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Un fragmento de la larga historia de violencia contra las mujeres

El volumen de abusos y agresiones de carácter sexual está creciendo de una manera alarmante en Aragón

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Cuando Belén López Peiró tenía 22 años, decidió romper el mayor silencio de su vida: denunciar a su tío Claudio por abuso sexual durante su infancia y adolescencia. Comenzó a narrar su historia en un taller literario y, la primera vez que compartió sus textos, lo hizo en voz alta: «Mis manos tiemblan. Tomo aire. No explico. Empiezo. Leo todas las voces juntas y cuando termino siento cómo mi cuerpo ahora liviano se desploma en el sillón». 

De aquella experiencia, salió su primer libro, Por qué volvías cada verano, (Las afueras, 2018). La historia que comenzó a escribir en primera persona se convirtió en un registro de voces, todas las voces que tenían algo que decir sobre su abuso sexual (la de su madre, la de su padre, la de su hermano, la de la pareja de su madre en aquellos años, la de su abogado, la de su pediatra, la de su psicóloga, las voces de sus primas, de sus tías y hasta de alguna expareja). Cada una de aquellas voces era una pieza del puzle con el que tenía que armar su historia de violencia, cómo su tío, el marido de la hermana de su madre, comenzó a abusar de ella cada verano desde los 13 a los 17 cuando ella iba a pasar las vacaciones a su casa. En una entrevista a propósito de Por qué volvías cada verano, la autora explica: «En ese mismo lugar donde yo estaba sentada escribiendo mi historia es donde él [mi tío] se había cambiado de ropa antes de que sucediera todo. Escribí en primera persona y cuando terminé me salió otra voz, me salió la voz de mi tía, me salió la voz del abogado… Vi los fragmentos, y vi que tenía la posibilidad de la polifonía. La había estudiado mucho y había leído libros polifónicos como el de Svetlana Alexievich, Voces de Chernóbil».

Cuando publicó el libro, faltaban algunos años para que estallara el #MeToo. Millones de mujeres y niñas en todo el mundo sufren abusos y violaciones y callan. Todavía hoy es algo difícil de contar. Por un lado, está el trauma: «Yo soy la única que pone el cuerpo. Pero ¿qué se supone que es reparación? ¿Olvidar? ¿Soltar? ¿Dejar atrás? ¿Se puede reparar un cuerpo como se repara una taza rota? ¿Se verán las fisuras? Los surcos que deja el pegamento seco, por fuera y por dentro, las marcas en la mente», se pregunta López Peiró. Y, por otro lado, está el lugar que ocupará esa niña, esa mujer en la sociedad desde que sea considerada una víctima. Hace algunos años, Virginie Despentes lo expuso muy honestamente en su libro Teoría King Kong: Cuando una mujer denuncia, cuando una mujer habla alto y rompe el silencio en torno al abuso sexual o la violación, todo el dispositivo de vigilancia de las mujeres se activa y estalla el cuestionamiento, la puesta en duda, la culpabilización: «¿Qué es lo que quieres?, ¿que se sepa lo que te ha sucedido? ¿Qué es lo que quieres?, ¿que todo el mundo te vea como a una mujer a la que eso le ha sucedido? Y de todos modos, ¿cómo es posible que hayas sobrevivido sin ser realmente una puta rematada? Una mujer que respeta su dignidad hubiera preferido que la mataran».

Cuando el libro de Despentes se publicó en 2006, apenas había bibliografía sobre violencia sexual. Yo llegué a Despentes en 2009 y leerla me ayudó a entender que aquello que le había pasado a una amiga en nuestro Erasmus —despertarse desnuda en su cama con un tío que apenas conocía y no recordar absolutamente nada— fue una violación y no una “noche loca” como muchos lo llamaron. La manera en la que mi amiga se transformó y engordó hasta casi desaparecer entre pliegues de carne y ropa solo podía considerarse un mecanismo de autodefensa: cuanto más desapercibida pases, más posibilidades tienes de sobrevivir. Después de Despentes vinieron muchas otras escritoras como, por ejemplo, Roxane Gay que contó en Hambre cómo llegó a engordar hasta los 261 kilos para enterrar su cuerpo después de una violación en grupo cuando tenía 12 años.

La literatura es poderosa, permite articular el dolor y el trauma y recuperar de alguna manera el control sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos. O, al menos, liberarnos de la pesada carga que supone tener que lidiar con esa identidad rota, vulnerada el resto de la vida. Pero no es tarea fácil. Gay confiesa que se vio obligada a examinar secretos que encerraban una gran culpabilidad: «Me he abierto en canal. Estoy expuesta. Y esto no es nada cómodo (…) Estoy decidida a ser más que un cuerpo, más que todo lo que mi cuerpo ha soportado, en lo que se ha convertido». 

Tres años después de aquel primer libro, López Peiró publicó Donde no hago pie (Lumen, 2022), que se inicia en el momento en que elevan su causa de abuso sexual a juicio oral. He leído los dos libros seguidos conteniendo el aliento. Han sido lecturas tan incómodas que muchas veces me he visto empujada a lanzar el libro por los aires y correr a la calle, ver algo de cielo, de sol, las muchachas caminando como si no pasara nada. He sentido rabia, una rabia capaz de llevarme de vuelta a la violencia. Y al final, todo lo que queda después de la lectura es un profundo agradecimiento hacia su autora. El pasado, dice Gay, está descrito en el cuerpo y una mujer tiene que cargar con él todos y cada uno de los días y es como si ese pasado pudiera matarnos. López Peiró cuenta que, desde que publicó el primer libro, se levanta cada día con el mensaje de una mujer que quiere contar su historia de violencia. Supongo que hablar de la violencia, nombrarla, darle espacio y relevancia es una forma de hacer la carga menos pesada. Supongo que, si compartimos la carga entre todos, algún día las mujeres podremos caminar livianas, sin el peso de esa larga historia de violencia sobre nuestros cuerpos. 

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