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La ruleta rusa

Fachada del Casino Odiseo, en Murcia

Carlos Trenor

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Desde hace treinta años doña Pura, doña Consuelo, doña Asunción y doña Manolita se reúnen, los jueves, en sus domicilios una vez por semana para jugar a la lotería. Cada semana la timba se hace en una casa diferente y se va rotando de tal manera que recaiga en todas por igual el esfuerzo y el desgaste de la reunión. Cada una lleva algo para el picoteo y la ganadora queda exenta de llevar nada a la siguiente reunión.

Así llevan ya treinta y dos años. Largos años de viudedad y soledad que alivian compartiendo su tiempo con las amigas de siempre. Su vida social se fundamenta en estas inocentes, casi infantiles, reuniones semanales.

Sus tiempos obedecen a una rutina casi calcada de unas a otras. La misa, la compra, el pequeño corro en la puerta del centro de salud o alguna coincidencia oportuna en la farmacia que sirven para adquirir la información necesaria para informar a las demás de las novedades del pueblo en la quedada del jueves.

Las cuatro nunca han roto un plato, no conocen la palabra desobediencia, ni delito, ni rebelión. Son buenas ciudadanas, ejemplos de moderación y discreción.

Respetadas por la comunidad y referentes para otras mujeres. No tenían poder, pero una palabra suya, un comentario a destiempo, tenía tanta fuerza como un sentencia judicial.

Habían pasado por muchas etapas difíciles en sus vidas, todas ellas ya pasaban los ochenta, y sabían muy bien lo que eran dificultades y penurias. Acostumbradas a la arbitrariedad de otros tiempos, al capricho de la autoridad imperante, a la moralidad implantada por el clérigo local y por las lenguaraces damas de la fe.

Poco ya les podía asustar, aun paso de su tránsito definitivo sólo aspiraban a vivir en paz y tranquilidad. Y esa paz , entre otras, se la daba la partidita de lotería de los jueves.

Pero surgió desde la más oscuro del sistema un abyecto personaje que prohibió que las ancianas se reunieran en sus casas para jugar a la lotería.

A golpe de decreto prohibió que toda reunión fuera posible. Solo podrían hacerlas quienes ya vivieran juntos. O quienes trabajaran juntos, o quienes acudieran a los grandes centros comerciales, o quienes se reunieran en escuelas, colegios, institutos y universidades.

El calígula provinciano prohibió todo menos las salas de apuestas y casinos. En esos locales, según avanzados y muy recientes estudios científicos, las miasmas no transmiten enfermedad alguna y son más inocuas que un perfume oriental.

Con la certeza de acudir a la asepsia de un quirófano en aquellas salas se reunían a diario cientos de personas ávidas de ganar sus apuestas y reforzadas por ser los nuevos elegidos, los adalides de la nueva normalidad.

Poco a poco estos arcángeles del póquer y la ruleta fueron sembrando por la región la buena nueva tan de moda en todo el mundo.

Y, mientras tanto, doña Pura, doña Consuelo, doña Asunción y doña Manolita se adentran en su soledad y se sumergen en una depresión que las llevará al cementerio.

Eso sí, no habrán muerto a la moda, no aumentarán las estadísticas y alguien, incluso el mismísimo calígula provinciano o un “encargao” del mismo, presumirá de haber impedido que estas cuatro mujeres se contagiaran.

Con suerte se legaliza próximamente la ruleta rusa. Esos sí, sólo en casinos.

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