. Allí me recibieron con la misma amabilidad y cariño que en la capital de Bélgica y conocí a sus hijos, unos niños que hablan cinco lenguas con fluidez y que se escolarizan en el idioma, en apariencia, menos útil (quizás al lado del maltés) de la Unión Europea: el luxemburgués, una variante germánica que estuvo a punto de desaparecer porque era considerado el patois del alemán.
No provengo de ningún edén mitológico, sino de un país como otro cualquiera donde, además, ahora gobierna un personaje que, para ocultar sus garrafales errores, ha decidido desenterrar unas armas enmohecidas y apestosas con la intención de azuzar el conflicto civil a propósito de la lengua que hablan los ciudadanos
Hartas de invasiones y humillaciones, después de la Segunda Guerra Mundial, las élites luxemburguesas decidieron pasar del alemán al francés. En los años 80, el movimiento popular por la recuperación de la lengua propia llevó a la normalización de lo que hablaban los campesinos del país y hoy es idioma oficial del Estado y vehicular de la educación. Y, hasta hoy.
Digo hoy porque he llegado a Luxemburgo el día de la abdicación del Gran Duque Enrique I y la ascensión a la jefatura del Estado de su hijo Guillermo V. Me encuentro con una ciudad discretamente engalanada para un acontecimiento que no sucedía desde hace 25 años. Algún corte de calle y unos cuantos policías más de los habituales son el saldo visible de una celebración sencilla en este pequeño paraíso fiscal o, al menos, oasis en que abrevan los muy ricos que no quieren atravesar mares y océanos hasta arribar a lejanas playas donde el impuesto sobre la renta es terra incognita o legendaria Materia de Bretaña.
Aunque la imposición sea baja, la recaudación es alta. El país es opulento y funciona. Como en Andorra, los portugueses, aquí reconocidos como minoría lingüística, siguen realizando los trabajos más básicos, pero prosperan.
Consciente de su papel institucional y de lo delicada que es la función de jefe de Estado en una monarquía constitucional, el Gran Duque saliente no ha borboneado en un cuarto de siglo de reinado ni tampoco se ha dedicado a otros negocios que pusieran en peligro su imagen de probidad y ejemplaridad.
Mientras Juan Carlos I y adyacentes dilapidaron el prestigio adquirido la noche del 23F en francachelas y turbias maniobras financieras, la familia ducal luxemburguesa ha administrado el suyo —ganado en parte con la reclusión de varios de sus miembros en campos de concentración nazis— sin sobresaltos durante décadas
Además, mientras Juan Carlos I y adyacentes dilapidaron el prestigio adquirido la noche del 23F en francachelas y turbias maniobras financieras, la familia ducal luxemburguesa ha administrado el suyo —ganado en parte con la reclusión de varios de sus miembros en campos de concentración nazis— sin sobresaltos durante décadas.
Así, el nuevo monarca y su esposa entraron en la ciudad montados en el tranvía que recorre el flamante puente de acceso a la capital, saludaron a una representación de la ciudadanía del país y asistieron a un espectáculo musical aderezado con láseres y drones; una ceremonia sin reverencias, desfiles militares ni prosopopeya aristocrática y con una puesta en escena algo aburrida, como ha de ser la normalidad burguesa, y un barniz moderno para que parezca que algo cambia aunque todo siga igual: gattopardismo consecuente y premeditado en un país que ya está bien como está.
Me marcho, pues, en plena transición y confiando en que, por una vez, los amables operarios de Ryanair me devuelvan a casa sin grandes emociones y que la escala en Marsella me permita enlazar con puntualidad. Mi fiel cabalgadura volverá por vía terrestre. Después de los servicios prestados, dejo mi bicicleta en buenas manos y quedo a la espera de reencontrarme con ella para emprender nuevas y apasionantes aventuras.
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