Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
La agenda política la establecerá el virus
En “Del Espíritu de las Leyes”, Montesquieu definió la libertad como “la sensación que cada uno tiene de su propia seguridad”. Para ser libre, hay que sentirse seguro. Lo determinante no es la seguridad, sino la sensación que se tiene de ella. Por eso, en condiciones normales, no hay mayor amenaza para la libertad que la “violencia de género”. No hay nada que provoque sensación de inseguridad en mayor medida y de forma tan extendida por todo el planeta como la violencia de género.
Pero no estamos en condiciones normales y aunque la violencia de género continúa siendo una amenaza todavía mayor en este momento de lo que lo era antes, parece claro que la sensación de inseguridad ha alcanzado una dimensión que va más allá de la que esta concreta violencia supone. La COVID-19 supone una amenaza existencial para todas las sociedades, que ha obligado a cambiar sobre la marcha la forma en que los ciudadanos nos relacionamos entre nosotros y la forma en que nos relacionamos con la naturaleza. Llegó el virus y mandó parar. Empezó en una parte de China, que paró, pero se ha extendido a todo el planeta, que ha acabado parando.
La COVID-19 ha dejado en suspenso de manera universal la “sensación de seguridad” y como consecuencia de ello, ha reducido la política a la recuperación de la misma. La lucha contra el virus no es una “opción”, sino una “necesidad”. La política no puede consistir en otra cosa que no sea recuperar las condiciones que nos permitan hacer política, que nos permita decidir de qué manera y hacia dónde queremos dirigir la sociedad en la que convivimos.
Una vez que se tiene control del virus, se puede volver a hacer política. En condiciones distintas a las de antes de que éste hiciera acto de presencia, pero política en el sentido de que se puede optar entre diversas alternativas. Hay varios países que lo han conseguido.
Sin duda, el caso de Corea del Sur es el más llamativo. Se trata de un país de un tamaño y población considerables que ha sido capaz de organizar una convocatoria de elecciones generales en la fecha que estaba constitucionalmente prevista, en la que se ha alcanzado, además, la mayor participación en la historia democrática del país. En otros países, como Estados Unidos, se están suscitando dudas acerca de la celebración de las elecciones presidenciales y legislativas el próximo mes de noviembre ante la falta de garantías para la seguridad de los ciudadanos. Y en España se ha producido la suspensión de las elecciones en dos Comunidades Autónomas con poco más de dos millones de habitantes cada una de ellas.
En Corea del Sur se ha podido hacer política. La máxima y más universal forma de expresión de la misma, el desarrollo del proceso a través del cual se constituye la voluntad general del país mediante el ejercicio del derecho de sufragio por varias decenas de millones de ciudadanos, se ha producido en medio de una “sensación de seguridad” generalizada. De ahí la alta participación.
En Estados Unidos no existen las condiciones para hacer política, a menos que se entienda por hacer política jugar a una suerte de “ruleta rusa” y cruzar los dedos para que el fin del confinamiento y la reapertura del país no acabe conduciendo a un rebrote de la infección, que obligue de nuevo a tomar medidas excepcionales para cerrarlo.
El Donald Trump de estos días me recuerda, salvando todas las distancias, al José María Aznar entre los días 11 y 14 de marzo de 2004. Para el presidente español, la política se redujo en esos días a intentar conseguir que los ciudadanos acudieran a las urnas sin saber quién había cometido el atentado de Atocha. O mejor dicho, haciéndoles creer que había sido obra de ETA. Para el presidente de los Estados Unidos la política se reduce a que los ciudadanos lleguen a las urnas antes de que se pueda producir una situación imposible de gestionar en lo que a la propagación del virus se refiere. La política se reduce a tentar la suerte para conseguir la reelección
Ya sabemos cómo le salió la jugada al presidente español. Lo del presidente americano es mucho más grave, ya que la amenaza de la COVID-19 para Estados Unidos y para el resto del mundo, dado que Estados Unidos no es un país más, es infinitamente superior a la que supuso el atentado del 11M, por muy terrible que este fuera.
Pero acabe resultando lo que acabe resultando, es obvio que ni lo que hizo José María Aznar en 2004 ni lo que está haciendo Donald Trump en 2020 es lo que podemos entender por hacer política en democracia. Con sensación de inseguridad no se puede hacer política. O mejor dicho, la política solamente puede consistir en intentar poner fin a esa sensación de inseguridad.
Por eso no he entendido el debate de estas últimas semanas en España sobre el estado de alarma. La declaración del estado de alarma no es una opción política, sino una necesidad. Si la restricción de la movilidad es la única manera efectiva de controlar la expansión del virus y de restaurar la “sensación de seguridad” en la ciudadanía y si dicha restricción de movilidad con la intensidad que las circunstancias extraordinarias exigen, únicamente se puede garantizar mediante ese recurso al estado de alarma previsto en la Constitución y en la Ley Orgánica 4/1981, pues habrá que activarlo.
Esto no debería ser objeto de discusión. Aprobar la declaración del estado de alarma no es el equivalente a una votación de investidura o a la votación de una cuestión de confianza. La declaración del estado de alarma no es un programa de gobierno, sino una decisión que se toma en un estado de necesidad. Y mientras este estado de necesidad persista, habrá que recurrir a la renovación del mismo.
La Constitución española no admite “zonas grises” entre la normalidad y la excepción. O se está en la normalidad o se está en la excepción. Y si se está en la excepción se tiene que determinar qué Derecho de excepción es el que va a estar vigente mientras dure la misma. La Constitución española, escribió Pedro Cruz Villalón en la Revista Española de Derecho Constitucional comentando la Ley Orgánica 4/1981 inmediatamente después de su publicación, es “sustancialmente resistente a la excepción”. Solamente si no hay más remedio que recurrir a los instrumentos de protección del Estado ante circunstancias de crisis, se puede recurrir a ellos. Pero si se dan esas circunstancias, entonces “hay que recurrir” a ellos. La “posibilidad” se convierte en “necesidad”. Esta es una pieza clave en el diseño constitucional de la “seguridad jurídica”.
Por eso, no entendí que se dijera el miércoles que esta era la última prórroga del estado de alarma. Eso lo dirá el virus, interpretado por quienes tienen los conocimientos exigibles para hacer la interpretación. Esto es decisivo para la recuperación de la “sensación de seguridad” en la ciudadanía. El conocimiento científico es en este caso el presupuesto insoslayable de la decisión política. Los ciudadanos no lo entenderían de otra manera. Sin conocimiento científico no es posible recuperar la “sensación de seguridad”
Cosa distinta es que no sea el Gobierno el que decida cuál va a ser el contenido del Derecho vigente durante el estado de alarma, sino que sea el Congreso de los Diputados el que tome esa decisión. El instrumento del estado de alarma no debe ser puesto en cuestión. El contenido normativo del mismo, así como la forma de gestión de las medidas aprobadas, no sólo puede sino que deben serlo.
Esa es la única manera de reaccionar de una manera “conforme con la Constitución” ante una crisis que todo el mundo coincide que es la de mayor entidad que se ha conocido por quienes todavía estamos vivos. La declaración del estado de alarma ante una emergencia como la generada por la COVID-19 es una “exigencia constitucional”. El Congreso de los Diputados tiene que velar para que se haga uso de la misma también “de conformidad con la Constitución”. Eso es todo.
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