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Economía de autoayuda

Miguel Roig

De un tiempo a esta parte el número de libros de autoayuda referidos a la relación que mantenemos con el dinero se ha disparado de manera curiosa. Algunos dan consejos para obtenerlo. Otros para conciliar una dinámica de difícil solución, ya que, a fin de cuentas, el dinero es un intangible, un fetiche de culto traumático, que hasta el Banco Central Europeo admite como tal al establecer la existencia física de solo un euro de cada cien. Sin duda, la gran crisis que atravesamos, generada por el dinero financiero, lleva a muchos a otro tipo de crisis, una supuesta crisis de fe, por ejemplo. Llama la atención porque la fe configura otra clase de valor, también intangible, mediante el cual la religión católica alcanzó una primera globalización a partir del siglo quince. Así como el dinero circula materialmente a través de la moneda, el catolicismo alcanza una dimensión tangible a través de la comunión. Aunque son valores que cotizan de manera distinta, desde los púlpitos de la autoayuda se trata a los infieles monetarios de analfabetos financieros del mismo modo que la Iglesia trataba de ignorantes a los infieles aborígenes del nuevo continente a los que se debía convertir a la fe.

Un analfabeto financiero sería aquel que, debido a una mala educación, comete errores e incurre en tropiezos que le llevan a la ruina. Estas terapias monetaristas inducen a llevarse bien con el dinero y sugieren que, como en todas las relaciones humanas, si se parte del odio o el rechazo, lo único que cabe esperar es un destino con bolsillos vacíos. Ese relato didáctico nos enseña que cada peso que poseemos responde a una creencia, un hábito, una emoción o un talento. La posesión de mucho dinero, según ese discurso, se debe al devoto seguimiento de los vaivenes del mercado, de lo cual se deduce que una praxis adecuada llevaría al logro de una buena fortuna. El camino del hábito, por su parte, equivale al ahorro constante. Pero en este caso, se omite el misterio de la fe: dónde conseguir primero el sujeto de la acumulación, es decir, ¿de dónde sacar el dinero? La manera emocional de relacionarse con el dinero puede que sea la más sana: es la que lleva a robarlo para después gastarlo. Ya decía Brecht que veía más delito en la creación de un banco que en su saqueo. Por supuesto, el desgaste emocional por su carencia es traumático, pero la autoayuda omite esta consecuencia dejando fuera de juego al afectado, asegurando que quienes son incapaces de obtener dinero por la vía emocional no es que carezcan de sentimientos sino que los están dirigiendo de manera ineficaz. Por último, se menciona un camino obvio para obtener dinero: el talento. De tenerlo, la consecuencia es inmediata.

Si no funciona el seguimiento, el hábito de ahorro o se carece de talento, el paso siguiente para terminar de convencer al infiel de sus errores es la ausencia total de una catequesis al respecto. Esto se argumenta diciendo que en la formación reglada se estimula el trabajo pero no la voluntad de ganar dinero, y aunque esto se suele expresar de manera literal, hay otras formas un poco más sutiles: el sistema educativo enseña una profesión pero no instruye sobre cómo se puede vivir de ella. A la espera de que el sistema evolucione y nos acerque las herramientas necesarias para sobrevivir en la posteconomía, (como cuando llegó la inteligencia emocional hace un par de décadas para ayudarnos a comprender algo que ya figuraba en la lírica de los cursillistas con eso de que “una sonrisa vale más que todo”), irrumpe con fuerza la “inteligencia financiera” con gran número de reglas que contribuyen a una gestión correcta del dinero. Es importante destacar que siempre se habla de gestión, emprendimiento o rentabilidad, nunca se propone una pedagogía para obtenerlo. En esto también se parece a la fe o al amor: está dentro de uno y no tiene sentido buscarlo fuera. El problema surge cuando se busca en los bolsillos.

La inteligencia financiera maneja un campo semántico que excluye las palabras relacionadas con la pobreza y consolida aquellas relacionadas con la prosperidad. Entre las primeras se encuentran: fácil, crisis, miedo, subvención, problema. Entre las segundas, más importantes: compromiso, crear, confianza, talento, solución. La idea que se transmite, entonces, es que si pensamos que algo puede ser fácil, caemos en un error garrafal: hay que subir la cuesta para alcanzarse a uno mismo o, al menos, conseguir un puñado de euros. Admitir la crisis es sufrirla, y esperar una subvención es negar la propia capacidad de generar recursos. Por el contrario, la confianza y el talento son llaves monetarias que llevan al mejor destino: una solución.

El remate de este monetarismo existencial reside en la aseveración que trabajar sólo por dinero conduce a la ruina vital, algo que se verifica en la alarmante cifra del ochenta por ciento de la población ocupada que está abocada a tareas con las que no se identifica. Se afirma que, en el largo plazo, la clave del éxito reside pura y exclusivamente en dedicar el tiempo a trabajos que respondan solo a impulsos vocacionales. Si se asume que el desempleo empieza a ser una pandemia estructural, que la ausencia de un trabajo fijo y digno pasa a tener carácter aspiracional para la mayoría de la población y que la retribución por el poco empleo existente es ínfima, los problemas que pretende resolver la autoayuda tienen una sola salida: la política. Y no hay que ser politólogo para plantear este encuadre. Basta con ser rico. El inversionista y empresario estadounidense Warren Edward Buffet, quien según la revista Forbes fue el hombre más rico en 2012 después de su compatriota Bill Gates, el mexicano Carlos Slim y el español Amancio Ortega, declara, textualmente, que “hay una guerra de clases, de acuerdo. Pero es mi clase, la clase rica, la que está librando esa guerra… y la estamos ganando”.

En 1992, James Carville, estratega de la campaña electoral de Bill Clinton, escribió la frase que haría ganar la elección al candidato demócrata frente a George Bush padre: ‘es la economía, estúpido’. Pero está visto que el problema del dinero, concretamente su redistribución, no es económico, es político. Por tanto, si hay que recurrir la autoayuda está debe estar orientada en la reescritura de la frase de Carville.

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