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El día después en la discoteca Barceló: policía, multas y jovencitos desobedientes

Sala Barceló

Víctor Honorato

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El vídeo dura 10 segundos escasos: alrededor del pinchadiscos, al menos 20 personas, brazos en alto, dando voces, sin mascarilla, bien pegados. Fue el jueves en el Teatro Barceló, antigua Pachá, una de las discotecas con más solera de Madrid, tomada por jóvenes indiferentes al aumento de contagios por COVID. “Un hecho puntual en un momento concreto”, se excusó la propiedad al día siguiente en un contrito comunicado. Pero el viernes volvía a haber fiesta en el local, que ya tenía las entradas vendidas. Allá se fueron otros 400 postadolescentes y veinteañeros lampiños, en lo que resultó ser un juego del gato y el ratón entre los clientes, la policía y el personal de seguridad, los segundos intentando que los primeros no se quitasen la mascarilla y se quedasen sentados. El éxito fue relativo.

Las discotecas madrileñas pueden desde octubre operar como restaurantes, merced a una orden de la Comunidad de Madrid para compensarlas tras meses de cierre forzado. Las pistas se cubren con mesas, sillones y mamparas, guardando las distancias, y se ofrece comida. Pero la música sigue a todo volumen, y cuando el grueso del aforo son jóvenes con las hormonas alborotadas, la prudencia no es un factor, y menos a partir de la segunda copa. “Es un público complicado, en cuanto te das la vuelta se escapan”, suspiraba uno de los camareros de tirantes y pajarita que a ratos servía combinados, a ratos ejercía de niñero. Las barras no funcionaban, todo se pedía en la mesa.

La sesión del viernes empezaba a las 17:30 y terminaba a las 22:00, y en la puerta, el nerviosismo de los empleados era patente a primera hora, conscientes de que el vídeo de la noche anterior había circulado por todos los telediarios. Dispensador de hidrogel a la entrada, control de boletos, gran póster en el bajo informando de las medidas de seguridad y acceso con guía al asiento designado, en este caso en el primero de dos pisos y con cierto suspense, porque la butaca en cuestión no estaba donde se suponía que debía estar.

Los precios por mesa -separadas a un par de metros, o con una mampara en medio si estaban más juntas- empezaban en 40 euros para las de dos personas, subiendo progresivamente en función del número de asientos (hasta seis), la disposición, más o menos centrada, y los extras, como la botella presentada con vela de bengala, muy reclamada (no así los tentempiés, disponibles, pero nada solicitados). Los clientes tenían que estar dentro a las 19:00, y fue poco antes de esa hora cuando se empezó a llenar el teatro. En seguida empezaron las estrategias para burlar la prohibición de levantarse de la mesa; por ejemplo, recurriendo al teléfono. “Si vais tres al baño, nosotros vamos otros tres para allá, tú decides quién”, proponía desde arriba un chico de un grupo de seis a una amiga que estaba en una de las mesas en la pista. 

La selección musical era más o menos ecléctica, dentro de la radiofórmula, a saber: Karol G con Nicki Minaj, Myke Towers, Maffio y Justin Quiles con ‘Cristina’, coreada con fervor, o una mínima píldora de Abba. Era obligatorio permanecer sentado, salvo para ir al baño con mascarilla, pero algunos sorteaban el veto en cuanto el vigilante de seguridad o camarero más próximo se alejaba unos metros. Fue el caso de una chica que se levantó de un respingo y ensayó un meneo de cadera, para acto seguido agacharse y quedarse en cuclillas, absurdamente, a ver si no la descubrían. Otro sí logró hacer tres o cuatro movimientos mientras unos compañeros lo grababan. De nuevo, llegaba un empleado que le mandaba sentarse. “Que no puedes estar de pie, coño”, se enfadaba otro trabajador al cuarto o quinto intento de unos jóvenes en la otra esquina.

La mecánica se repetía con variantes. Paseo para salir a fumar un cigarrillo o ir al aseo, y a la vuelta, hacerse el despistado o despistada para cambiarse de sitio y poder hablar con el interesante chico de la camisa blanca o la simpática joven del vestido negro. A más alcohol, menos pudor. En eso llegó la policía local, que está investigando lo sucedido la noche anterior y no quería más sustos. Tres agentes subieron al primer piso, por detrás de la cabina de sonido, y dieron instrucciones a un camarero, que al instante informó al respetable: “Chicos, por favor, la policía nos dice que la gente que no esté bebiendo se tiene que poner la mascarilla”. La mayoría obedecía, pero el efecto duraba escasos minutos.

Hacia las 21:00, los agentes estaban tomando datos y poniendo multas a quien insistía en desobedecer. “Yo no tengo documentación”, trataba de zafarse un chaval al que habían mandado estarse quieto contra una pared. A las 21:40, las luces se encendieron, a las 21:45, se apagó la música. A las 22:00 estaba todo el mundo fuera, en grupitos eufóricos, aunque también había llantos y conatos de enfrentamiento (siempre verbal), habituales en los exteriores de las discotecas de niños bien, también cuando no hay alerta sanitaria. Una vecina señalaba alarmada a la policía nacional que había una mujer joven despatarrada en la acera, ebria.

La tarde había ido relativamente bien, vistas las circunstancias, al menos comparada con la noche anterior. “Eran amigos del DJ, fueron nueve segundos, no sé si lo tenían planeado, pero se levantaron todos hasta que llegó el portero”, explicaba un camarero el suceso de la víspera. La misma versión era la de Camila, de 18 años, que aseguró ser hija de un primo de los dueños del Barceló, la familia Trapote, también propietaria de Joy Eslava, otra de las discotecas clásicas del centro. “Hice mi presentación en sociedad aquí y mi hermana también”, esgrimió como argumento. Camila alegó que el vídeo del jueves lo grabó el DJ, de nombre Alfonso, un chico que se está iniciando con las mesas de mezclas y que pudo pinchar en el Barceló por la amistad de sus padres con los propietarios. También identificó de las imágenes a uno de los vástagos del dueño de la marca de ropa Don Algodón.

Camila y su amiga Asun defendían, con la lengua un poco trabada, las medidas de seguridad del Barceló (“no porque sea mi familia”) y oponían que hay muchos locales abiertos en la noche madrileña que vigilan menos la higiene. Hablaron de mordidas a la policía en otros lugares (sin pruebas), y aceptaron una parte de culpa por su forma de actuar: “Es verdad que hemos salido en muchos sitios y hemos sido irresponsables”. Ambas pasaron el COVID, Asun llegó a dormir una noche en el hospital. Pero Camila llevaba sin salir desde noviembre y hoy su hermana estaba de cumpleaños. “La han multado por no llevar la mascarilla”, confesó, y aseguró que los dueños estaban desolados por lo sucedido la víspera, especialmente el patriarca, Pedro Trapote, y que planean cerrar el local unos meses. Dos motos de policía se acercaron: “Os tenéis que ir ya”. Una chica francesa ya había propuesto en inglés a quien por allí quedaba ir a otro local.

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