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El año en que nos ayudamos

La cultura que no se olvidó de luchar contra el hambre

Ángela Léon, ilustradora, fundadora de la asociación Hacenderas.

Peio H. Riaño

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En una caja de cartón cabe un mundo, una vida y la comida que no se puede comprar. La prioridad debe tener el tamaño de una de estas cajas que usan en la despensa de la asociación Hacenderas, en el prestigioso barrio de Retiro, para repartir alimentos entre sus vecinos más necesitados. En una también entra un hogar. Ángela León, ilustradora, muestra tres de ellas, los niños las convirtieron en los lugares donde viven a pequeña escala. “Una forma bonita de conocer un poco más su vida”, dice.

Se acercaban con sus familias hasta el local de la despensa. La asociación Hacenderas no sólo repartía comida durante el año más duro de la pandemia. De hecho, el grupo nació como una organización con la cultura como arma de intervención y sensibilización social, pero no como asistencia primaria. La realidad vírica alteró la misión en la que habían pensado para atender a las personas más necesitadas del barrio. La cultura podía esperar. 

En cuanto Servicios Sociales les otorgó el permiso fueron a comprar las estanterías para montar “una despensa gigante”, que aprendieron a hacerla funcionar sobre la marcha y que ha dado de comer a más de 200 familias y unas 500 personas, en el local donde antes se impartían clases de cocina y que su dueña cedió. “En mi cabeza era un 24/7. Sólo podíamos ser muy eficaces. Le pusimos mucha imaginación para anticiparnos”, explica Ángela León mientras recuerda aquellos días. 

“Pero no teníamos experiencia”, matiza León, que tuvo que preguntar a otras despensas cómo se organizaban. “Parece una tontería, pero hacer las cestas y montar la cadena de reparto requiere una logística muy complicada. Hasta ese momento sólo habíamos montado una charla con Georgina [la cineasta Georgina Cisquella], sobre su documental Hotel explotación: Las Kellys. Inmediatamente después tuvimos que poner en marcha la despensa”, recuerda aquellos días no tan lejanos en los que una docena de personas montaron la asociación con urgencia para responder ante las carencias que había provocado la crisis sanitaria. Ahora, ya fuera de la asociación, define este año y medio como “un torbellino”. 

La cultura de la ayuda

Al echar la vista atrás lo encuentra todo muy difuso por la sensación de desbordamiento y el cansancio. También hay ilusión en sus palabras cuando habla de las actividades que hacía con los más pequeños. Como jugar a reproducir en colores brillantes cada una de las estancias de sus hogares en esas cajas de cartón, con sus mesas y camas, los sillones y los aseos. Alguna ventana. Casas como cajas donde estar y ser sin ninguna garantía. Son las maquetas de la vulnerabilidad y de la alegría, de la precariedad y la dignidad. Una bonita manera de autorretratarse. Dime en cuántos metros cuadrados vive tu familia y te diré qué renta tienes. 

De alguna manera Ángela, de 34 años, que ha trabajado y vivido en Sao Paulo y Milán antes de regresar a Madrid en plena tormenta sanitaria, recurría a la cultura para restar drama a una situación dramática. La gráfica de la despensa eran ilustraciones suyas que aportaban alegría a la clasificación de los productos. Y en las cajas colaba un fanzine que realizaba con las familias que acudían a la despensa. Aportaban sus imágenes, historias, lo que fuera. “El fanzine nos ponía a todos en el mismo lado. Había mucha gente de muchos países, era una manera de que la cultura sirviera como herramienta de cohesión social. Creamos un espacio para compartir. Algo bonito a todo esto”, dice Ángela León, orgullosa de haber creado un recuerdo alegre. “La comida no podía estar vinculada sólo al dolor y a la carencia”, añade. 

Había muchos niños en los repartos y aprovechaba para invitarles a hacer dibujos. Lo mismo con las recetas. La comunidad participaba y se daba a conocer al resto en la publicación que Ángela realizaba en medio del caos. Salían 150 ejemplares de cada número, que se distribuía cada dos semanas. Imprimía cerca de su casa, en una reprografía del barrio, lo más barato posible. “Lo hacía a ratitos, cansada, pero con gusto. Me siento muy orgullosa de haber hecho algo bonito en unas circunstancias tan difíciles. Cuidamos lo bonito al margen de lo que ocurría”, expone y se recrea en sus recuerdos la ilustradora. 

Vecindario invisible

Pensaban, y no parece extraño, que en Retiro la despensa no sería tan demandada como en otros barrios menos favorecidos. “Salimos de nuestra burbuja y nos encontramos que había muchas personas muy necesitadas”, dice Ángela. En estos momentos Hacenderas mantiene su ayuda a más de cincuenta familias. La asociación se dio a conocer con una pegada de carteles en la calle. La Junta Municipal no ayudó a localizar a los más necesitados. “Daba por hecho que las instituciones tenían localizadas a todas estas personas, que eran conscientes de lo que pasaba en el barrio. No. Y tampoco creo que quieran verlo. Si no estás empadronado aquí, no existes. Las instituciones se han desentendido de estas cientos de personas, nos han dejado a nosotras la realidad”, explica decepcionada Analía Suárez, una de las fundadoras de Hacenderas.

La comida no podía estar vinculada sólo al dolor y a la carencia

Ángela León

Analía Suárez nació en Argentina hace 46 años y vive en España desde hace 18, trabaja como dependienta de una marca de cosméticos naturales en El Corte Inglés de Serrano, donde las necesidades se les han agotado. Atiende a ricos y la jornada le deja tiempo para colaborar con las vecinas que la necesitan. “En este año y medio me he dado cuenta del poder que tenemos las vecinas cuando nos juntamos. Es muy poderoso y esto es lo que más me ha sorprendido. Hemos demostrado que no estamos solos. Si las instituciones no te ayudan, tus vecinos sí”, dice orgullosa de su descubrimiento. Es una de las fundadoras de Hacenderas y quiere aclarar que este no es el relato de unas heroínas ni superheroínas. No. 

Tanto Ángela como Analía evitan la expresión “cola del hambre”. No les gusta. Se esfuerzan por subrayar que el grupo ha evitado el “asistencialismo” desde los inicios. Para Analía, todas son compañeras, las de un lado y otro. De hecho, las familias que recibían ayuda también ayudaban. Ángela reconoce que la realidad es la que es: “No termina de ser una relación horizontal, de igual a igual, porque la carencia te coloca en uno y otro lado”, sostiene con menos optimismo del que le gustaría. Pero la ilustradora tiene un mensaje para el optimismo: “Ha crecido la desigualdad, pero también la generosidad. Antes, en nuestro modo de vida urbano, era difícil tener espacios para compartir y ayudarnos. Debemos esforzarnos por crear esos espacios y reforzar la comunidad”. Este es el mensaje que lanza al futuro después de su experiencia.

Contra los negacionistas

“Somos vecinas normales haciendo cosas que hacen las vecinas. No hemos inventado nada nuevo, se llama ayuda. Me sorprendió todo lo que pudimos hacer juntándonos y organizándonos con tan poco”, apunta Analía. La despensa ha dado de comer a más de 200 familias y más de 500 personas. Creíamos que lo común era el sálvese quien pueda y que lo extraordinario era el apoyo. Pero en este último año y medio ha colapsado el relato que aplaude las capacidades del individuo como náufrago. El naufragio era el aislamiento. La insistencia de la cantinela reaccionaria contra el deseo de un mundo menos desigual se ha visto anulada por la movilización ciudadana. 

A la filósofa Marina Garcés (Barcelona, 1973), autora de Ciudad Princesa (Galaxia Gutenberg, 2018), no le ha extrañado la capacidad de movilización y organización de la ciudadanía ante la falta de respuesta de las administraciones. “No creo que haya sido espontaneidad, sino una cultura social y política que existe y que en lo que llamamos normalidad no vemos porque quienes no necesitan de otros (o así se lo hace creer la sociedad individualizada) no lo perciben. Pero está ahí, y cuando ha hecho falta ha emergido”, cuenta Garcés a este periódico. 

La mayoría de los relatos escritos desde el capitalismo nos aleccionan sobre cómo protegernos para ser felices

Natalia Carrero Escritora

Para la filósofa cualquier experiencia de solidaridad, de apoyo mutuo y de auto organización tiene “efectos políticos de transformación” de quienes participan de ellas. “Algo cambia y nos cambia, aunque parezca que luego volvamos cada uno a su vida. La cuestión no es decepcionarse, sino persistir en ese aprendizaje y saberlo llevar a momentos y a circunstancias en los que quizá la necesidad no parezca tan apremiante. Ahí es donde es posible crear un sentido del nosotros que no sea el que las políticas del miedo nos están ofreciendo”, propone Marina Garcés. 

Contra los relatos reaccionarios

La novelista Natalia Carrero, barcelonesa de 50 años, cree que siempre hemos sabido de la ayuda a pequeña escala a pesar de las rutinas capitalistas. La pandemia ha impactado contra la salud de la ciudadanía, pero también en la conciencia y consciencia. Para la autora de Soy una caja (Caballo de Troya, 2008) o Vistas olímpicas (Lengua de Trapo, 2021) la población ha ajustado sus necesidades y ampliado el objetivo de la “generosidad bonachona” hasta ofrecer recursos materiales a quienes viven en condiciones de verdadera necesidad y entregárselos sin esperar beneficios. 

La ciudadanía no ha mirado para otro lado, pero ¿por qué se esperaba otra cosa? ¿Qué ha hecho pensar que la población únicamente piensa en lo propio? “La mayoría de los relatos escritos desde el capitalismo nos aleccionan sobre cómo protegernos para ser felices, cómo ser más egoístas, mejores, más competitivos, cómo refugiarnos mejor en nuestras mismisidades. Es un buen momento para dejar de leer estos relatos tan previsibles y esforzarnos por encontrar en las bibliotecas y en las librerías con otros relatos que siempre han estado ahí”, dice Natalia Carrero, que recuerda a Simone Weil (1909-1943) para empezar a derrocar la narrativa reaccionaria.  

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