Italia, el paraíso de la Casta
- 'La Casta. De cómo los políticos se volvieron intocables', publicado por Capitán Swing, desnuda a una clase dirigente que tiene como prioridad la conservación de sus privilegios.
La llana comunidad montañesa de Palegiano es única en el mundo: no tiene cuestas arriba, no tiene cuestas abajo y se recorta a 39 (treinta y nueve) metros sobre el nivel del mar. Con un pico, en los límites del terreno municipal, que domina, himalayo, a una altura de 89 metros. Esto es, 12 metros más bajo que el campanario de San Marcos en Venecia. Y se preguntarán: ¿qué falta hace una comunidad montañesa tendida en la campiña de Taranto, plana como una mesa de billar?
Por hablar en plata, el ente público de la región de Puglia tiene dos misiones. La primera es demostrar que los administradores italianos, que ya se habían inventado en Calabria un lago inexistente en Piano della Lacina y una inmensa hacienda de olivos seculares en el mar (catastral) de Gioia Tauro, pueden rivalizar en fantasía con el abad Balthazard, que se inventó la «isla de los filósofos», donde no existía un gobierno porque sus habitantes no eran capaces de ponerse de acuerdo sobre cuál era «el sistema menos opresivo y más iluminado». La otra es repartir unos cuantos sillones. Objetivo mucho más concreto que la defensa de un pueblo alpino o la reparación de un camino de cabras en los Apeninos.
Es cierto, las comunidades montañesas no son más que un pedazo de la enorme tarta. Pero tal vez pueden ayudar mejor que cualquier otro a entender cómo una cierta clase política, o mejor, su caricatura obesa, glotona y egocéntrica se ha convertido en una Casta y ha invadido toda la sociedad italiana. Y atiende cada vez 26 menos al objetivo del bien común y de la sana administración para perseguir, más bien, el de alimentarse a sí misma. Objetivo cada vez más desesperado e inalcanzable, toda vez que la bulimia se ha contagiado a todo el mundo: diputados, consejeros regionales, alcaldes, concejales, asistentes parlamentarios, secretarios y ayudantes. Hasta inundar, en un intento de arrasar metro a metro nuevos espacios, las consejerías de salud, los municipios, las sociedades mixtas, las fundaciones, los periódicos, los festivales de canción ligera y los torneos de fútbol de barrio... Una espiral que no sólo insulta a los miles de personas respetables, a derecha e izquierda, que se dedican a la política de una forma seria y limpia, sino que es suicida: más poder para hacer más dinero, más dinero para conseguir más poder y aún más poder para hacer más dinero...
Quede claro: la montaña, que ocupa más de la mitad de Italia, es un asunto serio. Y rompe el corazón ver cómo la maleza devora calles construidas por el hombre a precio de sacrificios inmensos, desde Bugliaga, en Piamonte, a Frattura, en Abbruzzo, de Castiglioncello, en los Apeninos, a tantos pueblos calabreses vaciados por la emigración. Como la pobre Roghudi, narrada hace medio siglo por Tommaso Besozzi, donde había «gruesos clavos clavados en los muros donde las mujeres aseguraban las cuerdas que habían atado en torno a los tobillos de los niños más pequeños, para que no se cayeran por el precipicio. De hecho, desde cualquier punto que se contemplen, las casas parecen construidas sobre un torreón que cae en picado por todas partes».
Pero precisamente porque la montaña real necesita ser ayudada, resalta la indecencia de la montaña falsa. Artificial. Clientelar. Construida sobre la mesa para repartir puestos por amiguismo. Devoradora de recursos sustraídos a las poblaciones que han sido aisladas de verdad por la nieve o que no ven de veras el sol durante meses y meses, como ocurría en Viganella, Domodossola, antes de que colocasen un espejo de cuarenta metros cuadrados que captura los rayos de sol y los refleja sobre la plaza de la aldea.
Baste con decir que en la comunidad montañesa de Murgia Tarantina, a la que pertenece Palagiano (que se acomoda a cero metros sobre el nivel del mar Jónico, del que dista unos dos 27 pasos), los ayuntamientos reconocidos como «parcialmente montañeses» en su misma página web son cuatro y los «no montañeses» cinco. ¿Y montañeses? Queda uno. Hasta tal punto que la altitud media de los nueve municipios es de 213 metros. Unos sesenta metros menos de los que tiene Montestella, la loma creada en las afueras de Milán a base de acumular escombros. Pero con eso era suficiente para fundar una estructura con un presidente, seis asesores, 27 consejeros, un secretario general... Y pagados, respectivamente, puesto que todas juntas esas aldeas suman una población de más de cien mil habitantes, igual que el alcalde, los asesores y los consejeros de una ciudad grande como Padua.
Quien quiera entender cómo funciona puede acercarse a Mottola, donde está la sede, y pasar una por una las habitaciones vacías hasta encontrarse con alguien. ¿A qué se dedican, exactamente? «¿Y qué quiere que hagamos? Tenemos poquísimo dinero. No tenemos margen para hacer gran cosa». ¿Entonces? «Algo por aquí, algo por allá... Poca cosa». Pero ¿cuál es el presupuesto de 2006? «No sé... Alrededor de 400.000 euros. Quítale los sueldos, los gastos...». El presidente, por ejemplo, ¿qué hace? «Viaja». ¿Viaja? «Viaja, intenta conseguir financiación». ¿Y la consigue? «Hombre...».
Todo es mérito de una pequeña ley regional de Puglia de 1999 que, interpretando a su modo una sentencia del Tribunal Constitucional, se había inventado la posibilidad de incluir en las comunidades montañesas ayuntamientos que no eran montañeses, sino «colindantes». Concepto que, de colindante en colindante, podría dilatar una comunidad montañesa desde Adamello a Polesine. Y de hecho permitió que las de Puglia doblasen su número y se ampliasen hasta convertirse en seis para un total de 63 ayuntamientos, pese a que la suya es la más llana de las regiones italianas. Bendecida por contribuciones fiscales que, en relación con las hectáreas de montaña, como demuestra la tabla incluida en el Apéndice, son 14 veces más altas que las de Piamonte.
Y sin embargo no sólo Puglia ha jugado al pequeño montañés. Lo ha hecho también Campania, que con poco más de la mitad de hectáreas montañosas que Lombardía tiene casi el doble de empleados públicos y casi el triple de contribuciones per cápita. Lo ha hecho Cerdeña, que llegó a tener 25 comunidades, algunas de ellas extravagantes como la de Arci Grighine, con aldeas definidas en los mapas como «totalmente montañosas» como Santa Giusta, que, aparte de un pedazo de territorio que se alza en el interior, está a las orillas de una charca en la planicie de Arborea, entre cero y diez metros sobre el nivel del mar. O la de Olbia (¡Olbia!) que hasta la primavera de 2007 tenía un nombre absolutamente chocante para una «comunidad montañesa»: Riviera di Gallura [Costa de Gallura].
Tenía. Tras una prueba de fuerza que reunió mil intereses locales, rebeldes ante el cierre de un grifo de 11 millones de euros, Renato Soru consiguió dar paso a un redimensionamiento drástico: de 25 comunidades a un máximo de ocho. Con la invitación a los ayuntamientos, en cualquier caso, a agruparse alrededor de ciertos intereses específicos. Una decisión cuyos efectos sobre el ahorro y sobre los clientelismos habrá que ver. Pero indispensable. El mismo Enrico Borghi, presidente de la Unión Nacional de Ayuntamientos, Comunidades y Entidades Montañesas, sonríe: «La definición de “montaña legal”, que en los tiempos de Fanfani pretendía tutelar todas las poblaciones que tal vez estaban en la llanura pero eran tan pobres como las de los Alpes o los Apeninos, ha sido “retocada”. ¿Sabe esos prelados que los viernes, teniendo sólo carne en el plato, la bendecían diciendo “Ego te baptizo piscem?”? Pues aquí hay quien ha dicho: “Ego te baptizo montañam”. Demasiados abusos. Con el resultado que los 2.000 millones de euros que entre una cosa y otra se destinan a la montaña se dispersan a menudo donde no tiene sentido. Digámoslo: habría que desmantelar al menos una tercera parte de las comunidades».
Viva la honestidad. Pero podríamos decir lo mismo de un montón de otros bubones, grandes y pequeños, hinchados por la mala política. Como los consejos circunscripcionales de Palermo, donde los presidentes, al contrario que centenares de colegas de toda la península que trabajan por sueldos modestísimos, se llevan 5.750 euros al mes y disponen de coche oficial. Como ciertas sociedades mixtas instituidas para colocar a amigos y candidatos derrotados, como IMAST, un consorcio parapúblico fundado por la región de Campania, CNR y ENEA y algún particular, con 25 29 miembros del consejo de administración y un único empleado; posteriormente fusionado, como resultado de las polémicas, con el CAMPEC, otro ente mixto que tenía 11 consejeros y 8 empleados. Como la Unidad Operativa Núcleo Barbería de Palazzo Madama, donde hay un barbero (las senadoras cobran un plus para hacerse sus peinados con peluqueros externos) por cada 36 senadores, lo que, dado el ritmo de los trabajos parlamentarios, hace pensar en tijeretazos más raros y costosos que los huevos imperiales de Fabergé.
Y del mismo modo habría que cerrar al menos algunas de las megalómanas «embajadas» regionales en Estados Unidos o en los países más improbables del mundo. Y como mínimo, una parte de las 218 sedes (el cuádruple que Venecia) de la región siciliana. Y ciertas estructuras internas que podrían muy bien ser externalizadas y que han llegado a incluir una legión de tapiceros en Montecitorio e incluso, según un informe de Sabino Cassese, una patrulla de seis zurcidoras de tapices en el Quirinale. Y además uno de los dos equipos que para el Parlamento y el Senado preparan cada mañana, con rarísimas variaciones, la misma idéntica revista de prensa para los parlamentarios de uno y otro ramo. Y, en definitiva, toda una serie de cosas que, si siguiéramos haciendo la lista, no acabaríamos jamás.
Ya nos sabemos la objeción: ojito con la demagogia. Muy bien. No tiene sentido la invectiva de Giosue Carducci contra los políticos: «Vosotros..., pequeños ladronzuelos bastardos...». Pero ojito también con dar por sentadas y «normales» cosas que en los países serios desencadenarían la barahúnda. Por ejemplo: ¿es normal que el senador Pierluigi Mantini envíe una carta a todos sus colegas recordándoles que «con los campeonatos europeos parlamentarios de tenis a la vista es oportuno retomar un programa de partidos y entrenamientos, para los cuales están disponibles los profesores en el Circolo Montecitorio»? ¿Qué tiene que ver con las legítimas prerrogativas parlamentarias el maestro gratuito de volea? ¿Es normal que la inmunidad de los diputados no pueda ser retirada, ni siquiera si han sido condenados por un delito común, como, por ejemplo, la emisión de cheques sin fondos?
Otro ejemplo: ¿es normal que el ministro de Justicia, como se cuestionaba en una pregunta parlamentaria el miembro del 30 Partido Democrático de la Izquierda Francesco Carboni, pueda irse de vacaciones a uno de los lugares más hermosos del mundo, la ciudad de vacaciones en la zona de la colonia penal de Is Arenas, en Cerdeña, construida con dinero retenido de los sueldos de los funcionarios de prisiones, que disfrutan de ella por un sistema de rotación? Roberto Castelli, acusado de haberse llevado consigo a la parentela y los amigos, respondió muy ofendido que su comportamiento había sido considerado correcto por el Tribunal de Cuentas. Cierto. Pero los jueces contables tenían que responder apenas a una pregunta: si el ministro había respetado la ley pagando lo que le correspondía. Y ya. El escándalo era otro. Y estaba en la factura presentada por el senador de la Liga Norte en el proceso por difamación contra L’Unità. Factura pagada dos semanas después (¡después!) de que el periódico hubiera denunciado sus vacaciones. Tres habitaciones matrimoniales: 19,37 euros cada una. Veinticuatro habitaciones individuales: 11,82 euros cada una. Más barato que un tugurio en la costa marroquí. Eso era lo debido. Fijado por funcionarios de prisiones que, sin embargo, han puesto de antemano dinero para la construcción y que ganan la décima parte que un senador. La décima parte.
Habrá quien diga: no es verdad. Y citará la página web de Palazzo Madama, donde está escrito que en 2007 el importe mensual del sueldo «equivale a 5.486,58 euros (antes del “recorte” de Hacienda en 2006 equivalía a 5.941,94 euros), al importe de las retenciones fiscales (3.899,75 euros), y también de la cuota contributiva para el sueldo vitalicio (1.006,51 euros), la contribución solidaria (784,14 euros) y para el seguro de salud (526,66 euros). En caso de que el senador añada también la cuota adicional para la reversibilidad del suelo vitalicio (2,15%, equivalente a 251,63 euros), el importe neto del sueldo desciende a 5.234,94 euros». En definitiva, un sueldo bueno, pero tampoco excepcional.
No es así. Esa nómina es de hecho sólo una parte del sueldo verdadero y propio como lo consideraría cualquier ciudadano. Y que comprende cada mes un montón de otras entradas. Como las dietas: 4.003 euros, menos 258 por cada día de ausencia, pero sólo «de las sesiones del Parlamento en las que se desarrollan votaciones cualificadas» y sólo si el senador falta a más del 70% de las votaciones de ese día. Más el reembolso fijo de los gastos de viaje: 554 euros para quien reside en Roma, de 1.108 a 1.331 para quien vive fuera, según se esté a más o menos de 100 kilómetros del aeropuerto o de la estación más cercana. El avión y el tren son gratis.
Más 258 euros de «gastos para viajes internacionales de trabajo». Más 346 euros de «gastos de teléfono». Más un «reembolso fijo por los gastos sostenidos para pagar a los propios colaboradores y para aquellos gastos necesarios para desarrollar, también en la circunscripción, su mandato»: 4.678 euros, en parte (1.638) dados directamente al senador mismo y en parte (3.040) a su grupo parlamentario. Hechas las cuentas, un senador que viva en Roma y participe con regularidad en las tareas que le corresponden cobra al mes 12.032 euros netos. Uno que viva en Potenza o en Sondrio, con derecho a reembolsos mayores, 12.809.
Para los detalles y la diferencia con la nómina que reciben los diputados y los parlamentarios europeos el lector puede dirigirse a las tablas incluidas en el Apéndice: se ha escrito y discutido tanto que no merece la pena abundar en el tema. Los números lo dicen todo. Juzgue el lector. Recordemos brevemente apenas cuatro puntos.
El primero: Italia es, entre los grandes países occidentales, el que tiene un número más alto de parlamentarios electos. Sin contar los senadores vitalicios (del mismo modo que no contamos a los lores, cuya asamblea no tiene los poderes de la Cámara de los Comunes y está compuesta aún en gran parte por miembros nombrados a dedo), tenemos un parlamentario por cada 60.371 habitantes, en comparación con Francia: 66.554; Gran Bretaña: 91.824; Alemania: 112.502; por no hablar de los Estados Unidos: un parlamentario por cada 560.747 habitantes.
El segundo: el sueldo de un diputado ha subido desde 1948 a la actualidad, en términos reales (esto es, descontada la inflación), casi seis veces: era de 1.964 entonces (987+977 de dietas) y es de 11.703 hoy. Y no basta con decir: «¡Eran otros tiempos!».
Tercer punto: nadie se acerca a los 149.215 euros de sueldo base de nuestros parlamentarios europeos. No sólo ganan más de 44.000 euros más que los austriacos, sino que se embolsan casi el doble que los alemanes y los ingleses, el triple que los portugueses, 32 el cuádruple que los españoles... Y la lista, explican los senadores de los Demócratas de Izquierda Cesare Salvi y Massimo Villone en el libro El coste de la democracia, no tiene en cuenta los reintegros, a partir del reembolso de los gastos de viaje para el europarlamentario y sus colaboradores, «calculado al alza sobre el billete de avión más caro, sin que sea necesario aportar ninguna documentación». Además «la importante nómina de sus colaboradores, de los que no sólo no es necesario documentar la retribución, sino ni siquiera su existencia». Más «resarcimientos y beneficios varios». Es decir: «3.785 euros mensuales como nómina de gastos generales; 571 euros como reembolso fijo por los gastos de viaje cada semana de sesión; 3.736 euros anuales por gastos de viaje por motivos laborales; 268 euros diarios como dieta; 14.865 euros mensuales de subsidio por los asistentes parlamentarios». En total, concluyen los dos autores: «El cálculo de 30.000-35.000 euros al mes por cabeza (teniendo en cuenta las variables indicadas) es, por tanto, probablemente aproximado más por defecto que por exceso».
Cuarto punto: la intolerancia de muchos parlamentarios hacia quien calcula como parte de su sueldo el dinero para sus colaboradores es a menudo hipócrita hasta la indecencia. Lo demuestra la serena distancia de los senadores en los primeros días de octubre de 2006, cuando votaron desganadamente su orden del día, rico en buenas intenciones, pero privado de cualquier eficacia, que incluía la denuncia de un novato de Alianza Nacional, Antonio Paravia: «En los primeros meses de estancia en Roma he llegado a hablar con alrededor de treinta jóvenes, diplomados, licenciados, algunos incluso con un doble título universitario, que han llevado a cabo, me han dicho, algunos por pocos años, otros por más de una década, su prestación profesional por cuenta de parlamentarios tanto del Congreso como del Senado, tanto para los grupos parlamentarios de centro-derecha como para los del centro-izquierda. Bueno, pues estos jóvenes han confesado cándidamente que no tienen ni un año de cotización firmado porque siempre han percibido entre 500 y 1.500 euros al mes, pero sin impuestos, es decir, en dinero negro».
Entonces, podemos decir, ¿echan el sermón y después pagan bajo mano a colaboradores por los cuales, como hemos visto, 33 cobran 4.678 euros al mes en el Senado, y 4.190 en el Parlamento? Exacto. El pobre Pavia estaba aturdido: ¿cómo es posible obligar a trabajar en negro a una persona que «desarrolla su actividad identificado por la insignia de la oficina de comisaría de las dos ramas del Parlamento» y entra con ella en los edificios del Parlamento y del Senado y usa «en una suerte de depósito gratuito, oficinas, decorados, instrumentos, redes»?
Se dirigió al Ministerio de Trabajo (¡de Trabajo!) y recibió como respuesta que «no existe una cualificación normativa, es decir, el parlamentario que quiere comportarse de forma correcta tiene dificultades para encontrar un instrumento normativo de referencia claro y preciso». Se lo había preguntado a sus colegas senadores (¡senadores!), que le dirigían sonrisitas de cortés comprensión. Se lo había preguntado al secretario general (¡el secretario general!) de Palazzo Madama, el caballero de la Gran Cruz (lo especifica incluso en el organigrama, toma ya) Antonio Malaschini. El cual le precisó que «la contribución para el apoyo de actividad y tareas de los honorables senadores relacionadas con el desarrollo de su mandato parlamentario, repartido mensualmente, carece de vínculo alguno de destinación respecto a eventuales prestaciones laborales prestadas por terceros o a posibles configuraciones contractuales». Para entendernos: querido senador, haga usted lo que le parezca.
Una vergüenza. Engrandecida por la improvisada e hipócrita «toma de conciencia» que siguió a un reportaje de televisión de Caiga quien caiga, que a mitad de marzo de 2007 desenmascaraba el jueguecito demostrando que en el Parlamento, de 629 colaboradores oficiales, los regularizados eran sólo 54: todos los demás cobraban en negro. ¿Cuánto? «El mío, bastante bien», respondía vivaracha la dicharachera Cinzia Dato antes de sumergirse en un confuso balbuceo ante el requerimiento de mayor precisión. «Pero... No... Pregúntele a él...». «La política tiene unos costes altos. Así que cada uno se las apaña», explicaba novelescamente el parlamentario de Alianza Nacional Carlo Ciccioli. ¿Cuánto le paga a su secretario? «Cuatrocientos o quinientos euros al mes por esto, cuatrocientos o quinientos por aquello»...
¿Y su compañero Fausto Bertinotti? «No lo sabía». ¡Anda ya! «No lo sabía». Cinco meses después de que el senador Paravia hiciese su pregunta parlamentaria. Si la televisión no hubiese informado, hubiera seguido sumido en la ignorancia: «Ante la denuncia, hemos actuado inmediatamente». ¿Cómo? En adelante sólo entrarían en las Cámaras colaboradores con contrato. Pero... «Haría falta una ley», respondía Franco Marini. ¿Cuándo? «Enseguida. En cuanto sea posible». Bien, grandes, bis. Qué pena que el mismo idéntico problema, tras otra denuncia pública, hubiera sido afrontado del mismo modo por el Parlamento ya el 17 de julio de 2003, cuando los magistrados habían exigido a los diputados: «Las relaciones de colaboración con carácter oneroso deberán ser certificadas, en el momento de la petición de abono, mediante la entrega en la oficina correspondiente del contrato relativo a dicha colaboración». Cháchara. Nada más que cháchara a la espera de que las aguas se calmasen.
Brahmanes, eso es en lo que se han convertido los políticos italianos. Paridos no por Brahma («Ciertamente grandes son los dioses nacidos de Brahma», dice el génesis del Atharvaveda, una de las obras sagradas del hinduismo), sino por un sistema partitocrático enfermo de elefantiasis. No todos, claro. Parlamentos, regiones, provincias, ayuntamientos albergan también muchas personas decentes que demuestran un sincero malestar por los privilegios de los que disfrutan. E intentan aprovecharse de ellos con sobriedad. Todos juntos, sin embargo, constituyen una casta. Una casta que se siente superior a la sociedad de la cual se proclama al servicio. Hasta tal punto que los más perspicaces, aquellos que no viven «sólo» de la política y a lo mejor escriben también novelas o atormentadas biografías de músicos trágicos, como Walter Veltroni, no se atreven a tildar las críticas de demagógicas: «Cuando los partidos se convierten en castas de profesionales, la principal campaña antipartidos sale de los partidos mismos».
Por favor: no estamos en el reino de Tonga del rey Tupou IV, llamado «rey michelín» porque llegó a pesar 201 kilos. Entre nosotros el Parlamento y los ministros no son elegidos por la Corte. Pero como recordó un día Eugenio Scalfari citando a su amadísimo Alexis de Tocqueville, la oligarquía es «un sistema en el que el poder está fuertemente centralizado y los cuerpos intermedios han sido disueltos o debilitados en su autonomía. Además los poderes constitucionales, en vez de estar separados y equilibrados, se han entrelazado entre ellos tupidamente. Quienes los gestionan forman parte de la oligarquía; cada uno de los oligarcas tiene un área exclusiva de poder, que los demás están comprometidos a garantizarle de forma perpetua, a condición, naturalmente, de gozar del derecho de reciprocidad».
Esto «no quiere decir necesariamente que el pueblo no pueda votar, sino que los mecanismos electorales están construidos de modo que confirmen invariablemente la oligarquía». Sin embargo, continuaba el fundador de La Repubblica, cuando escribía La democracia en Estados Unidos, Tocqueville «no conocía aún los regímenes de masas, los medios de comunicación de masas, las maneras de manipular el consenso de la masa». Ni tampoco, añadimos nosotros, la ley electoral de 2006, la «guarrada» de Roberto Calderoli que cerró cualquier rendija posible a las candidaturas no decididas por los líderes. Una ley que, por decirlo con palabras de Ilvo Diamanti, «ha alimentado después la fragmentación partisana, reduciendo gran parte de los partidos a oligarquías de poder».
«Yo no conozco esto, esta política que está hecha por los ciudadanos y no por la política», dijo hace años Massimo D’Alema chafando a los críticos: «La política es una rama especializada de las profesiones intelectuales». Una tesis que Diamanti ha esgrimido con frecuencia: «Hace sonreír de forma amarga este renacimiento de la República de los partidos, que no se puede justificar mediante la nostalgia. De la “vieja” DC, del “viejo” PCI. Y de los demás: socialistas, liberales, republicanos. Porque los “nuevos” partidos no se parecen a los de la Primera República. Hay que decirlo con absoluta convicción, pero sin ninguna nostalgia: estos partidos son peores. Con alguna excepción, carecen de vida democrática. No promueven la participación. Son oligarquías. Partidos personales. Sin sociedad y sin territorio. A gusto en los platós de televisión. A quienes quieren (re)proponer una democracia proporcional, para restituir el cetro a los partidos, hay que decirles: restituid, antes, los partidos».
Aquellos verdaderos, no los fundados por el contable. ¿Saben cómo se fundó el partidito Italianos por el Mundo, propiedad de Sergio de Gregorio, que gracias a la mortífera paridad entre izquierda y derecha se convirtió en 2006 en el alfiler en la balanza que podía salvar o hundir a Prodi? Érase una vez una empresa en Via Terracina 431, en Fuorigrotta, abierta en junio de 2002 por un «amigo benefactor» y dedicada, según su razón social, a la «distribución y comercialización a granel y al por menor de productos textiles». Estaba inscrita con el nombre Italianos por el Mundo. Un nombre mágico que pocos meses después el «amigo» (un tal Claudio Mele) registró en la oficina de patentes de actividades productivas declarando que se ocupaba de «aparatos científicos y para la grabación y reproducción de sonido», «cuero y sus imitaciones, baúles, maletas, paraguas, sombrillas y bastones de paseo», «artículos de vestuario, zapatos y sombrerería» y «educación, formación, entretenimiento, actividades deportivas y culturales».
Paralelamente, según la página web www.napoliontueroad.it , surge bajo el Vesubio una «asociación cultural Italianos por el Mundo» que, «creada en junio de 2001 por el periodista Sergio de Gregorio, [...] pretende promover la marca y la imagen del “Made in Italy” más allá de los confines nacionales a través de un provechoso intercambio comercial, económico y cultural con el exterior», y por ello ha abierto «cinco sedes operativas localizadas en Nápoles, Roma, Niza, Nueva York y Zúrich, a las que pronto se sumarán otras estructuras en Buenos Aires, Sofía, Londres, París y Berlín». Un objetivo «consagrado» en el concurso musical Festival Italianos por el Mundo transmitido por una televisión local. Y destinado a ser desarrollado «mediante la apertura de nuevas sedes en Australia (Melbourne), en el Lejano Oriente (Tokio y Hong Kong), en Rusia (Moscú) y en Atenas». Por decirlo a la napolitana: ¡«’nu nettuorche» [un network] planetario!
¿Y quién es este ambicioso Sergione, fundador del network planetario? Un periodista de segunda fila que en 1997 apareció de la nada para «salvar», como director editorial, el difunto Avanti!, y resulta autor de un par de exclusivas que acabaron en el archivo de la ANSA. Una entrevista a la imputada y después absuelta por el célebre homicidio de Anna Parlato Grimaldi, la cronista del Mattino Elena Massa (que ella niega haber concedido), y una entrevista a bordo del barco Monterey al más célebre de los arrepentidos del mundo, Tommasso Buscetta, que también niega haberla concedido, lamentando incluso haber sido traicionado («con esas fotos han puesto en peligro a mi mujer y a mi hijo») por quien sabía del crucero, esto es, parece sobreentenderse, por algún espía infiel de los «servicios».
Pero ahora, ojito a las fechas. En octubre de 2004 nuestro futuro senador y Angelo Tramontano, un diputado regional de Forza Italia, fundan ante notario la emisora de radio y televisión Italiani nel Mondo Radio e Tivù Srl. Es el primer ladrillo de un pequeño imperio: canal Italani nel Mondo Channel, inmobiliarias Italiani nel Mondo Immobiliare, Italiani nel Mondo Servizi Immobiliari... Todas en el bolsillo de Sergio de Gregorio y todas domiciliadas en el mismo palacete horrendo y de color incierto de Fuorigrotta, en Via Terracina 431, donde tenía su sede ya la primera sociedad constituida por el «amigo» Mele para comerciar con productos textiles, paraguas y cuero. Un pequeño imperio de papel en el que no falta una sociedad para niños: la Italiani nel Mondo Junior, que «tiene el objetivo fundamental de ayudar a sus componentes a convertirse en Ciudadanos Italianos integrados en el Mundo» y que a cambio pide obviamente a los queridos pequeñuelos «el pago de una cuota fija decidida a nivel nacional y de una cuota añadida, fijada por la agrupación territorial».
¿Para qué sirven todas estas sociedades? La respuesta está en la historia de Italiani nel Mondo Channel, que nace el 10 de junio de 2005 con un capital tacaño de 10.000 euros, pero que la semana siguiente absorbe la marca Italiani nel Mondo (la de los productos textiles y el cuero) y aumenta su capital a dos millones. ¡Milagro! ¿Y de dónde proceden todos esos billetes? Nada de billetes. El «capital» es un documento. La evaluación jurada firmada pocos días antes por un joven «experto», Andrea Vetromile, milagrosamente localizado por nuestro futuro senador pese a que su nombre no aparece en la guía telefónica y a pesar de que conste no como experto en derecho mercantil, sino como «laboralista». Evaluación según la cual la prodigiosa marca Italiani nel Mondo (aquella de los productos textiles y el cuero) vale exactamente esa enorme cifra. Diréis: ¿pero no pertenecía a Claudio Mele? Bah...
Lo cierto es que el día después aparece un documento en el que Mele, nada impresionado por el hecho de que su marca valga ahora 4.000 millones de las antiguas liras, dona generosamente todo a De Gregorio. Que en este momento comienza a vender a diestro y siniestro acciones de la mágica sociedad embolsándose en pocos días 100.000 euros por aquí, 29.000 por allá, 250.000 de acullá... ¡Quién tuviera amigos así!
Un maravilloso jueguecillo financiero. Hasta el punto de que en otoño, esto es, seis meses antes de presentarse a las elecciones junto al implacable moralizador Antonio di Pietro, nuestro amigo repite la operación. Esta vez, fundando con otros 10.000 euros el holding televisivo Italiani nel Mondo Reti Televisive», enriquecido al instante por la «carísima» marca Italiani nel Mondo Channel. El mismo «experto» (extraña forma de independiente, toda vez que en la asamblea de la sociedad, con De Gregorio ya convertido en senador, se regocijará «poniendo el énfasis en el positivo resultado alcanzado»), mismo tipo de evaluación, misma declaración jurada sobre el inmenso valor de la marca planetaria, mismo aumento de capital, pero esta vez aún mayor (¡tres millones de euros!), misma venta inmediata de cuotas: 20.000 euros por aquí, 30.000 por allí... Hasta la donación del último pedazo de la tarta societaria, como la primera vez, a una gentil señorita que no llega a los treinta años, Maria Palma. El consejo de administración, dice el acta redactada tras las elecciones, da «la enhorabuena por el éxito electoral».
Enhorabuena merecidísima, desde luego. ¿Dónde se va a encontrar a otro capaz de pedir el voto a nuestros emigrados a Europa con una lista nacida de una sociedad de cuero y textiles? ¿Que se presente junto con el héroe de Manos Limpias después de haber recompuesto el Avanti! (primer número: una carta de Craxi y El crepúsculo de Antonio Di Pietro) y haber sido miembro de Forza Italia y neodemocristiano? ¿Que se haya hecho elegir presidente de la Comisión de Defensa sin que nadie le pidiera cuentas por esas sociedades-partido que aumentan de capital con evaluaciones juradas por un «laboralista»? ¿Que ha sido capaz de recibir los parabienes de la derecha («Es un hombre de gran profundidad», dice el neodemocristiano Gianfranco Rotondi) sin sonrojarse de vergüenza por la cadena de cheques sin fondos por cientos de miles de euros emitidos a lo largo de los años, como ha escrito en el Sole 24 Ore Claudio Gatti, por una pila de sociedades ligadas a él, desde la Broadcast Video Press a la Aria Nagel? Misterios.
Misterios, sin embargo, dentro de un sistema profundamente podrido. En el que el brahmán sabe que, una vez cruzada la puerta del Palacio de la Casta, todo está en orden. Por los siglos de los siglos. Porque siempre encontrará a alguien, ante cualquier problema que se pueda presentar, dispuesto a defenderlo a cambio de un voto. Como le ocurrió a Pietro Fuda, que, después de cambiarse de la derecha a la izquierda para convertirse en senador, firmó aquella celebre enmienda a la ley Financiera de 2007 que, recortando los tiempos de la prescripción, permitía a los administradores incapaces, locos o criminales eludir el riesgo de tener que devolver el dinero de decisiones infelices. Enmienda aprobada tras mil polémicas y derogada en seguida con un decreto ad hoc.
Y todos se preguntaban: ¿por qué lo habrá hecho? ¿En nombre de quién? ¿Con qué objetivos? Él criticaba duramente a los magistrados contables que «tendrían que obrar de modo diferente, guiar a los administradores locales, en vez de esperarles en el pasillo después de que se hayan equivocado» y se preguntaba: «El Tribunal de Cuentas, perdonen, lo pagamos nosotros, ¿tienen un sueldo o no? Deben hacer un servicio útil al Estado». Igual que él: toda una vida dedicada «al servicio al Estado». Primero como dirigente de la Cassa del Mezzogiorno y de la región de Calabria, después como presidente de la provincia de Reggio y a la vez administrador único del aeropuerto local, cargo mantenido (por supuesto: se reparte con los tres del colegio sindical 162.000 euros) incluso tras la elección a senador y obtenido con el parecer favorable no sólo de la región, sino también (cómo no) de la provincia de la que estaba a cargo.
Bien: ¿de cuándo era la enmienda? De principios de diciembre. ¿Y qué había ocurrido, sin mucho ruido, un par de semanas antes? ¡Qué coincidencia! El Tribunal de Cuentas de Calabria había emitido un informa durísimo sobre el aeropuerto, preguntándose cómo había llegado a acumular en 2005 «pérdidas equivalentes al 53,86% de su patrimonio total neto, circunstancia que denota una, cuando menos, insatisfactoria gestión de la sociedad». Tesis que nuestro Fuda no compartía en absoluto. De hecho, el agujero de 2004 de 40 1.392.000 euros sobre una facturación de 1.648.000 (agujero cubierto por dinero público, de los ciudadanos) lo había liquidado resoplando: «Irrisorio». Claro que no era dinero de su bolsillo.
Intocable como Kublai Kan, que en los Viajes de Marco Polo bebe vino y leche y otras deliciosas bebidas en copas que «por obra de los hechiceros» se elevan y «van a presentarse» a la boca del soberano «sin que nadie las toque», un parlamentario italiano parece poder permitirse absolutamente de todo. Incluso quedarse en Montecitorio sin haber sido elegido, como ocurrió en la legislatura berlusconiana con Luciano Sardelli, que por un error material del presidente de una mesa electoral de Brindisi que había admitido enseguida su error («Estaba muy cansado, me encontraba muy mal») se había encontrado con los votos de su adversario, Cosimo Faggiano, a quien le fue dada la razón un mes antes de las elecciones siguientes, cuando de hecho era ya demasiado tarde.
Por no hablar de Luigi Martini, «el hombre que vivió tres veces». En su primera vida, durante la cual conquistó incluso un título de la liga de fútbol, era jugador del Lazio. En su segunda vida fue piloto de Alitalia. En la tercera, diputado de AN. Sobre el papel, una vez elegido, debería haber quedado en excedencia. Pero de eso nada: la dirección de la compañía de bandera pensó que eso hubiera sido «poco económico». A su regreso al trabajo hubiera sido necesario de hecho un largo y costoso periodo de puesta al día. Mejor continuar pagándole el sueldo: mínimo contractual más un tanto por cada vuelo. Durante diez años, decidido a mantener «activo» el título de piloto (mínimo establecido por ENAC: tres despegues y tres aterrizajes cada noventa días) continuó, por lo tanto, volando una vez al mes: «El honorable piloto Luigi Martini les da la bienvenida a bordo...». Y Alitalia continuó mandándole a casa el sobre con su sueldo. Hasta que se «jubiló»: 300.000 euros de liquidación que sumar al sueldo vitalicio de diputado y a una propina final de 150.000 euros como indemnización por despido.
Dinero público. Dinero de los ciudadanos. Que se preguntan cómo es posible que los gastos corrientes del Congreso (la tabla puede consultarse en el Apéndice) hayan pasado en los últimos tres lustros, descontada la inflación, de 636 a 1.004 millones de euros. O que Palazzo Madama, en los cinco años de la legislatura berlusconiana, 41 haya costado 2.202 millones de euros, lo mismo que los 900 kilómetros del nuevo gaseoducto Italia-Argelia. Y sin embargo, y esto es lo que intentaremos demostrar, el cúmulo de privilegios de los parlamentarios y los los empleados del Senado pagados en 2006 a 1.815 euros por cabeza y la montaña de dinero gastado en los palacios romanos son sólo una parte del enorme coste de la política. Que va del sueldo del presidente de la República a las dietas de los consejeros circunscripcionales hasta un total de 179.485 personas interesadas. Más los sueldos del personal de las diversas administraciones, desde el Viminale a las comunidades montañesas. Más los de los chóferes, los secretarios, los colaboradores externos. Más los cuartos destinados a casi 150.000 consultores. Más las prebendas en la cúspide de las más de 6.000 sociedades públicas y parapúblicas, usadas a menudo para colocar a amigos y candidatos derrotados.
Todo el dinero que sería incorrecto contar como «costes de la política» si por la política no hubieran sido inflados de forma anómala. Y si las instituciones no estuvieran plegadas a los intereses de partido, de facción, de familia. Desde Palazzo Chigi a algunas aldeas sicilianas como Roccafiorita, en Catania, donde hay un alcalde, un teniente de alcalde, dos asesores efectivos, dos asesores no consejeros, un presidente del consejo municipal y 11 concejales, para 254 habitantes.
Hasta llegar a la obra maestra de Militello Rosmarino, una población de Nebrodi. Donde desde 2003 es alcaldesa Concetta Maria Papa por investidura («Concettina, suelta un momento la sartén que tengo que hacerte alcaldesa...») por su marido Vincenzo, que ya fue alcalde después de su padre Calogero y de su tío Vincenzo, y que es el monarca del pueblo: «Quiero a la gente y la gente me quiere. Si alguien me pide que le encuentre un asilo en Milán, ¿tengo que decirle que no? Si me pide que le eche una mano para ayudar a su hijo, ¿voy a decirle que no? Por eso me quieren. ¿Os parece que de otro modo hubiera podido resistir, con todos los líos judiciales que he tenido?».
Licenciado en Medicina, con especialidad en ginecología, alcalde, digamos, vitalicio salvo por los periodos en que dejaba el cargo a su cuñado Biagio, don Vicenzo es el heredero de una dinastía que ha permanecido en el trono de Militello casi más tiempo que los Saboya en el trono de Italia, desde los tiempos en que el bisabuelo entró en el consejo comunal allá a mediados del siglo XIX. Despreciado por media población por la distribución de cargos y prebendas, es venerado por la otra mitad por los mismos motivos. Lo mejor de sí lo ofreció como presidente del USL, cuando, tras dejar la poltrona de alcalde a su hombre de confianza Sante Russo, se ganó la fama de ser una especie de Padre Pio al contrario. Allí donde posaba la mano germinaban una esclerosis múltiple, una angina de pecho, una insuficiencia cerebrovascular, una osteoporosis... Sus enemigos lo ridiculizaban clamando: «Don Vincenzo: ¡haga el milagro! Don Vincenzo: ¡denos una pústula!». Y poco a poco su fama mesiánica llegó más allá de los montes Nebrodi y las Madonia y fue aclamado con alborozo desde todos los rincones.
Hasta que intervino la magistratura acusándole a él y a otros de haber repartido 180 pensiones de minusvalía y 500 subsidios a mancos, tísicos, ciegos y tullidos a menudo falsos. Como Carmelo Femminella, que por «gonartrosis bilateral, osteoporosis difusa, discopatía cervical y lumbar» estaba semiparalizado, pero andaba por ahí en moto. Era tal la expectativa, escribió el juez, que la policía había notado «un fenómeno migratorio anómalo en el ayuntamiento de Militello». En casa de don Vincenzo, sin ir más lejos, se habían empadronado quince nuevos habitantes.
Don Vincenzo parecía acabado después de aquel follón. Sepultado por el escándalo, las deudas del ayuntamiento, la ola de indignación moral. Él se encogió de hombros: «¡Lo único que he hecho ha sido repartir entre unos cuantos pobres una millonésima parte del dinero que se regala a las industrias del norte!». Así que para demostrar hasta qué punto la investigación no le había debilitado, se presentó como candidato a alcalde de Sant’Agata di Militello. Y ganó. Después presentó a su hijo Calogero en Militello Rosmarino. Y ganó también. Todo listo para que a la vez siguiente se presentara Concettina. Que volvió a ganar. Fiel siempre a ese sobrenombre increíblemente adecuado para un hombre que como él simboliza un cierto modo de hacer política a la italiana: El Rey.