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Las piedras del Mayo francés no alcanzaron España

Imagen de archivo cedida por el Museo de la Prefectura de la Policía parisina sobre los disturbios de mayo del 1968. EFE/ Museo de la Prefectura de la Policía parisina

Miguel Ángel Villena

La revolución del Mayo francés, que ahora cumple medio siglo, careció de una banda sonora o de himnos que hayan perdurado. Si acaso una de las canciones más tarareadas en un barrio Latino en pie de guerra fue Ay, Carmela, una melodía famosa en el bando republicano durante la Guerra Civil. Fue quizás la mayor aportación española a aquella revuelta, protagonizada básicamente por estudiantes, que sacudió el país vecino con un grito de libertad. Pero el efecto dominó brilló por su ausencia al sur de los Pirineos en una sociedad sometida a un franquismo de plomo, atenazada por el miedo y donde todas las rebeliones se concentraban en un único objetivo: derrocar a la dictadura.

“La oposición a una dictadura larga y cruel”, sostiene el historiador Julián Casanova en declaraciones a eldiario.es, “situaba a España en una onda completamente distinta a la de Francia”. Por eso, “aquí tardaron varios años en aparecer movimientos sociales como el feminismo, el ecologismo o el pacifismo que eclosionaron durante el Mayo francés”.

Añade que “conviene recordar que además España seguía siendo un país bastante rural, castigado por la emigración y donde el turismo, con su revolución de costumbres, apenas comenzaba a despegar. En una palabra, hubo una absoluta descompensación de ritmos históricos entre nuestro país y las revueltas que se vivieron en Francia; en Estados Unidos, con la contracultura; o en el bloque soviético con la primavera de Praga”.

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y autor de varios libros sobre el siglo XX europeo y español, Casanova reconoce que la única similitud posible se refiere a la irrupción de unas nuevas generaciones más contestatarias, que no habían sufrido ni la Segunda Guerra Mundial ni el conflicto español, y que pedían transformaciones profundas.

En cualquier caso, el historiador señala que el surgimiento de movimientos sociales que cuestionen el sistema requiere siempre de una sociedad civil organizada, una condición que solamente se da en las democracias. “De otro lado”, añade, “los intercambios culturales resultaban muy escasos en aquella época, se contaban con los dedos de una mano los intelectuales españoles que estudiaban fuera y el franquismo imponía una implacable censura de prensa”.

“Estábamos muy retrasados culturalmente”

El panorama de aquel mitificado y rebelde 1968 en Francia o en Estados Unidos contrastaba aquí con las huelgas cada vez más frecuentes que impulsaba un sindicato recién creado llamado Comisiones Obreras, con la aparición de cantautores que unían música y protesta o con un cine independiente que intentaba criticar a la dictadura en clave críptica.

“Si ni siquiera en Francia entendieron lo que estaba pasando en aquellas semanas de mayo que derivaron por cierto en la victoria del partido del general De Gaulle en las siguientes elecciones, cabe imaginarse que en España nadie se enteró de nada”. Quien opina de una manera tan rotunda es el periodista Diego A. Manrique, uno de los mayores expertos españoles en la cultura del último medio siglo.

“Aquí llegaron”, explica, “algunos cambios superficiales como las melenas largas o la ropa inconformista y contracultural. Pero resultaban efectos cosméticos porque cabe recordar que era algo marciano hablar en España de ecologismo o de libertad sexual. Estábamos muy retrasados culturalmente y las élites de la oposición española miraban el mundo con el prisma del PCE que, por supuesto, se situaba a años luz del Mayo francés”.

Como termómetro de las diferencias entre Francia y España baste citar que el acontecimiento cultural de aquella primavera española de 1968 fue el recital de Raimon en la Universidad Complutense de Madrid donde miles de estudiantes, rodeados por la policía, no gritaron La imaginación al poder o Bajo los adoquines está la playa, sino sencillamente Libertad y amnistía.

Aquel recital del cantante valenciano, que alumbró el famoso disco 18 de maig a la vila (18 de mayo en Madrid),  se hallaba muy lejos de las baladas con un punto de romanticismo rebelde de Georges Moustaki o Leo Ferré. Y más allá de las minorías estudiantiles que coreaban a los cantautores, los gustos musicales patrios se decantaban por grupos de rock más bien pijos como Los Brincos o Los Bravos.  Del mismo modo, la mayoría del cine español respondía más a títulos como El turismo es un gran invento que al cine político de un Carlos Saura.

 

Muy crítico con el fenómeno que generaron las revueltas de París, que apenas duraron unas semanas y no lograron desalojar al general De Gaulle del poder, Diego Manrique resume el Mayo francés como una mezcla de una expresión de un deseo de libertad y de la explosión de un izquierdismo fanático y represor. “Un cineasta idolatrado por algunos como Jean Luc Godard”, afirma este periodista cultural de larga y premiada trayectoria, “debería haber hecho penitencia por una película como Le chinoise a la vista de las atrocidades que cometió el maoísmo en China”. En opinión de Manrique, el fenómeno que dejó verdadera huella fue la contracultura californiana, germen del ecologismo, el feminismo o el pacifismo de las décadas posteriores.

El ensayista Joaquín Estefanía, autor de Revoluciones. Cincuenta años de rebeldía (1968-2018), en Galaxia Gutenberg, figura junto con el filósofo Gabriel Albiac o el sociólogo Javier Noya, entre los pocos escritores españoles que han publicado libros recientes sobre aquella efeméride francesa.

Desde la perspectiva del medio siglo transcurrido, Estefanía, que fue director de El País a comienzos de los noventa, coincide en que Francia y España vivieron en 1968 situaciones históricas totalmente distintas. “Aquella ola de cambio que llegó a cuajar en la mayor huelga general que ha vivido Francia”, apunta, “llegó aquí con varios años de retrasos y no se plasmó hasta la Transición. Aquellas transformaciones culturales apenas se reflejaron, como mucho, en las vanguardias universitarias que podían estar al día de la música o del cine que emergían más allá de nuestras fronteras. Pero nos pillaba muy lejos entonces”.

Sin embargo, Joaquín Estefanía está convencido de que la semilla del Mayo francés brotó en nuestro país décadas más tarde en la Transición, en los movimientos antiglobalización de finales del siglo pasado, en la revuelta de los indignados el 15M o en el auge del feminismo, puesto de manifiesto en las manifestaciones del 8 de marzo pasado o en las actuales protestas contra la sentencia de La Manada.

En su libro, Estefanía remarca paralelismos y diferencias entre aquellas semanas de revueltas en Francia y destaca tres aspectos nuevos en los movimientos emergentes de hoy. “Los indignados o las feministas”, aclara, “ni tienen una ideología clara, como fue el marxismo en 1968; ni apelan a una clase transformadora, como eran los obreros; ni apunta a modelos como fueron la China de Mao o la Cuba del Ché, que se convirtieron en auténticos iconos en las barricadas de París. El tiempo dirá en qué derivan estos nuevos movimientos sociales”.

De todos modos, aquellos que han estudiado a fondo el Mayo francés se muestran de acuerdo en que las protestas en las calles deben aspirar a tomar el poder si aspiran a transformar de verdad la sociedad. Ahora bien, el dilema entre los que piensan que la revolución necesita una vanguardia, algo que ya predicó Lenin hace un siglo, o los partidarios de Rosa Luxemburgo que optaban por un crecimiento cultural e intelectual como garantía de cambio, persiste un siglo después. Quizá nos hallemos ante un nuevo paradigma histórico, pero hasta la fecha todas las revoluciones han sido fenómenos rápidos que han tomado el poder. Algo que no ocurrió en el Mayo francés.

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