La Inteligencia artificial que cura
El interés por aplicar la inteligencia artificial al ámbito de la salud comenzó casi desde el mismo momento en que aquella nació. Ya en 1959 se publicó un artículo en Science en el que se exponía la importancia de los procesos de razonamiento en el diagnóstico médico y se analizaba el papel potencial de los ordenadores con este fin. En 1975 tuvo lugar en la Universidad de Rutgers el primer encuentro científico específico sobre inteligencia artificial en medicina. Un año más tarde se presentó en la Universidad de Stanford el sistema experto MYCIN, diseñado para la asistencia terapéutica de enfermedades infecciosas. En los sistemas expertos se obtiene y representa computacionalmente el conocimiento humano sobre el problema abordado. Por el contrario, hoy en día la mayor parte de las soluciones se obtienen mediante aprendizaje automático a partir de datos. La medicina es una fuente inmensa e inagotable de datos (aportados por sistemas de monitorización, analíticas, imagen médica, datos ómicos, historias clínicas…). Pero la abundancia de datos no garantiza su calidad y utilidad, y es aquí donde nos encontramos con una cierta paradoja: el no disponer de datos adecuados es a día de hoy una de las principales barreras para que la IA permee en la práctica médica.
Efectivamente, aunque la aplicación de la IA a la medicina es hoy muy intensa, pocas son todavía las soluciones que podemos considerar de uso extendido, no digamos rutinario. En una encuesta realizada en 2019 entre 230 profesionales de radiología/radiación oncológica en Australia y Nueva Zelanda, más del 80% declararon no hacer uso en absoluto de la IA en su práctica clínica (al menos no lo hacen de un modo consciente, ya que es posible que sí la utilicen en las herramientas de gestión usuales ya en la práctica clínica o a través de sus móviles, sin ir más lejos), si bien un 70% está convencido de que la introducción de la IA en su disciplina les permitirá mejorar su desempeño.
Da la sensación de que la IA aplicada a la salud está por doquier menos en la cabecera del paciente, por hacer un símil con aquella famosa frase del premio Nobel de economía Robert Solow, cuando dijo a finales de los 80 que las computadoras estaban en todas partes menos en las estadísticas de productividad. Hay un conjunto de razones de que esto sea así, además del problema con los datos ya comentado: cuestiones legales y éticas; recelo por parte de algunos profesionales para usar estas nuevas herramientas o de aceptación pública de las mismas; falta de regulación para la definición y asunción de responsabilidades en caso de errores; las prisas por obtener resultados publicables, más que realmente útiles; la investigación en pequeños grupos y no multidisciplinares que se desarrolla en muchos casos; la falta de incentivos para la transferencia de los resultados de la investigación a la clínica…
En cualquier caso, las expectativas, y también ya las realidades, son enormes. Estuve recientemente en la entrega de premios Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA. Entre las 8 categorías reconocidas predominan las relacionadas con las ciencias y tecnologías de la vida, y entre los discursos de las investigadoras e investigadores premiados la IA apareció una y otra vez. Es más, el Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Biomedicina fue concedido este año a David Baker, Demis Hassabis y John Michael Jumper “por sus contribuciones al uso de la Inteligencia Artificial para la predicción exacta de la estructura tridimensional de las proteínas”, un avance extraordinario que probablemente recibirá el Nobel, hasta es posible que a lo largo de esta década, y que permitirá acelerar enormemente el desarrollo de nuevos tratamientos contra múltiples enfermedades.
Otro logro impensable hace muy pocos años lo conocimos hace semanas con el anuncio del comienzo de los ensayos clínicos en fase II con pacientes, del primer fármaco generado íntegramente por inteligencia artificial. Aunque hay otros fármacos en fase de ensayo en los que la IA ha intervenido en el descubrimiento de una nueva diana terapéutica -lugar donde un fármaco ejerce su acción- o en el diseño del fármaco, esta es la primera ocasión en que se ha utilizado la IA en todas las fases del proceso. El fármaco en cuestión se llama INS018_055 y se ha creado para tratar la fibrosis pulmonar idiopática (FPI), que consiste en la cicatrización o engrosamiento de los pulmones sin una causa conocida -eso es precisamente lo que significa idiopática, de causa desconocida.
En España esta enfermedad afecta a 13 personas por cada 100.000 en el caso de las mujeres y a 20 en el de los hombres. Su prevalencia, por tanto, no es muy elevada, pero ha aumentado en las últimas décadas y además es una enfermedad muy grave, que puede causar la muerte en un plazo de dos a cinco años si no se trata adecuadamente.
En tiempos en los que hay tanta incertidumbre e incluso miedo sobre los avances de la inteligencia artificial, su utilidad para curarnos es quizás su mejor carta de presentación.
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