La decisión de Íñigo
Podemos comenzó la campaña de las elecciones de junio de 2016 con un millón de votos desmovilizados y decididos a quedarse en su casa. Es una evidencia que ya nadie discute. Hay dos teorías para explicar semejante desgaste sufrido en apenas tres meses.
La primera establece que Podemos había generado desconcierto y desencanto entre su electorado al buscar un perfil más socialdemócrata en sus propuestas, más institucional en sus formas y más amable en su discurso. Obviamente, de acuerdo con ese diagnóstico, la solución pasaba por recuperar una propuesta programática más reconocible como puramente de izquierdas, reactivar el activismo y la movilización en la calle como herramientas de acción política y endurecer el tono del discurso.
La segunda teoría sostiene que Podemos, con la inestimable colaboración del PSOE, había generado confusión y desilusión entre una parte de su electorado al votar 'no' a la investidura de Pedro Sánchez y justificarlo con episodios tan broncos como a famosa cal viva en el Congreso. Tampoco habrían ayudado los vaivenes programáticos de un Pablo Iglesias que se declaraba socialdemócrata un par de años después proclamarse en la tertulias orgulloso comunista. Obviamente, la solución pasaba por clarificar el giro ideológico y discursivo y el tipo de alianzas y colaboraciones que se estaba realmente dispuesto a construir con el inevitable socio socialista.
En Vistalegre 2 se ha impuesto con nitidez la primera tesis. La dirección y la mayoría de los militantes de Podemos están convencidos de que ese millón de votantes se perdieron porque demandaban un programa más nítidamente de izquierdas, echaban de menos la movilización ciudadana frente a la parsimonia institucional y querían más caña y mas leña en general. La decisión de votar 'no' al candidato Sánchez y la falta de acuerdo con los socialistas no tuvo nada que ver; seguramente la única cosa en la que estarán de acuerdo con los socialistas: ambos creen firmemente que su incapacidad para ponerse de acuerdo únicamente genera costes para el otro.
Solo el tiempo dará y quitará razones. Pablo Iglesias ha tenido un éxito incuestionable en su estrategia de convertir la asamblea de Podemos en un plebiscito sobre su persona, antes que en una decisión sobre las razones de la decepción electoral de junio o la estrategia de futuro. Los resultados de las siguientes elecciones dirán el coste exacto y cómo se amortiza una victoria lograda sobre una exposición personal eficaz a corto plazo, pero potencialmente abrasiva a medio plazo. Ha ganado y ahora le corresponde asumir todo el poder y toda la responsabilidad.
A Íñigo, permítanme que le llame así en esta tradición tan de izquierdas de llamarse por el nombre de pila entre puñalada y puñalada, le corresponde decidir si se aparta y deja el camino libre al líder poniéndose a su entera disposición o se dedica a una soterrada guerra de guerrillas, buscando preservar cuanto pueda en territorio y recursos organizativos.
La lealtad y la inteligencia política deberían a llevarle a apostar por pasar y ver pues el tiempo corre a su favor. Los intereses a corto plazo y la urgencias del momento pueden tentarle a embarcarse en la opción guerrillera. Una elección que antes o después se acaba pagando; igual que ganar las asambleas avisando de que si pierdes, te vas.