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La dura llegada a París de los menores que atravesaron el Mediterráneo: “Vienen rotos y aquí nadie les cree”

Sala de descanso en el centro de Médicos sin Fronteras, en Pantin.

Claudia Frontino / Andreu Merino

París —

Aboubakar ha pasado sus primeras noches en Francia en casa de una mujer que le ha dado cobijo en Pantin, un municipio independiente pero a tiro de piedra de la Torre Eiffel. Tiene 16 años, nació en Costa de Marfil y vivía en Mali hasta que la guerra le obligó a huir a Europa. Consiguió llegar después de un largo viaje en tren desde Italia. “Me escondí bajo los asientos y la policía no me vio”, recuerda entre satisfecho y cauto.

En Mali trabajaba de sastre, pero quiere dejar atrás el oficio. “Quiero probar suerte con el fútbol, como hicieron Drogba o Gervinho”, cuenta, recordando a sus paisanos. De momento se tiene que conformar con jugar al futbolín en el centro de acogida abierto por Médicos sin Fronteras (MSF) a finales de 2017 en Pantin.

El centro es el punto de encuentro para muchos chicos que han llegado al país galo huyendo de una muerte casi segura. Es su última parada después de un largo trayecto, que muchas veces incluye arriesgar su vida en el Mediterráneo para alcanzar las costas italianas y continuar su ruta por otros países de la UE. Muchos ansían llegar a Francia, pero una vez aquí, las dificultades no cesan. 

“Los migrantes que consiguen llegar a París son dispersados. La administración tiene la voluntad de invisibilizarlos”, argumenta una de las responsables del centro de MSF. La ONG les ofrece asesoramiento jurídico y comida. También atención médica y psicológica, sala de descanso y otra de juegos.

El centro abre a las nueve de la mañana y cierra a las cinco de la tarde, y por ahora nadie puede quedarse a pasar la noche. Aboubakar tiene la suerte de contar con una cama en una casa, pero las afueras de París se llenan cada noche de jóvenes que duermen en tiendas de campaña o entre cartones, soportando bajas temperaturas. 

Algunos de ellos también son menores de edad llegados a Francia desde de otros países y viajan sin familiares ni tutores adultos. Son los conocidos como menores no acompañados. En 2016, las administraciones francesas tenían constancia de 13.000 jóvenes en esta situación y, a falta de datos definitivos, un informe del Senado apuntaba que a finales de 2017 se podían superar los 25.000. 

Una carrera de obstáculos

El primer paso para ser reconocido como menor no acompañado es ir a los Dispositivos de Evaluación de Menores No Acompañados Extranjeros (DEMIE, por sus siglas en francés). En 2016, estos evaluaron a 2.000 jóvenes y, a falta de que se publiquen los datos de 2017, durante la primera mitad del año pasado ya habían atendido a más de 3.000. En los DEMIE, los jóvenes obtienen cita para ser evaluados y hasta entonces duermen en hoteles. Una situación que debería durar máximo cinco días pero que a la práctica se alarga mucho más.

Cuando por fin se sientan delante de su examinador tienen más posibilidades de ser rechazados que aceptados. Según MSF, un 85% no consigue el reconocimiento de menores no acompañados. Aun así, pueden recurrir la decisión ante el juez. Si este vuelve a denegar la petición, entran en tierra de nadie: no son ni adultos ni menores.

El Gobierno francés tiene la intención de endurecer todavía más sus políticas migratorias. El presidente Emmanuel Macron quiere reducir los plazos para solicitar asilo –de 120 días a 90– y realizar controles policiales en albergues para migrantes. Sin ir más lejos, cinco agentes de la Policía francesa irrumpieron el pasado viernes en un centro para migrantes en la localidad fronteriza italiana de Bardonecchia para realizar una prueba de orina a uno de los alojados. Según los planes del Ejecutivo, entrar en el país de manera irregular podría suponer un año de prisión, y utilizar documentos de identidad falsos, hasta cinco.

“Estos chicos llegan rotos a Francia y cuando están aquí nadie les cree y tienen que verbalizar experiencias traumáticas de su huida. Esto les deshumaniza”, cuenta una de las trabajadoras del centro de la ONG en Pantin.

En la sala de juegos, Aboubakar espera cita con la enfermera. “¿Qué me va a hacer?”, pregunta intentando disimular su inquietud. Esperando, llega la hora de comer y está tan nervioso que no se sienta con sus compañeros. “He comido mucho esta mañana”, dice ante la insistencia del equipo del centro, que respeta su decisión y empieza a llenar los platos de los demás. Sopa de tomate, arroz, pollo con cebolla, plátano y natillas enlatadas. Un menú con abundantes calorías, por si no vuelven a comer en todo el día.

El nerviosismo de Aboubakar se mezcla con su timidez, ya que no conoce a los otros chicos y no sabe si acercarse a ellos o no. Ante la duda saca su teléfono y cuenta que siempre que puede llama a su familia. Su madre y su hermano están en Costa de Marfil, aunque separados por varios kilómetros, mientras que su padre está en Mali.

“Los albergues están llenos y los menores a los que no se les reconoce como no acompañados se quedan sin amparo. El Gobierno tiene que asumir su responsabilidad”, argumenta la directora del centro de Pantin, Laureen Cissé.

El Ejecutivo prevé aumentar en 132 millones la partida presupuestaria para la atención a menores no acompañados este año. Pero el dinero no lo es todo y MSF lamenta el cierre de los centros públicos de acogida para menores –conocidos como CAOMI–, que el Gobierno abrió después del desmantelamiento de la jungla de Calais.

La Policía cerró el campamento y ahora sigue hostigando a los migrantes, según han denunciado ONG como Human Rights Watch. Uno de los puntos con más presencia policial de París es Porte de la Chapelle. Allí se alza una carpa donde se atiende a los refugiados recién llegados. Precisamente es ahí donde Aboubakar empezó su periplo en París.

Ratas y policía

Es de noche, hace mucho frío y Yasser sale de la carpa, ofreciéndose a pagar la cena. No ha huido de su país por problemas económicos, sino por razones de seguridad. Mucha gente no lo entiende, tampoco los funcionarios belgas que le denegaron asilo y le dijeron que Irak ya era seguro para él. “Soy suní y si vuelvo a Bagdad, el Ejército me matará”, dice.

En París ha encontrado comida, una ducha y una cama, pero pasó ocho noches al raso hasta poder entrar porque la carpa estaba colapsada. Ahora, otros se encuentran en la misma situación que él. Unos 15 chicos esperan su turno tapados con mantas, hambrientos, rodeados de suciedad y bajo la lluvia.

También bajo la atenta mirada de las ratas que merodean por la zona y de los agentes de policía que, metralleta en mano, hacen la ronda. Las concertinas en lo alto de los muros que rodean la carpa completan una postal totalmente hostil para los recién llegados. Yasser ya lo tiene todo preparado para hacer las maletas hacia Burdeos, su próximo destino. “No tengo nada ni conozco nadie allí”, dice. Días después, el contacto sigue a través de las redes sociales. Yasser está bien y ya se ha instalado. Su objetivo ahora es encontrar trabajo de informático y poder quedarse allí. Sus esperanzas de volver a Irak se han desvanecido.

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