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A ver si se habla de mi libro

Festival Eñe

Ernesto Castro

“Yo he venido a ver si se habla de mi libro” fue la broma que me respondió un escritor de provincias a la pregunta por su asistencia como público del festival EÑE que tuvo lugar el pasado viernes y sábado en Madrid. “A pasarlo bien en realidad”, confesó finalmente. Y es que el EÑE tiene un carácter conciliar difícil de ignorar. A la voluntad de enterrar el hacha de guerra entre escritores durante las 48 horas que dura el festival se suma en las últimas ediciones la ampliación del programa hacia campos de creación donde el aspecto lúdico es más evidente.

No es de extrañar que el evento más concurrido del fin de semana fuera el Ultrashow de Miguel Noguera, realizado en paralelo a una mesa sobre Mortadelo y Filemón, justo antes de otra mesa sobre el fetichismo de las publicaciones periódicas en papel. En esta edición han sido el humor, el cómic y la prensa, de la mano de la cata de vinos, la música de cierre y el típico pinchito en la c/ Madrazos, a la vuelta del Círculo de Bellas Artes, los elementos que han asegurado el pasárselo bien de nuestro escritor de provincias. Y del capitalino también.

El primer día del festival la editorial Lengua de Trapo organizó en la zona chill out una mesa de narradores latinoamericanos formada a partir de Huellas en el mar, la antología de Domenico Chiappe. Entre el ruido de la barra del bar, el sistema de ventilación y los típicos corros de cotillas, apiñados en una estrecha tarima y ante un público sentado sobre escabeles, tres escritores que viven a caballo entre sus países de origen y España (María Fernanda Ampuero, Juan Carlos Méndez Guédez y Rafael Romero) intentan responder a las preguntas que formula Fernando Varela sobre la identidad híbrida del migrante, el renacimiento de la crónica, la superación del realismo mágico, los distintos registros de la lengua española y el carácter conservador del lector español comparado con el de los años 70. En mitad del debate apareció un bebé en escena y tiró de un manotazo las cartelas con los nombres de los ponentes ante el aplauso y el estupor de los presentes.

Inmediatamente después, en la elegante sala de las columnas del Círculo de Bellas Artes, Patricio Pron y Rodrigo Fresán departieron en la penumbra sobre el ser del literato argentino delante de un piano de cola. El contraste con la mesa de América Latina no pudo ser mayor. Comenzaron hablando en clave autobiográfica y aprendimos que el primer texto que leyó Pron fue El Libro rojo de Mao y que Fresán ya quería ser escritor antes de haber aprendido a leer y escribir. Siguieron hablando de las Malvinas como modelo del poder de la ficción. “Según los medios de comunicación, Argentina estaba ganando la guerra... hasta que la perdió”, subrayó Pron. Fresán llamó escritores frustrados a los periodistas, destacó el modelo de Fitzgerald para lo bueno (su obra) y para lo malo (su vida) y puso ejemplos rebuscados de la idea de que todo libro en última instancia trata sobre su propio proceso de escritura. Véase Drácula de Bram Stoker. Pron aderezó la noche con citas de escritores en apuros (Valle Inclán pidiendo un adelanto a su editor para comprarse un brazo artificial) y dejó clara su opinión sobre Ernesto Sábato: “El peor de los escritores argentinos, cuya fealdad física seguramente sea un trasunto de su fealdad moral.”

Sobre la fotogenia del escritor

Una de las citas que leyó Pron, de El antólogo de Nicholson Baker, calificaba a la poesía de “trenecito de juguete de falsas estrofas de carne picada”. Sin embargo, la poesía ocupó un lugar importante dentro del festival gracias a la firma de Elena Medel, directora de la revista EÑE, cuya apuesta por la poesía joven tiene mucho de personal y mucho de político. El viernes se proyectó el documental Se dice poeta donde una docena larga de señoras que escriben en verso se posicionan en contra del término “poetisa”. Más allá de la cuestión aparentemente nominal, la película recoge un malestar sobre la visibilidad de la mujer en el mundillo literario que Medel despeja en este caso concreto invitando a recitar a cuatro autoras nacidas entre 1986 y 1992 (Elvira Sastre, Luna Miguel, Estel Solé y Ángela Segovia) y suscitando a la vez una nueva incógnita acerca de la sobre-representación de las más jóvenes dentro del conjunto de las mujeres que se dedican a juntar versos. No cabe descartar motivos de presencia escénica, evidente en el caso de Segovia y Sastre, siendo el recitado de la primera un modelo de coito poético interrumpido y el de la segunda un modelo de catarsis emocional a través de la palabra.

Y de las palabras pasamos a las imágenes en lo que fue un cierre elegante con el novelista Ignacio Martínez de Pisón y el cineasta Rodrigo Cortés en estado de gracia, encontrando la palabra justa para cada ocasión y trasmitiendo una proximidad que seguramente habría que catalogar dentro de los efectos especiales de la industria, hablando de los conductos secretos entre cine y literatura. Martínez de Pisón sintetizó en una frase la diferencia entre las dos adaptaciones cinematográficas de su novela Carreteras secundarias: “En la versión francesa es cierto que se escucha crecer la hierba”. Cortés por su parte definió el rodaje como “una acumulación vertical de dolor sostenida en el tiempo”, explicó que su modelo de montaje/corrección consiste en intentar mirar el material distanciadamente, con una mirada ignorante y dispuesta a dejarse seducir, para ver si la seducción tiene lugar.

Por último defendió y sostuvo que la verdadera opinión de un creador sobre el mundo, más allá de lo que diga delante de un micrófono o en una entrevista privada, es su vocación de estilo como forma de acercarse a una realidad singular, la que él mismo ha creado. Una declaración que en verdad arroja una sospecha sobre el interés objetivo de un festival como este, donde lo visible no es la obra del literato sino su cuerpo presente, la opinión en lugar del estilo, toda vez que, como dijo Fresán en su mesa redonda: “El escritor no ejerce en público su profesión, a diferencia del deportista y la modelo, porque el hecho de hacerlo, la mera idea de ver a alguien inmóvil delante de una pantalla durante horas y horas, normalmente mal vestido, es algo muy poco fotogénico”.

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