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'Soy una prueba', el triángulo de las bermudas de las violaciones está en EEUU

'Soy una prueba', el triángulo de las bermudas de las violaciones

Mónica Zas Marcos

He aquí un estudio sobre una violación grupal. La víctima se quedó congelada mientras los agresores se turnaban para abusar sexualmente de ella, una y otra vez. Su cuerpo hizo lo que debía para intentar mantenerla con vida. Más tarde, fue al hospital y allí utilizaron un kit postviolación. La víctima presentó una denuncia inicial ante un agente de policía, y este decidió rechazar el kit. Dijo que era una chapuza, lo marcó como "sin pruebas" y cerro el caso allí mismo para siempre.

Poco después le entrevisté y le pregunté que por qué . Esta fue su respuesta: "Si se quedó ahí tirada, será porque querría hacerlo. A nadie le gusta que le pase un tren por encima, pero ella permaneció tumbada, así que debía de desearlo".

- Rebecca Campbell, psicóloga de conductas policiales de Michigan.

Cuando un tiburón se encuentra con la aleta dorsal hacia abajo, sufre lo que se llama inmovilidad tónica. La vulnerabilidad y la amenaza es tal, que en su cerebro domina el circuito del miedo. Los psicólogos empezaron a identificar esta conducta fuera del fondo marino en dos escenarios: los conflictos armados y las agresiones sexuales. En las segundas se bautizó como “parálisis inducida por violación” y, aunque afecta a un alto porcentaje de víctimas, el sistema suele confundirlo con sexo consentido.

En Estados Unidos hay numerosos casos de violación resueltos como el del comienzo, pero son incluso más los que acumulan polvo en comisarias y edificios abandonados. Precisamente en uno de esos comienza Soy una prueba, el impactante documental de HBO que pone contra el paredón al servicio sanitario, a los cuerpos de seguridad y al sistema judicial del país.

El título hace referencia a las muestras que toman los sanitarios de las víctimas que se animan a denunciar. Saliva, sangre, vello púbico, fluido vaginal y fotografías. Todo esto se introduce en una anodina caja de cartón, que allí se conoce como rape kit (kit de violación), y se envía a un laboratorio para que contrasten la información con la de otras agresiones denunciadas. ¿El problema? La segunda mitad del proceso simplemente no ocurre.

Se calcula que hay 400.000 rape kits sin analizar en todo el país formando columnas de impunidad. Un triángulo de las bermudas que se traga los pedazos anatómicos de esas mujeres mientras ellas intentan recomponer los emocionales en su día a día. “Te pasas toda tu vida escuchando que hay que contar cuando alguien te pone una mano encima, lo haces, ¿y no ocurre nada?”, dice una de las víctimas.

La otra acepción del título se refiere a la figura de la mujer atacada y denunciante en sí misma. “No soy solo un kit. Soy una persona”, espeta Erika, una de las cuatro sobre las que pivota la narración de Soy una prueba. Son tomadas como pruebas judiciales porque su relato afecta a la condena, y si no se muestran tan consternadas, llorosas y quebradas como el sistema espera, entonces no son una prueba lo suficientemente fiable. Si además son negras y/o pobres, el desenlace es aún peor.

Mujer, negra y pobre: al almacén

El documental no se centra en un estado ni una ciudad en concreto, sin embargo, hay un sitio cuyas horrendas imágenes se hacen protagonistas. En las afueras de Detroit, capital quebrada de la industria automovilística y sumidero de pobreza, racismo y violencia, hay una nave semiderruida en cuyo interior descansan más de 10.000 kits de violación sin abrir.

“Me quedé anonadada con que hubiese tantísimos rape kits en ese enorme almacén abandonado, con las ventanas rotas y con bandadas de pájaros volando alrededor”, dice Kim Worthy, la fiscal del condado de Wayne (Michigan) y una de las figuras más combativas contra esta negligencia pública. “Cuando me recuperé del susto inicial, no me sorprendió. A nadie le importan una mierda las mujeres de este país”, sostiene la letrada un poco después.

Una de ellas fue Erika, violada en 2002 por un amigo de su novio en la fiesta de su 21 cumpleaños. Ahora tiene tres hijas y, antes de acceder a participar en el documental, había mantenido doce años en secreto lo que ocurrió aquella noche. No solo recibió un trato racista del policía que la atendió, sino que en su informe escribieron que no fue violación al haber sido perpetrada por alguien conocido.

“Hablamos de mujeres pobres y negras. Se notaba que no creían a las víctimas, que no creían que mereciesen su atención. Leímos informes policiales donde se referían a ellas como putas, busconas o zorras. Para ellos no había agresión sexual, así que no iban a invertir el poco dinero del que disponían en investigar esos kits”, explica la experta en psicología policial de la universidad de Michigan, Rebecca Campbell.

Erika no es solo una caja de cartón con pelo y saliva, pero sí es uno de los 10.000 kits que hoy son pasto de los cuervos de Detroit. Y más allá de mostrar esta desoladora imagen y el agotamiento psicológico de quien espera una justicia que nunca llega, Soy una prueba se guarda en la manga una conclusión aún peor (o mejor, según se mire).

Violadores en serie y en libertad

Helena y Amberly fueron violadas por el mismo hombre con un año de diferencia. Un camionero con melena y una decena de tatuajes penitenciarios que atacaba a sus víctimas en aparcamientos y gasolineras. La primera tenía 17 años, estuvo diez horas secuestrada a punta de navaja y fue agredida en múltiples ocasiones en ese tiempo. Ahora Helena es una aguerrida activista que trabaja para crear conciencia sobre los asaltos sexuales.

La segunda fue raptada durante dos horas en 1998, pero el trauma derivado de ese encuentro le arrojó al infierno de las drogas y a cometer varios intentos de suicidio.

Soy una prueba no solo demuestra la tara de seguridad que conlleva que el kit de Helena no fuese analizado para evitar la violación de Amberly. Sino que pone de manifiesto las múltiples formas en las que una mujer puede afrontar el trauma. No quieren ser heroínas, ni portavoces de las supervivientes, solo quieren una justicia que salvaría a otras muchas en un país donde una persona es asaltada sexualmente cada dos minutos. Donde hay centenares de violadores en serie: solo en Cleveland, de 1.735 denuncias, 736 eran de agresores en serie.

Este hecho pretende ser un destello de optimismo en el oscuro tono general del documental. Si el sistema se pone las pilas, los kits lanzarán las pistas suficientes como para atrapar a buena parte de los perpetradores, muchos reincidentes. “La justicia debería ser mejor que los delincuentes”, asevera Helena.

No hay un final feliz ni una senda clara de que las cosas vayan a mejorar a partir de ahora, pero Soy una prueba otorga a las víctimas el tiempo que no les dedicaron en las comisarias o en los laboratorios. Y eso sí que suena revolucionario.

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