¿Libertad de expresión contra libertad de información?
La libertad de expresión siempre ha tenido, en grados diversos según países, un límite que atañe al contenido, y también a algunas formas, de lo que se expresa. Se traspasaba cuando se caía bien en el insulto, la descalificación, la calumnia y la difamación, o la abierta incitación al crimen o al ensañamiento contra personas o colectivos.
Junto a ella (en nuestra Constitución, ambas en el artículo 20) existe la libertad de información, que ha de ser veraz, y en la que se identifican implícitamente sujetos de derecho de titularidad distinta: los que la comunican (periodistas, medios) y los que la reciben (potencialmente todos los ciudadanos). También había límites en este caso: la revelación de información acaso veraz pero confidencial o del ámbito privado o íntimo, o reservada y protegida por el secreto de Estado (lo que hacen paparazzi y hackers, por ponerles nombre).
Esos límites, en uno y otro caso, eran éticos con derivadas jurídicas: señalaban algunas líneas rojas, que algunos podrían considerar demasiado laxas al permitir abusos contra otros derechos, como el del honor, la propia imagen o la intimidad, o bien demasiado restrictivas, y entonces se deploraba el ejercicio de la censura, la mordaza. Una polémica que estamos acostumbrados a ver en tantos films estadounidenses donde se invoca la famosa Primera Enmienda. Desde El escándalo de Larry Flynt o Los siete de Chicago para la libertad de expresión a Todos los hombres del presidente, Buenas noches y buena suerte, Spotlight o The Post para la libertad de prensa. Es la salsa que ha de hacer toda sociedad democrática para equilibrar el sabor de uno de sus platos principales: la esfera pública.
Pero también ha habido siempre otro límite a la libertad de expresión (y a la de información también, como veremos enseguida). Este era menos ruidoso y polémico, y atañía al canal. Era un límite económico y tecnológico. En este caso su ampliación ha sido en cambio un desideratum: con independencia de lo que quisiéramos expresar (incluyendo “informaciones”), poder expresarse libremente no implicaba poder acceder libremente a los medios de difusión que podrían amplificar nuestro discurso, y nivelarlo con el de aquellos pocos que tenían libre acceso, espacio y tiempo en las rotativas y en las ondas.
Como en el caso de la educación y la sanidad, como en el de los derechos civiles y políticos, podríamos pensar que una tendencia civilizatoria de progreso y de despliegue del espíritu democrático ha consistido también en la pugnaz extensión universal del derecho no solo a tomar la palabra (poder decir algo sin que te censuren, persigan,sancionen o castiguen por ello), sino también a hacerse oír (que lo que digas alcance a una audiencia potencialmente tan grande como la de esos privilegiados que tienen acceso porque o bien son los dueños de los medios de producción de comunicación o bien están en sus inmediaciones de poder e influencia).
Digamos que el presupuesto básico de todo esto era que si bien todo el mundo tenía el derecho formal a expresarse, no todo el mundo poseía los medios para hacerlo a una audiencia amplia, ni tenía cosas relevantes que decir a sus conciudadanos, ni podía recurrir a fuentes de información fiables. En otras palabras: había un desajuste entre los titulares de derecho y los de hecho, porque la libertad de expresión no se sustanciaba solo en no ser obligado a callar ciertas cosas que querían decirse (o a decir otras que preferirían callarse), sino en garantizar los cauces para decirlas en condiciones de publicidad, de visibilidad, suficientes.
Acceder como emisores a los medios no era posible para el común de los ciudadanos, pero eso ha cambiado. La red ha alterado radicalmente este límite material, de manera que estamos en la era de la cultura participativa, la inteligencia colectiva, la autocomunicación de masas, los públicos afectivos y todo eso que nos dicen los ciberoptimistas de la web 2.0.
Por fin podríamos realizar la utopía, que solo dio algunos aleteos gallináceos con los pasquines, las radios libres, los fanzines ciclostilados. En las postrimerías del siglo y del milenio llegamos a pensar que la red supondría un salto adelante y alentaría una recepción activa y luego una emisión activista, un dar voz a los sin voz a través de sites, blogs, videologs, podcasts. Parecía que todos los que callaban obligatoriamente porque no disponían de canal, una vez obtenido acceso, deberían naturalmente alinearse contra los poderosos que en el mundo son y denunciar sus iniquidades en sus bitácoras electrónicas. Como decía Wendy Chun, podíamos convertirnos en usuarios en vez de en “coach potatoes”, aspirar a ser “Martin Luthers” más que “channel surfers” delante de la caja tonta.
Pero es un tanto ingenuo o falaz decir que la libertad de expresión, que es una libertad individual (que no tiene por qué ser invocada en cualquier circunstancia, como si todo lo que soy libre de expresar debiera expresarlo para mejor demostrarla y perfeccionarla, con independencia de la responsabilidad y hasta el buen gusto: qué placeres depara el silencio...) rema siempre en la misma dirección que la libertad de información, que fue concebida para permitir una esfera pública, que sí es un bien común protegible, que tampoco es irrestricta pero sí más estricta (la veracidad, ¿recuerdan?) y que conviene que cuente, en cambio, con alguien bien informado como emisor.
Las confluencia de esta confusión de libertades y de titulares de derechos y de esta ampliación del límite material ha tenido efectos evidentes, y no todos buenos. Ese límite que atañe al ancho de banda, digamos (miles de millones de seres con posibilidad de expresarse a través de texto, audio y vídeo, en una red mundial que pone sus mensajes a disposición de todos los demás, sin más restricciones -teóricas- que el grado de curiosidad o de interés de cada cual en lo que dicen los demás) sin duda ha afectado al otro límite, al de los contenidos y las formas de lo que razonablemente puede ser expresado sin vulnerar ninguna otra libertad o derecho fundamental. ¿Se ha ampliado este último, haciéndose más indulgente, o se ha achicado, volviéndose más garantista y restrictivo?
En definitiva: ¿qué hacemos –hay que emplear ya la primera persona del plural- con la nueva libertad de expresión/información de que gozamos, materialmente ampliada en cuanto a canales y audiencias potenciales, y qué límites de contenidos estamos dispuestos a imponernos entre todos, qué licencias a concedernos?
Pues bien, las respuestas a todas estas cuestiones me parece a mí que no solo nos conciernen, sino que deberían preocuparnos. El tipo famoso por tener seguidores en la red que se fue a la zona cero de la DANA y se sacó un vídeo-selfi con el parking de Bonaire al fondo, diciendo entre sollozos que allí había cientos de cadáveres, o el que tomó un camión frigorífico apostado en una de las entradas laterales del centro comercial (por donde cargarían las autoridades esos cadáveres clandestinamente, como si esto fuera El Juego del Calamar), o los que mostraron contenedores de basura con ropa, y dijeron que eran donaciones para damnificados que los ayuntamientos tiraban a la basura, o el que grabó indignado un vídeo en el que no había nadie de la Cruz Roja, ergo dónde estaban cuando se les necesitaba (abrazando a inmigrantes en Ceuta y pasando la hucha), todos esos, ¿son informadores, periodistas sobre el terreno, son “esfera pública”¿ ¿O son tipos que han privatizado un espacio público digital capitalizando la atención con mentiras (y monetizándolas)?
Todos esos bulos sórdidos y canallas ocuparon ancho de banda y bits, agitaron la red como un árbol de fruta madura del que cayeron exabruptos y aspavientos, mientras otras cosas del máximo interés cívico, político y acaso penal quedaron en la inopia: ¿dónde estaba Mazón el día de autos a la hora H? ¿No era esa la pregunta? ¿Dónde está el periodismo ciudadano, sobre el terreno, que nos lo revelará?
0