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La moderada subida de impuestos de PSOE y Unidas Podemos

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias antes de presentar su acuerdo de Gobierno.

Ricardo Rodríguez

Técnico de Hacienda y escritor —

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La exaltada y asfixiante retórica que inunda los debates públicos de este país imposibilita una discusión rigurosa acerca de la profunda transformación que nuestra sociedad precisa. En el terreno económico, y en particular en el tributario, el rigor y la huida de las exageraciones son más necesarias que en ningún otro.

Pongamos un ejemplo. La subida en IRPF de dos puntos de gravamen en la renta que supere los 130.000 euros de base liquidable general –pues es esto exactamente lo que se ha acordado– a una persona que alcance 140.000 euros de base le supondrán 200 euros más al año, esto es, 16,66 euros de subida al mes. Decir que un profesional cualificado que gane cerca de 12.000 euros mensuales va a dejar negocio, familia y amigos y va a salir corriendo a las Bahamas para ahorrarse no más de 20 euros de impuestos parece un disparate. Y la cuestión no es tampoco si quien gana 130.000 euros al año es o no es rico; estará muy por encima de la media de ingresos del país, y parece sensato que por ello se le pida un pequeño esfuerzo adicional, pues la Constitución no dice que sólo deban contribuir los ricos, sino que hemos de contribuir todos según nuestra capacidad económica. No hablamos de millonarios, desde luego, pero el mecanismo de la tarifa progresiva hará que hasta que no se alcancen rentas muy altas la subida sea bastante modesta.   

Abstrayéndonos de la retórica, veremos que si de algo adolece el apartado fiscal del acuerdo es de exceso de moderación.

En los dos impuestos más importantes y de mayor capacidad recaudatoria del sistema, el IRPF y el IVA, apenas se hace un retoque de gravámenes. La creación en el IRPF de dos tramos nuevos dos y cuatro puntos por encima del actual marginal máximo para las rentas que superen 130.000 y 300.000 euros en la base general y la elevación de cuatro puntos para la renta que exceda de 140.000 euros en la base del ahorro (intereses, dividendos, etc.) podrá reportar algún incremento de recaudación y aumentar la justicia del tributo, aun a la espera de que, como anunciaron, Comunidades gobernadas por la derecha contrarresten la medida con bajadas en los tramos autonómicos. Pero se queda muy corto (olvidamos que entre 2012 y 2014 el Gobierno del señor Rajoy mantuvo tipos de gravamen de IRPF más altos sin que se arruinara la economía nacional por ello) y, sobre todo, no afronta reformas estructurales del impuesto.

Entre otras, es imprescindible retornar por razones de elemental justicia a un impuesto sintético, de base y tarifa únicas, en el que paguen por igual todas las rentas con independencia de su origen. Habría que recuperar, al menos gradualmente, la progresividad de la totalidad de la tarifa de arriba abajo y de abajo arriba, incrementando el número de tramos y tipos, lo que quizá posibilitaría aliviar a las rentas medias –las de verdad, en torno a los 30.000 euros anuales–.

Simultáneamente, y para evitar la fuga de rentas del IRPF recurriendo a fórmulas societarias, habría que plantearse reintroducir y generalizar la transparencia fiscal en sociedades patrimoniales y profesionales, obligando a los socios a tributar en su Impuesto de la Renta por la parte que les corresponda de los beneficios no distribuidos en las entidades en las que participen.

Huecos en la mecánica del IVA

En el IVA, por ser un impuesto en un alto grado armonizado en la Unión Europea, el margen de modificación de los gobiernos es notablemente menor. Sin embargo, y aún respaldando que se aplique tipo súper reducido de 4% a productos de higiene femenina y el reducido del 10% a productos veterinarios, habría que situar en algún punto del horizonte la reducción del tipo general, que a fin de cuentas es el que toda la población paga por la mayoría de bienes y servicios que adquiere. Existen también huecos en la propia mecánica del tributo que favorecen tramas de fraude que deberían revisarse a fondo, aunque en este campo muy a menudo las modificaciones dependen de decisiones a tomar en la Unión Europea.

Las propuestas referidas al Impuesto sobre Sociedades son las que han acertado a recaer sobre deficiencias más de fondo del tributo. El inconveniente aquí estriba en la timidez, en quedarse a medio o a más de medio camino del objetivo.

La limitación de la exención de dividendos y plusvalías extraídas de filiales, aún conformándose con el estrecho margen del 5% de recorte permitido por la directiva europea, apunta a un grave lastre de nuestra tributación corporativa. Pero, dadas las dimensiones del problema, sorprende la escasa envergadura de la solución. Ni se menciona la posibilidad de recortar la deducción por gasto financiero, ni tampoco se propone replantearse la fiscalidad de entidades de capital riesgo o de tenencia de valores, que son parte sustancial del mismo mal. Y habría que evaluar no sólo la cuantía sino los requisitos de aplicación de la exención y también de las deducciones para evitar doble imposición internacional, jurídica y económica.

Es una excelente noticia la iniciativa de recuperar para la Agencia Tributaria el control fiscal, incluidos requisitos de constitución en cuanto a tal control afecten, de las Sociedades de Inversión de Capital Variable (SICAV), con lo que es de esperar que al fin se acabe con la deplorable anormalidad de dejar de hecho en situación de impunidad a una determinada categoría de contribuyentes. También lo es la reformulación de la fiscalidad de las SOCIMI (un 15% sobre los beneficios no distribuidos), aunque en el futuro tal vez lo que habría que cuestionarse es la misma existencia de este tipo de instrumentos jurídicos de muy reciente creación en nuestro país y dudosa utilidad económica.

También la fijación de un tipo efectivo mínimo del 15% para grandes corporaciones y del 18% para entidades de crédito e hidrocarburos da cuenta de un problema profundo del sistema, a saber: la reducción de la deuda fiscal real de estos grandes contribuyentes por aplicación de deducciones o por exenciones de dividendos, entre otras herramientas de ahorro. Pero si el problema es ése, parece que la solución definitiva pasa por una revisión a fondo de la estructura de liquidación del impuesto, eliminando en su caso o limitando deducciones y exenciones, más que fijando un porcentaje artificial de pago que a lo sumo permitirá diferir beneficios fiscales. Sin olvidar que el mayor descosido del tributo está en la propia erosión de la base imponible desde la cuenta de resultados de la empresa antes que en el gravamen sobre base imponible.

Figuras fiscales de nueva creación

Aunque hay escepticismo sobre la eficacia para cumplir los fines que se asignan a figuras fiscales de nueva creación como el Impuesto de Transacciones Financieras y el acordado para determinados servicios digitales, y más si su implantación no es internacional, podrán ofrecer alguna recaudación añadida que además se detraiga de sectores que escapan con facilidad al fisco, si bien la función primordial, sobre todo del primero, es más de dique a la especulación financiera que recaudatoria.

Pero el esfuerzo principal de la reforma debe centrarse en la recuperación y el adecuado funcionamiento de los impuestos básicos del sistema. Y en este extremo, se echa de menos el propósito de reconstruir desde el Estado el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones y el de Patrimonio, arrebatándolos a la subasta autonómica a la baja, en la medida que constituyen, junto al IRPF, la columna vertebral de la progresividad de todo el ordenamiento tributario.

Y sobre la lucha contra el fraude fiscal, es de saludar la voluntad, pero poco puede decirse hasta que no esté sobre la mesa la ley que se anuncia.

A pesar de todas sus carencias, resulta esperanzador el sólo hecho del compromiso de reconducir el largo proceso de desmantelamiento fiscal que España padece. Continuamos muy por debajo de los países de nuestro entorno en presión fiscal, y pocas veces se advierte lo que esto significa. La presión fiscal no es más que el resultado de una fracción que tiene en su numerador el total de ingresos tributarios y en su denominador el Producto Interior Bruto, por lo que indica el porcentaje del total de la producción social de nuestra comunidad que se destina a ingresos públicos imprescindibles para el desarrollo social y económico.

Ningún efecto mágico de estímulos económicos ocasionales, ni tampoco de acrecentamiento de la demanda agregada por el gasto público, puede suplantar a un sistema tributario bien armado. Lo escrito en el acuerdo apuntará a ello siempre que se entienda que es un punto de partida.

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