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Que empiece ya, que el público se va

El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez.
17 de octubre de 2023 22:36 h

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En los días en que Felipe Campuzano actuaba en el Florida Park, y el 151 competía contra el 143 en la carrera de las autonomías, la gente esperaba de otra manera. Hoy espera cada cual en su casa, o en su tablet (a falta de casa), pero antiguamente esperábamos en mogollón, en la calle, en los cines, en las fiestas municipales y, cuando la cosa se retrasaba, el respetable coreaba al unísono: ¡Que empiece ya, que el público se va!

Para ser respetable, es necesario tener dinero. Lo dijo el Arcipreste de Hita: “Hace mucho el dinero (...), al torpe hace discreto, hombre de respetar”. No es que en los tiempos de Felipe Campuzano el personal estuviera más acomodado que hoy. Al contrario, y por tal razón había antes tantos acomodadores, pues la gente aún no estaba acomodada. Lo que pasa es que al público se le llamaba respetable porque la esperanza es lo último que se pierde.

Hoy, ya hemos perdido el respeto, que es lo penúltimo. Fueron, primero, los líderes políticos quienes se lo perdieron a la gente. El reciente acoso en el tren, por parte de un tipo de dudoso historial, al político socialista Óscar Puente había sido preconizado décadas atrás en la bronca con que abucharó el Muy Honorable Jordi Pujol a un vecino de Santa Coloma, que apedreó el coche del President a su paso por el descampado donde se manifestaba. Pujol mandó parar al chófer, se bajó del automóvil y, ante los políticos que le acompañaban y el resto de los vecinos de los bloques, le metió un chorreo descomunal al manobra con el fin de enseñar a todo el mundo quién mandaba ahí, es decir, en Catalunya.

No es lo mismo ser Honorable que Respetable. Se trata de una cuestión de dinero, de posición social. Entre la agresión al vecino de Santa Coloma y la que sufrió el diputado socialista, se extiende una gradación de agresiones que, al ir de actor mayor a menor, recibe el nombre de degradación.

España es un país de frases, que tiene un himno nacional sin letra. Lo que más le gusta a un español, y a una española, es repetir las frases que ha oído en la tele. No hemos dado filósofos universales, inspiradores de ideas elevadas, un Hegel, o un Kant, o un Georges Moustaki, o gente así; pero a cambio el destino nos ha provisto del dúo Sacapuntas, que nos permitió ir por la vida diciendo: ¿Cómo estaba la plaza...? Cuando, adecuándonos a los tiempos que corren, nos ha parecido demasiado complejo utilizar frases enteras, hemos acudido a creadores de palabras sueltas. Primero lo intentamos con Arguiñano, pero enseguida Chiquito de la Calzada le tomó el relevo. Arguiñano fue el Bécquer del siglo XX (salmorejo eres tú). Por la luz de sus términos, por su depuración del léxico, Chiquito ha sido un Juan Ramón Jiménez que, en vez de Arias tristes, ha dicho Arias Cañete. Como todos los buenos poetas, Chiquito es intraducible a ningún idioma, pues en sí mismo él es un idioma.

“¡Que te pego, leche!”, esta frase hizo vibrar a toda España en el camino hacia la humillación de la vida política. Poniendo el brazo en forma de Z, como una rémora del Zorro justiciero, el delictivo empresario Ruiz-Mateos agredió, en los madrileños juzgados de plaza Castilla, al exministro de Hacienda, Miguel Boyer, que le había expropiado su imperio, Rumasa. Que te pego, leche, es la manera moderna de decir ¡Santiago y cierra España! Significan lo mismo. En esto, Ruiz-Mateos fue un innovador, ya que puso al día los lemas nacionales y actualizó nuestra patriótica consigna. Repitiendo su frase entre bandejas de bravas y minicortos de cerveza, los españoles entraríamos de lleno en la cultura del pelotazo. Pero este es otro episodio nacional.

Dos días después de que, durante un debate electoral en la cadena de televisión La Sexta, el candidato Pedro Sánchez le soltara a bocajarro al candidato y presidente en funciones, Mariano Rajoy, que no era una persona decente, y de que este le contestase, a su vez, que nunca en su vida se había topado con alguien tan “ruiz (sic), miserable y deleznable”, Mariano Rajoy fue agredido por un chaval en plena calle, en Pontevedra. Todo lo que sucede en nuestras almas está explicado en el ensayo de Sigmund Freud 'Psicopatología de la vida cotidiana' (Alianza Editorial, 2011). Desde que se puso de moda Ruiz-Mateos, en España nadie dice Ruiz impunemente. ¡Qué digo, desde Ruiz-Mateos! ¡Desde Pablo Ruiz Picasso! Más aún, ¡desde el inicio de nuestra esencia como nación! ¡Desde Ruy Díaz de Vivar, el Cid! Con su lapsus linguae, Rajoy le recordó a Pedro Sánchez que en España solo se gana después de políticamente muerto, que estar vivo es poca cosa en esta tierra de místicos.

El puñetazo a Mariano Rajoy, propinado por un menor (tenía 17 años y era el hijo de una prima de la mujer de Rajoy), aquel ataque violento, que hizo tambalearse al presidente de Gobierno y estrelló sus gafas contra el suelo, es ya una agresión moderna, actual. La de los pacientes contra los médicos en los ambulatorios. La de los padres, y alumnos, hacia los profesores en las escuelas. “Le pegué porque tenía dos sueldos”, dijo el agresor, y su frase se convirtió en titular. También es una frase moderna.

No es casual que las agresiones a Puente y a Rajoy sucedieran inmediatamente después de haberse significado ambos en la tele. Hay aquí una psicopatología de la vida cotidiana. La televisión nos deshumaniza. A quien sale en las pantallas, lo convierte en personaje. De nada sirve intentar expresarse bien. Querer dar lo mejor de uno mismo. Ya nadie lo intenta. El clima general de la programación ha dinamitado el criterio, el gusto. Antiguamente, a los famosos se les llamaba personalidades (una personalidad del cine, del teatro, de la política...), pero ahora les decimos personajes. Hemos rebajado su categoría. El alud de imágenes ha hecho añicos a la persona. Quienes aparecen siempre en la tele pierden su derecho a estar en la vida y, si se les ve fuera de la pantalla, se les juzga ajenos a la realidad. Incluso, se les agrede.

Superada la fascinación del pueblo (o más bien, de sus votantes), ante la demostración de poder de un Pujol iracundo y tiránico; superada la risa de la gente ante la evanescencia del poder en el ataque de un empresario arruinado a un ministro abrazado a la beautiful people; superados el asombro y el estremecimiento por la inexistencia definitiva del poder en aquella plaza de la Peregrina, en Pontevedra, el paso siguiente, que se plasma en la intimidación al parlamentario socialista Óscar Puente, ha sido jalear a su agresor desde las filas de los políticos rivales, ponerse sin ambages de parte de quien agrede.

Hace ya una legislatura que vemos cómo la alternativa a una España Frankenstein es una España zombi. Pero el regreso de los muertos vivientes ha fracasado, esta vez le han faltado votos en el Congreso, y ahora resulta que tampoco se sabe si la criatura de Frankenstein cobrará vida o quedará inerte para siempre. En el cine, el momento decisivo es cuando le injertan el cerebro a la criatura. Muchas veces se trata del cerebro de un convicto, y así sale el monstruo. Pero este no es el caso, lo que le falta ahora para ponerse a andar son los pies. Por eso se está volviendo todo tan “piedigüeño”.

¿Logrará Pedro Sánchez poner en marcha su nueva creación? ¿Escaparemos finalmente de los zombis aunque sea dando traspiés? Larga se ha hecho la primera parte, con Feijóo hablando en chino, y por eso en vez una investidura rápida ha sido una investidura lápida. Pero también inacabable se hace esta parte de Sánchez, de modo que nadie sabe si finalmente acabará tirando a la niña de las flores al río para ver si flota, o más bien todo saldrá a flote. Mientras tanto, el respetable se revuelve en sus butacas impaciente, cantando a coro: ¡Qué empiece ya, que el público se va!

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