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ENTREVISTA Julio Muñoz, fundador de Festimad

El pionero de los festivales de música que se jubiló antes de la pandemia: “Pocos piensan en el futuro cuando están buscando un salvavidas”

Julio Muñoz, fundador del Festimad, en una imagen de archivo.

Mario Escribano

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“Los subterráneos de España, en general, y Madrid, en particular, hervían en creatividad, mientras las ventanas por donde respirar parecían cerrarse más y más a los nuevos movimientos culturales, copados por las multinacionales”. Así recuerda Julio Muñoz (Alicante, 1950) el momento en el que nació el pionero Festival Internacional de Madrid (Festimad), que ha dirigido desde 1994 hasta este excepcional 2020, cuando, justo antes del estallido de la pandemia, decidió jubilarse tras una vida dedicada a la música en directo. En aquel momento los festivales aún eran una rara avis en España y, apunta, “coexistía una gran efervescencia musical, ya fueran grupos, sellos, fanzines o salas, con una crisis económica de caballo tras los fastos del 92”. 

Muñoz atiende a elDiario.es para analizar cómo ha cambiado el modelo de festivales desde aquellas primeras experiencias hasta convertirse en macroeventos que brotaron como champiñones por cada provincia. Un sector “estructuralmente precario” que, explica, vivía en una burbuja de precios hasta el coronavirus. “Con la llegada de la pandemia se rompen los hilvanes de todas las costuras. El shock es tan mayúsculo que pocos piensan en medidas de futuro cuando se está intentando buscar un salvavidas en mitad del naufragio”, lamenta.

¿Cómo nace Festimad?

El escenario era complicado por el temor al riesgo de taquilla de los agentes internacionales y los promotores tradicionales, hasta entonces dopados por generosas aportaciones de las instituciones públicas para conciertos, que no festivales, enmarcados en las grandes efemérides o fiestas patronales y recortados drásticamente a causa de la crisis. 

En ese contexto, en el tiempo récord de dos meses se gestó Festimad, el festival que organicé con Santiago Morales y Álvaro Ruiz como un escaparate de la ebullición soterrada. Empezó siendo multisala y multidisciplinar, coordinado por nosotros desde la Sala Revolver, y sumó a su programación otros 40 espacios de Madrid que acogieron más de cien conciertos, pases de películas, desfiles de moda, mercado discográfico y fanzineroso, recitales de poesía, performances, exposiciones… y todo lo que quisiera improvisarse. Entre las cartas de presentación estaban Beck, Enrique Morente, Spin Doctors, The Cult, Radio Tarifa, Rancapino, Les Negresses Vertes… El éxito de público y la repercusión mediática fue impresionante, como un diluvio en el desierto. 

De inmediato contacté con el director del Círculo de Bellas Artes, Enrique Baquedano, para pedirle el espacio para la siguiente edición. Festimad ocupó felizmente la totalidad del recinto hasta 1996, y ese mismo año compartió protagonismo con el resto de salas de Madrid y la primera edición de Festimad Móstoles, que obtuvo renombre internacional. 

¿Por qué decidieron pasar al gran formato? 

Había un enorme déficit de conciertos y una gran oferta de nuevas bandas emergentes y otras seminales con nuevos álbumes. Si los discos se vendían, porque la piratería por Internet y el streaming todavía no habían llegado, era de suponer la existencia de un público ávido de directo. Supusimos que la llamada de unos cabezas de cartel de renombre atraería la atención hacia otros inmerecidamente desconocidos. Se necesitaba un espacio, así que contacté con Móstoles y me mostraron el Parque de El Soto, un espacio urbano a la afueras de la ciudad, bien comunicado, con explanadas y espacios de sombra, ideal para todo tipo de eventos, al estilo de Hyde Park en Londres o Central Park en Nueva York. Lo aceptamos de inmediato y nos pusimos a trabajar en la primera edición de Festimad Móstoles, que se terminó celebrando en el puente de mayo.

Ahí Festimad maridó de por vida con Madrid y toda su comunidad cultural: nacería y moriría en Madrid. Hasta el momento, es el festival privado más longevo de la Comunidad de Madrid, además de explorador del riesgo creativo y las emociones fuertes. Un modelo a seguir y mejorar en el que tocaron bandas que aún hoy siguen siendo cotizadas cabezas de cartel.

En esos años nacen también festivales importantes, como Sonar y FIB. Aunque hubo intentos de hacer festivales en España desde los 70, la cosa no cuajaba. ¿qué pasó en los 90 para que hubiera esta explosión?

El progresivo nacimiento de festivales en los 90 no fue realmente una explosión, como sí lo fue entrado el milenio: en la última década el número de convocatorias festivaleras en España ha llegado a los cuatro dígitos. Hubo varias razones. Por un lado, la recuperación de las aportaciones públicas hacia la iniciativa privada, ya fuera por motivos culturales, turísticos o de incentivo económico. Por otro, la necesidad de las discográficas, grandes y pequeñas, de ganar adeptos a los nuevos artistas mediante sus actuaciones en directo y la progresiva supremacía económica del directo sobre el disco. También la incorporación de recursos aportados por las marcas comerciales y una miríada de propuestas creativas de todas las influencias, géneros y estilos.

A lo largo de 30 años, todos estos ingredientes han tenido influencia en el desarrollo de los festivales. En unos casos han resultado saturados por la progresión geométrica de la demanda de recursos económicos por parte de los festivales, que en otros casos se ha compensado con la concentración de festivales en una sola empresa. Luego ha llegado la irrupción de fondos de inversión de la última década, pero lo principal ha sido la incorporación constante de nuevos públicos en un número que, en vísperas del Covid, no parecía tocar techo.

Se jubiló justo antes de que comenzara la pandemia, que ha puesto en jaque a buena parte del sector. ¿Cómo ve su futuro?

El shock es tan mayúsculo que pocos piensan en medidas de futuro cuando se está intentando buscar un salvavidas en mitad del naufragio, pero no llega. Contra lo que se pueda pensar a la vista de los rutilantes datos de venta de entradas en los grandes festivales, el sector de la música en España está endémicamente desestructurado y es precario, sobre todo a nivel laboral... Y la llegada de la pandemia rompió los hilvanes de todas las costuras. 

Los presupuestos de festejos y de cultura se están derivando a otros fines, con instituciones locales cancelando festivales y conciertos en la víspera de su celebración con total impunidad y sin indemnización, escudándose en la práctica tan habitual como leonina de no firmar contrato hasta el último momento. Las estructuras empresariales cuentan con las medidas gubernamentales generales establecidas para toda la patronal, pero hay pocas específicas. 

Mientras, el sector está plagado de temporeros sin contrato, autónomos reales y falsos… Cuando no, sencillamente, en la economía sumergida. Solo una minoría es contratada laboralmente, así que una parte importante está prácticamente fuera del sistema de ayudas paliativas: técnicos, conductores, montadores, músicos, autores, gestores culturales, servicios auxiliares, seguridad… Estos trabajadores se están organizando en la plataforma MUTE (Movilización Unida de Trabajadores del Espectáculo) para organizar manifestaciones y protestar por su precariedad laboral porque se han quedado fuera de los supuestos de ayudas por efectos del Covid. El futuro del espectáculo y, con él, el de la música, no depende sólo de la vacuna, también de que se concreten los postulados del Estatuto del Artista -aprobado en la anterior legislatura- y de que se apliquen a rajatabla las leyes laborales con reconocimiento de la temporalidad y la discontinuidad del trabajo en este sector.

Diez años después de pasar al gran formato, Festimad ya había vuelto a los inicios de programación en sala. Hay quien lo relaciona con el caos vivido en la edición de 2005, porque después de aquello no se volvió al mismo formato. ¿Fue la única causa?

No hay festival que no haya sufrido incidentes más o menos graves, suspensiones, o cancelaciones y, salvo raras excepciones, esos problemas no han determinado su colapso. El problema sobrevino por la falta de un espacio adecuado con la llegada del Partido Popular al gobierno de Móstoles. Cerraron el Parque el Soto al festival y su sustituto, el verde cerro de la Cantueña, entre Fuenlabrada y Parla, escondía un colosal vertedero que emergió al aire por una tormenta seca en mitad de una ola de calor. 

Por más que se intentó, no hubo manera de encontrar otro espacio lo suficientemente grande como para albergar un festival de características similares, con un área para acampada digno de su nombre. Por eso no han contado con acampada ni Festimad ni sus sucesivos émulos, como el Electric Weekend, Getafe Electric Festival, Summercase, DCode, Mad Cool o Rock in Rio. Muchos de ellos desaparecidos o con graves problemas de supervivencia por la falta de infraestructuras adecuadas, además de ver mermada y envejecida su audiencia por la falta de un alojamiento para jóvenes como es el camping.

En 2008, el agente de Rage Against The Machine nos llamó para comunicarnos que tenía encima de la mesa una oferta que triplicaba lo acordado con nosotros

¿Qué supuso la entrada de esos nuevos actores con mayor músculo financiero? 

Éramos conscientes de que, tarde o temprano, el éxito explorador de Festimad atraería la competencia para explotarlo y sabíamos cómo sucedería, aunque no cuándo, pero sí cómo reaccionaríamos. Conociendo el modus operandi de los grandes promotores españoles y cómo los representantes de los artistas más cotizados se aprovechaban de él, el día D llegó en la víspera del anuncio de la vuelta de Rage Against The Machine a Festimad en 2008. Nos llamó su agente para comunicarnos que tenía encima de la mesa una oferta que triplicaba lo acordado con nosotros. Procedía de un promotor español para un festival a celebrar en Getafe -ciudad de vecina de Móstoles- en nuestras mismas fechas. Se trataba del Electric Weekend.

El objeto de la llamada no era otro que iniciar la subasta que, en beneficio del agente, elevara el precio hasta el límite de arruinar a ambos festivales. Para los grandes nombres no existen los cachés, solo la subasta. La mejor puja pone al artista preferido en tu cartel, pero decidimos que eso no sucediera en Festimad. En el mejor de los casos supondría restar demasiados esfuerzos en la exploración de nuevos valores para poner todas nuestra energías en la explotación de los consolidados. 

¿No se plantearon sumarse a esa dinámica? 

La exploración como macrofestival había terminado. Nuestro trabajo como pioneros de la era de festivales había terminado con éxito y llevado a un modelo empresarial y de negocio en el mercado español… Pero nosotros éramos una Asociación Cultural, no una empresa. Nuestro objetivo no era el negocio. Bajo el lema ‘Biodiversidad Musical’ nos aplicamos a tiempo completo en el apoyo y potenciación de los circuitos de salas, en los nuevos creadores y en la generación de nuevos públicos. Nos tacharon de locos y suicidas. Bueno, pues hasta la irrupción del Covid, ahí sigue Festimad, manteniendo como imprescindible un modelo de gestión para la visibilidad y desarrollo de nuevos creadores y propuestas arriesgadas de los veteranos en los espacios que dan alimento musical durante todo el año.  

Quienes nos tachaban de locos acabaron convocando concursos de nuevos valores a imagen del Festimad Taste, que fue el primero, y también proliferaron felices secuelas del modelo multisede de Festimad Salas como Artistas En Ruta, GPS, Sound Isidro y otras muchas dependientes de marcas comerciales u otros festivales, con desigual suerte.

¿Los artistas están al tanto de esos chanchullos para elevar cachés? Algunas de las bandas más punteras de las últimas décadas llevan muchos años sin actuar en España fuera de un festival: Radiohead, Arctic Monkeys, Pearl Jam, Queens of the Stone Age...

No creo que los artistas de élite estén al tanto de nada más que de componer, grabar, tocar y cobrar en las condiciones más favorables para ellos. Lo demás son “reglas de mercado” que manejan sus agentes e intermediarios; entre ellas, las cláusulas de exclusividad, consecuentes con las estratosféricas pujas. Salvo escasas excepciones manda el máximo beneficio. Lo realmente anómalo es que, sin motivo económico, la exclusividad se imponga a los grupos medios y pequeños, dificultando muchas veces su desarrollo.

Esto suele ocurrir con artistas de renombre internacional. ¿Las dinámicas que se han visto en España son las mismas que en otros países, o existe alguna particularidad? 

Para los artistas internacionales las dinámicas son muy similares, aunque es cierto que España siempre ha sido considerada un chollo para los agentes internacionales por la agresividad en la puja de algunos promotores. Para los artistas nacionales de gran demanda está sucediendo un fenómeno similar, aunque con el importante matiz de que el ámbito territorial de su mercado es más reducido y son ellos quienes intentan imponer a los promotores sus demandas económicas y de ausencia de exclusividad. 

A esto se suma la enorme influencia de demasiados poderes públicos, que dopan las ofertas con tal de llevarse a su territorio al artista de su capricho. En otras palabras, instituciones que aportan enormes cantidades de dinero público para negocio privado, en lugar de hacerlo para la formación musical, promoción y difusión de los creadores locales emergentes. 

Sorprende que muchas veces hable más la concejalía o consejería de Turismo que de la de Cultura. 

La música tiene varias vertientes. La cultural y la formativa son las más evidentes, pero la industrial, la sociolaboral, la fiscal y la turística adquieren cada vez más relevancia para su sostenibilidad. Un equilibrio, una armonía, entre ellas sería lo más beneficioso para todas y las instituciones públicas deberían ser las primeras en no confundirlas. Las iniciativas más comerciales deberían ser reguladas e incluso, si se da el caso, ayudadas al igual que en otros sectores, por Industria, Comercio, Turismo… Pero los parcos presupuestos para Cultura deberían aplicarse en exclusiva para el fomento de la formación, la creación y la difusión de los valores emergentes y menos comerciales. Es decir, no dopar el mercado subvencionando u ofreciendo gratuitamente productos culturales por los que el público está dispuesto a pagar, mientras se deja a merced del mercado la generación de alternativas artísticas y formativas no comerciales. 

Dicho esto, lo de los ayuntamientos es de traca. Muchos pujan por los mismos artistas para que actúen gratis en sus fiestas, con lo que el mercado queda totalmente distorsionado. Son los gobiernos municipales, y no el público, quienes configuran la demanda. Consecuencia: se pagan unos cachés totalmente inflados a ofertas musicales cuyo valor sería mucho menor si dependieran de lo que deben depender, que es la taquilla. Con el ‘todo gratis’ se genera y alimenta un círculo tóxico en el que la cultura local queda descapitalizada y se alimenta la desvalorización de la cultura comercial. Cuando llegan recortes, es muy difícil recuperar la costumbre de pagar por el trabajo artístico de los demás.

Teniendo en cuenta el aluvión de ayudas públicas, ¿el sector es suficientemente transparente?

No lo es, ni por parte de las instituciones ni mucho menos por los promotores, aunque es algo que se va corrigiendo con la aplicación de la normativa de transparencia y de control de los contratos públicos y las exigencias de justificación de las ayudas. Hay un gran déficit de información detallada al público y a los artistas sobre a qué específicamente se dedican los recursos públicos dentro de un festival que no podrían ser pagados con su propio presupuesto y no sirvan para engrosar la cuenta de beneficios.

Por otro lado, la competitividad se ha disparado entre los festivales y, a su vez, ha habido un proceso de concentración. ¿El objetivo inmediato es ganar dinero o hacerse con el mercado?

Los dos objetivos son complementarios, aunque algunos promotores consideran prioritario depredar lo existente para lograr una situación de dominio del mercado y una posición más fuerte tanto a la hora de negociar precios con artistas o proveedores como a la de evitar pujar a la baja con los precios de las entradas. Otros, más inteligentes, compran, absorben o se asocian a festivales ya existentes. Con los mismos fines lucrativos, eso sí. Esa concentración galopante tiene el problema de que, en su mayoría, depende de empresas multinacionales o fondos de inversión con fines fundamentalmente económicos. Si no se cumplen las expectativas de un festival, desaparecerá. Para entonces habrán restado recursos imprescindibles a iniciativas independientes en las que lo económico solo es importante para su sostenibilidad. 

Hay un actor crucial en todo esto: Live Nation. 

La música no se escapa a la globalización y Live Nation es el holding empresarial mayor del mundo en este sector. En España se da la singularidad de que hay dos sucursales, Barcelona y Madrid, haciéndose la competencia. Es curioso, pero cierto. Siendo los más grandes, aún no dominan el mercado español, aunque están en ello. Lo que ocurre es que la competencia está en otras iniciativas, en mayor o menor medida, también dependientes de fondos de inversión. En lo positivo, da mayor diversidad a la oferta; en lo negativo, amenaza con convertirse en una burbuja especulativa que, en caso de explosión, deja un futuro incierto para el sector cultural. 

¿Qué se puede hacer ante esa burbuja? 

Se puede paliar derivando apoyo público hacia iniciativas asociativas y empresariales locales independientes, sostenibles y no especulativas, de forma que no precisen ser absorbidas para sobrevivir. Que en caso de colapso de algún gran festival no quede un desierto, que se garanticen viveros y escaparates de talento emergente, tanto creativo como empresarial fuera del albur del mercado: no necesariamente para combatirlo, sino que pueda servir para alimentarlo cuando lo precise y, al tiempo, permita a los artistas y gestores su derecho a la independencia creativa y pecuniaria.

¿Qué consecuencias ha tenido todo esto para el público y los artistas? 

Las consecuencias para el público son claras: tendencia a la masificación, entradas más caras y saturación de marcas comerciales en detrimento de las culturales o de mensajes solidarios, medioambientales y sociales. También para los grupos noveles y los trabajadores, que en no pocos casos desarrollan su trabajo en condiciones de amateurismo. Hay que tener en cuenta la ralentización de la consolidación y renovación de nuevos grandes nombres de la música popular, debido a la anemia de la industria discográfica. Con la irrupción de Internet, los grandes beneficios de la música “enlatada” acapararon industrias que no tienen nada que ver con la música ni reinvierten en ella, como las operadoras telefónicas. Es una triste paradoja: cuando el melómano consume más música pensando que es gratis, más paga por ella dentro de la factura de su teléfono.

La demanda de estos nombres ha tenido un crecimiento exponencial que ha llevado a un aumento impresionante de los costos de programación que repercuten en los precios de patrocinio, en las solicitudes de ayudas públicas y, por supuesto, en los precios que paga el público. Es un proceso similar al del fútbol y los precios de los fichajes estelares: una burbuja que engorda y engorda hasta que reviente. 

En España se venera a los grandes artistas muertos mientras se persigue a los vivos como delincuentes cuando hacen su trabajo

Los grupos que empiezan cada vez tienen más complicado vivir de la música. Entre otras cosas, por esa falta de ayudas que mencionaba antes. No es extraño escuchar artistas españoles comentando el contraste con lo que ven cuando salen de gira por otros países. ¿La música está suficientemente valorada en España? 

La relación de España con la cultura es singular. Desde determinadas tendencias políticas solo se valora la cultura del pasado y no toda, mientras que la contemporánea siempre les resulta sospechosa, cuando no directamente odiosa o sin valor. Se venera a los grandes artistas muertos mientras se persigue a los vivos como delincuentes cuando hacen su trabajo, plantean preguntas incómodas o critican al poder. Esa gota malaya durante decenios cala en gran parte de la población que no duda en gozar de las obras, si puede ser de forma gratuita, al tiempo que odia a los artistas. Es lo que les vienen enseñado cada día. 

Con ese caldo de cultivo, las ayudas públicas mayoritarias van para la conservación del patrimonio, los museos, las grandes exposiciones retrospectivas, los clásicos o las efemérides. Una pequeña parte va para la creación contemporánea más comercial, que probablemente podría subsistir solo con el mercado, y casi nada para quien más lo necesita, que es la formación artística y cultural, el desarrollo de los nuevos creadores y el apoyo a los artistas emergentes. En ese contexto, muchas iniciativas privadas infravaloran a los noveles, muchos de los cuales, con la excusa de la promoción, pagan por tocar y, en el mejor de los casos, logran recuperar los gastos en unas condiciones sociolaborales precarias.

Festimad era un lugar que dejaba hueco para artistas que no tenían mucho nombre en ese momento, pero que acabaron pegando fuerte, nacionales o internacionales. Si echa la vista atrás, ¿con qué apuesta se siente más contento?

La esencia de Festimad ha sido precisamente reservar un hueco, lo más importante posible, para que el público explorador pudiera navegar por sonidos desconocidos, para descubrir grupos y estilos emergentes. Por ejemplo, en los primeros Festimad del Círculo de Bellas Artes se presentaron Amaral a las 12 de la mañana ante poco más de una docena de curiosos o Radiohead en el Salón de Columnas frente a 200 privilegiados. Muse fliparon al personal en el segundo escenario de Festimad Móstoles en 2001 y Dover comenzaron en escenarios pequeños para terminar siendo cabeza de cartel en un par de años. 

Festimad no solo apuntó hacia los sonidos guitarreros más duros. Por ejemplo, programó el primer escenario temático de hip hop en nuestro país, pintando kilómetros de graffiti y rompiendo el malditismo al que estaban sometidos. También dio cabida a la nueva generación de sonidos de fusión latina con nombres como Macaco, Ojos de Brujo, Amparanoia, Los Delinqüentes u Orishas. En los últimos años, gracias a la alianza con el Sziget Festival, el más grande de Europa, se han abierto las puertas del continente a bandas premiadas por Festimad Taste como Beluga, The Royal Flash o La Ganga Calé.

Pero claro, lo que más queda en la memoria son las bandas, grandes o seminales, como Rage Against The Machine, Smashing Pumpkins, The Prodigy, Pearl Jam, Metallica, Tool, The Offspring, Massive Attack, Motorhead, Linkin Park, Cypress Hill, Jesus and Mary Chain, Rancid… Muchas de ellas pisaron por primera vez escenarios de festivales españoles con Festimad, multiplicaron las ventas de sus discos y ampliaron los aforos de otoño e invierno. Años después son disputadas para encabezar los festivales a precios diez veces superiores.

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