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Sobre este blog

La palabra muruza es montañesa. Significa “conjunto desordenado de cosas por lo general menudas” y en particular “ingredientes”. Es una palabra que carece de vitalidad. Y no por insuficiencia propia, sino debido a la situación de diglosia o depreciación de lo propio (por lo general inducida) que padece el montañés. Lo mismo sucede con el resto de modalidades lingüísticas cántabras. Así, que las esquilas pasen a ser quisquillas cuando se cocinan, los muergos navajas, los muriones caracolillos o que no haya carne de jatu a la venta en las carnicerías son situaciones anómalas provocadas por este problema, la diglosia, cuya solución pasa por el aprecio a lo propio. Y sabido es que no se puede apreciar nada que no se conozca.

El ser humano es en lo que le rodea. La cocina es una forma de ser.

Y de estar, de ahí la expresión cultura del territorio.

Ser y estar son nuestras dos coordenadas vitales básicas. Ningún lugar mejor que éste para empezar.

Las fotografías, todas originales y en blanco y negro, propiedad del autor, aluden al texto, no necesariamente de forma explícita. La relación no es unívoca. Lo mismo sucede con los textos, de redacción fragmentada, cuya ligazón requiere del esfuerzo liviano si bien sostenido del lector. Y como en la cocina, no es obligado seguir receta alguna.

El juchu

Niño, bosque. Cantabria. | Mario Corral

Mario Corral García

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Lo vimos colgado en un balcón. Era una especie de espada de forja cuyo uso nos era entonces desconocido.

Hicimos foto y preguntamos: para atizar el horno, unos; para cazar o marcar animales, otros; para trinchar y asar, finalmente.

Es lo que en castellano se llama espeto. En montañés recibe el nombre de juchu, palabra de difícil etimología.

En Cabuérniga al hueco que deja una persona cuando duerme en el pajar se le dice joche. El pajar es donde dormían los méndigos y los peligrinos, no en lo que ahora se ha dado en llamar “el cuarto del peregrino”, en realidad “cuartu´l portal”, estancia resultante de la reformulación de la casa montañesa moderna que, efectivamente, podía cederse a alguna visita, fuera peregrino o no, pero sin ser ésta su función principal. Otra palabra que parece ligada a la anterior es el lebaniego juche, el lugar donde se esconde algo. A su vez, tanto joche como juche no parecen muy distantes del castellano boche y buche, de origen dudoso para la Real Academia de la Lengua Española. Precisamente esta institución pidió a José María de Pereda un listado de montañesismos que valorar, oportunidad que el escritor aprovechó para expresar su opinión, denigrante, por otra parte, sobre el montañés. Dentro de la aspiración de la efe inicial latina por influencia prerromana que él consideraba erróneamente jandalismo, es decir, influencia de los emigrantes a Andalucía retornados, aportaba como ejemplo jocho, “hoyo”.

Otro escritor, Miguel de Unamuno, se refería a su Bilbao natal como “mi bochito”. El núcleo urbano sigue siendo el botxo para los bilbaínos de pro. De la mano, el castreño buchu, “cavidad”, y buchacu, sinónimo de joraca, el agujero practicado en las puertas para facilitar la entrada y salida de las gallinas y que también aprovecha el gato, pero que no es una gatera, pues el gato entra y sale por donde puede, no por un lugar específico.

Otra palabra que probablemente esté relacionada con las anteriores es el montañés jucha, “arca”, que es de suponer estuviera hecha en origen a partir de un tronco ahuecado, lo mismo que el vasco kutxa, con igual significado.

Toda la familia parece pertenecer al campo semántico “vaciado”. ¿Del latín PUTEUM, PUTEA, “pozo”? Es más plausible que se trate de palabras de origen no latino, palabras situadas a la misma profundidad que el latín o incluso más adentro, anteriores.

Volviendo a los espetos, se hace forzado relacionarlos con antiguas parrilladas rituales paneuropeas, de entre las cuales las mejor documentadas, no necesariamente las más antiguas, son las que se celebraban en la Antigua Grecia, donde el consumo de carne se concentraba en torno a sacrificios religiosos que destinaban el fémur, la grasa y vísceras, quemados, a los dioses, mientras que la carne, la parte que correspondía a los hombres, se hacía a la parrilla y se repartía entre los asistentes. En griego el espeto es el óbolo, moneda que representa la sexta parte de un dracma, que es el haz de espetos. El Museo Arqueológico Nacional de España expone varios óbolos, espetos en miniatura, del tamaño de un meñique. Servían como moneda. Son exactamente iguales al que vimos en el balcón montañés; el mismo mango entorchado, la misma hoja ancha, en definitiva, el mismo tipo. En Grecia habría sobrevivido el valor simbólico del espeto, prolongación de la potencia ritual de las antiguas parrilladas. En Cantabria solo el nombre y algunos fragmentos o espetos completos pero descontextualizados.

Que Cantabria forma parte activa de vastas y antiquísimas tradiciones europeas parece cosa clara: en Castillo (Arnuero) se ha recogido la leyenda de un pastor que hallando refugio un día de tormenta en la cueva de la Juáncana tuvo la mala suerte de que ésta le descubriera y quisiera comérselo. Como la Juáncana tenía un solo ojo (característica compartida con el cíclope griego, el ojáncanu cántabro y el basajaun vasco) y veía mal, se apostó en la puerta e iba palpando todas las ovejas que salían, diciendo “¿Es lana? ¡Lana es!”. Finalmente el pastor pudo escapar agarrándose al abultado vientre de una de ellas. El paralelismo con el Polifemo de La Odisea es evidente. En la Antigua Grecia nació la literatura. En Cantabria obviamente no, pero conservamos la semilla.

Hay un plato montañés desaparecido de las cartas pero del que todavía hay quien recuerda la receta, no yo, llamado jochobu, con un aire de familia indiscutible. Está hecho con calostros, la primera leche, es lo único que sé.

Sobre este blog

La palabra muruza es montañesa. Significa “conjunto desordenado de cosas por lo general menudas” y en particular “ingredientes”. Es una palabra que carece de vitalidad. Y no por insuficiencia propia, sino debido a la situación de diglosia o depreciación de lo propio (por lo general inducida) que padece el montañés. Lo mismo sucede con el resto de modalidades lingüísticas cántabras. Así, que las esquilas pasen a ser quisquillas cuando se cocinan, los muergos navajas, los muriones caracolillos o que no haya carne de jatu a la venta en las carnicerías son situaciones anómalas provocadas por este problema, la diglosia, cuya solución pasa por el aprecio a lo propio. Y sabido es que no se puede apreciar nada que no se conozca.

El ser humano es en lo que le rodea. La cocina es una forma de ser.

Y de estar, de ahí la expresión cultura del territorio.

Ser y estar son nuestras dos coordenadas vitales básicas. Ningún lugar mejor que éste para empezar.

Las fotografías, todas originales y en blanco y negro, propiedad del autor, aluden al texto, no necesariamente de forma explícita. La relación no es unívoca. Lo mismo sucede con los textos, de redacción fragmentada, cuya ligazón requiere del esfuerzo liviano si bien sostenido del lector. Y como en la cocina, no es obligado seguir receta alguna.

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