Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Paletos
Los políticos españoles, los dirigentes y los que aplauden todo lo que los dirigentes dicen o hacen, son como el resto de los españoles; menos apurados en cuestiones económicas pero dejando al margen esta trascendental contingencia no se diferencian nada de un catedrático, una abogada, un portero de discoteca, una camarera de hotel o un vendedor de chatarra...Los ciudadanos de este país somos unos individualistas feroces.
El español es tan individualista que si detesta el trabajo, por ejemplo, no es por lo que el trabajo supone de esfuerzo sino más bien por su manifiesta incapacidad para mantener un compromiso u una obligación con los demás ciudadanos. Nuestro carácter nos condiciona. Nos condiciona ya que no nos gusta ponernos de acuerdo con nuestros compatriotas. Nos incomoda. Nos hace sentir como si renunciáramos a nuestra irrenunciable individualidad. Nuestra eterna aspiración siempre ha sido tener la razón. No somos capaces de detenemos a escuchar a los demás no fuera a ser que los demás con sus razonamientos nos obligaran a replantearnos nuestras creencias y eso, como es bien sabido, puede acabar derivando en melancolía, depresión, una afición desmedida a utilizar la violencia para acallar cuanto aquello que nos incomoda o en la poco frecuente circunstancia de mostrarnos lo suficientemente humildes como para reconocer que no solo nuestras ideas ideas sino también nuestras vidas están equivocadas. No nos importa tanto la verdad como cavar una trinchera en la que situarnos para así, bien parapetados, disparar contra todo aquello que nos amenaza. Nadie escucha. En este país de individualistas nadie ha escuchado nunca. Nadie.
Esto es así porque tanto los que despojan como los que son despojados han tenido siempre el propósito, el entusiasmo ciego, de imponer sus ideas procurando, a su vez, aniquilar las del contrario. Ningún otro. Tal vez porque en esta tierra de pícaros, parados, perdidos, resignados, hinchas de fútbol, constructores con mando en plaza y formidables iglesias alzadas sobre míseros y minúsculos montículos rurales, todo lo que sea ponerse de acuerdo en algo, por mínimo que fuera, siempre se ha considerado un acto de cobardía, de poca virilidad, una concesión impropia para quienes están acostumbrados a reafirmar su hombría despreciando cuánto se ignora. Los unos contra los otros.
Ese es el resumen de nuestra sangrienta y sanguinaria historia. Los partidos políticos que fueron elegidos en las elecciones de abril para configurar el parlamento que represente a la soberanía nacional no han sido capaces de ponerse de acuerdo para la formación de un gobierno. Como consecuencia de esta incapacidad el próximo diez de noviembre tendremos que acudir de nuevo a las urnas para tratar de que los representantes de la soberanía nacional que salgan elegidos dialoguen entre ellos con el cristiano propósito de formar un gobierno estable capacitado para resolver algunos de los problemas que desde años nos mantienen paralizados.
No va a ser una tarea fácil. No será fácil no solo porque la aparición de nuevos partidos políticos multiplica la oferta sino porque, por muchas elecciones que repitamos, lo que es indudable es que en España, como decía Juan de Mairena, “no se dialoga porque nadie pregunta como no sea para responderse a si mismo. Todos queremos estar de vuelta, sin haber ido a ninguna parte. Somos esencialmente unos paletos individualistas”
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