El campo puede ser nuestra lancha salvavidas, pero hay que inflarla
Llegan las vacaciones y para muchos es el momento de volver al campo, aunque buena parte de ellos los hacen como extraños. Asumen su condición de forasteros y la ejercen adrede. Hace tanto que desconectaron de la naturaleza y que se desvincularon del mundo rural que el campo les resulta un entorno inhóspito. Y lo hacen ver.
Son los que cogen el coche para ir a por el pan, lo aparcan junto a la fuente o en la entrada al corral y luego se van a dar un paseín tan tranquilos.
Los que se quedan en la barra del bar sin levantar la mirada del móvil. Los que entran en los sembrados para hacerse una foto y enviarla por guasap (“en el pueblo”) y se quejan de que las campanas toquen también por la noche. Se alejaron tanto del campo que se sienten incómodos al volver.
Por eso les resulta tan incomprensible que algunos insistamos en que el futuro puede estar en repoblar la España vaciada y no dejemos de insistir en que el campo es nuestra lancha salvavidas. Pero las lanchas salvavidas hay que hincharlas.
Para que el campo deje de quedarse atrás, las relaciones campo/ciudad se deben reequilibrar. Hay que naturalizar nuestras ciudades, es cierto. Pero también hay que dotar al mundo rural de más equipamientos que en la ciudad damos por básicos y que hacen posible nuestra calidad de vida.
Tengo un amigo para el que la clave está en “limpiar el aire de las ciudades y ensuciar un poquito el del campo”, y aunque dicho así suene fatal, el mensaje no va mal encaminado. No se trata de clonar el modelo urbano, un modelo colapsado e insostenible, y trasladarlo al mundo rural. Ni muchísimo menos. Pero tampoco de abandonar el campo a su suerte y dejar que, como muchos van a comprobar estos días, languidezca por olvido, dejadez y falta de inversión.
Sigo a mucha gente a través de las redes sociales que vive y trabaja en el medio rural. Gente que decidió quedarse y gente que ha vuelto. Y en sus perfiles dan buena cuenta de la odisea que supone salir adelante en el día a día. Cosas tan simples en la ciudad como montar un pequeño negocio. Ir al médico o al veterinario.
Que venga el informático o el de la compañía telefónica. Que los chavales puedan ir al cole tras una tormenta. Llevar el coche al mecánico. Para detener el desangrado demográfico del campo hay que lograr que todo eso sea factible también en el campo y no imposible.
El campo necesita nuevas oportunidades de desarrollo. Un desarrollo sostenible, eso está fuera de toda duda, pero también real. Nada de quimeras. Con los que están dispuestos a dejarlo todo y renunciar a mucho para volver al campo y hacerse neorrurales no vamos a llenar la España vacía. Si la transición ecológica pasa por reequilibrar el territorio (no habrá otra manera de culminarla) deberá ser justa y lo justo es dotar al mundo rural de oportunidades de mejora.
Si queremos recuperar la brecha que hemos abierto entre la ciudad y el campo debemos homologar por la base el modo de vida entre la sociedad rural y la sociedad urbana.
Faltan mejores vías de comunicación y medios de transporte público. Mejor cobertura telefónica y una conexión a internet rápida, fiable y segura. Más veterinarios, más médicos y más asistentes sociales. Más centros de día y más ambulatorios. Nada que no tengamos en las ciudades.
Y antes de acabar no puedo dejar de señalar la oportunidad de salvar el campo para salvarnos todos, pues el abandono rural es uno de los mayores obstáculos para la conservación de la naturaleza, el cuidado del medio ambiente y la lucha contra la crisis climática.
Hay que dejar muy claro que la presencia del ser humano en el campo es buena para el campo. La idea de que cuando nosotros nos vamos la naturaleza sale ganando es falsa. Lo que gana terreno es el bosque, pero eso no siempre es una buena noticia.
Los mosaicos de pastos y campos de cultivo, las labores de agrícolas en equilibrio con el entorno y la ganadería extensiva no solo favorecen la biodiversidad, sino que contribuyen al mantenimiento de los ecosistemas.
Cuando abandonamos el campo el paisaje se recarga de combustible y los pequeños incendios (algunos hablan de incendios sostenibles, yo no me atrevo a tanto) dan paso a los actuales megaincendios: auténticos infiernos en los que las llamas se propagan con la virulencia y la rapidez con la que lo están haciendo en los últimos años, multiplicando la intensidad de los daños y las hectáreas arrasadas.
Por todo ello insisto en señalar que el campo es nuestra oportunidad: No la última, ni la única, pero si una de las más interesantes.