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Desguace real

El rey Juan Carlos.

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Ha pasado más de un lustro tras la abdicación del rey Juan Carlos I, un tiempo razonable para afirmar con alguna seguridad que, si aquella sorpresiva jugada buscaba asegurar el futuro de la monarquía constitucional española, ha fracasado o, en una lectura más benévola, solo ha logrado convertir en un lento y traumático desguace aquello que podría haber supuesto un derrumbe estrepitoso.

Mientras hay vida, hay esperanza; sostendrán los monárquicos más creyentes, consolándose en la comparación con ese otro escenario tan mortífero como posible. Casi seis años de desgaste institucional insoportable para instituciones como una Hacienda Pública que reconoce facturas donde no las hay, o una Justicia evidentemente miope, o ese callar y otorgar de los dos grandes partidos en aras de la protección de la monarquía se han convertido en un precio caro de seguir pagando; dirán aquellos cuya primera preocupación resida en el equilibrio de la democracia, antes que en la forma del Estado.

El caso Noos hizo emerger esa realidad tantas veces negada: en torno a los Borbones también se había restaurado la corte de los milagros, más pequeña, más brilli-brilli, pero igualmente corrupta. Ni las lágrimas ni el viaje del plebeyo Urdangarín a los USA pudieron ocultarlo. Aunque ahora prefiramos no recordarlo, la mayoría suscribimos alguna vez la tesis de que España no era monárquica sino “juancarlista”. Ese enorme crédito permitió al emérito salir del episodio africano malherido en la cadera, pero salvando la suerte con aquel “Lo siento mucho, no volverá a ocurrir”. La abdicación iba a operar como cortafuegos y habría funcionado si se hubiera cumplido la condición necesaria que debe cumplir todo cortafuegos para servir como tal: las llamas mueren con él.

El emérito no es un cortafuegos, es una bomba incendiaria y haber perdido la inviolabilidad actúa como su acelerante. Lo único que hoy separa a Felipe VI del incendio reside en la afirmación de no haber participado, consentido o conocido las andanzas de su padre. Una línea tan fina que no va a tardar en caer; bien por causa de esa sospecha (48% en la encuesta de 40dB 12/10/20) que se extiende en los sondeos cuando el último escándalo solo avisa el siguiente y que ningún notario del mundo podría disolver ni con todas las actas de renuncia del mundo; bien por causa de la aparición de alguna prueba que, con razón o sin ella, sostenga lo contrario; bastaría algún papel perdido y misteriosamente redescubierto o algún testimonio de fortuna en busca de su propia suerte.

El persistente silencio de la Casa Real, solo roto por un comunicado oportunista al día siguiente del primer estado de alarma de la pandemia, evidencia la notoria fragilidad de la posición del Rey. Únicamente le sirve hablar para fulminar a su padre, privarle de la condición de emérito, restaurar una parte suficiente de cuanto pueda haberse detraído al erario público e iniciar la revolución de la transparencia en el funcionamiento de la Casa Real. Todo cuanto no sea eso solo acelerará el desguace; resultará tan contraproducente como este intento emérito de regularizar la pedrea para ver si le toca el gordo.

Un anuncio de tal calado presenta dos problemas. El primero afecta a la credibilidad. Demanda la absoluta seguridad de que nadie, ni nada, puede siquiera poner en duda la absoluta desconexión filial de los negocios y artefactos paternos. El segundo asunto concierne a la legitimidad. Aquel hoy tan vergonzante juancarlismo ha constituido la fuente primordial de la legitimidad de Felipe VI. Quemando a su padre, se achicharra a sí mismo. Tratar de sostener que debe separarse a la persona de la institución, cuando la persona constituye la principal fuente de legitimidad, se convierte en una defensa perversa; además de la pérdida de un tiempo del cual la Casa Real ya no dispone.

Felipe VI tuvo la oportunidad de generarse su propia legitimidad como un rey para el siglo XXI, capaz de representar una España plurinacional, diversa, moderna y también contradictoria; pero la perdió el 3 de octubre de 2017, cuando eligió contentar exclusivamente a una parte. Recomponer semejante daño exige mucha audacia. El catastrófico error de aquella alocución, propia del siglo pasado, emerge ahora en toda su magnitud, ante la evidencia de un monarca tomado como rehén por la dialéctica tóxica de la ultraderecha, a quien una sociedad que se autoubica mayoritariamente en el centro izquierda (4,8) sitúa muy a su derecha (6,5).

La función principal de un monarca constitucional reside en la representación. Para cumplirla satisfactoriamente conviene parecerse un poco, siquiera un poco, a la mayoría de los representados.

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