El grito
Mucho se habla estos días de un vídeo de menos de cuatro minutos de duración que muestra a la novel escritora Ana Iris Simón denunciando la realidad desoladora en que viven hoy muchos jóvenes en España. Como era de esperar, políticos y tertulianos se han enzarzado en una disputa para definir si el alegato es “de izquierdas” o “de derechas” con el fin de determinar a quién se dirige el ¡zasca!, cuando lo que ha resonado es un grito de angustia generacional que debería escucharse atentamente, con humildad y sin prejuicios partidistas. Lo cual no implica desconocer el chirrido que producen ciertos valores subyacentes al discurso.
Simón cuenta que tiene 29 años y espera su primer hijo en una situación de extrema precariedad laboral. Dice envidiar la vida de sus padres cuando tenían su edad: vivían en un pueblo toledano de mil habitantes, tenían ya una hija y esperaban un segundo crío. Su madre era cartera, con oficina en su propia casa. “Tenían hipoteca, coche y termomix (…), pero sobre todo tenían la certeza de que podrían mantener sus trabajos, a sus hijos y pagar la hipoteca”, dice. Ella, en cambio, siente que va a dar “un salto al vacío” con su inminente maternidad. “No tengo coche y no tengo hipoteca, y si no los tengo, es porque no puedo”, afirma. El vértigo ante la desaparición de las certezas lo retrató con desgarro Stefan Zweig en El mundo de ayer, en su caso a raíz del desmoronamiento del Imperio Austro-húngaro.
Según el relato de Simón, el mundo estable y predecible de sus padres lo destruyeron la globalización y el sometimiento al capitalismo europeo. Estos acarrearon el desmantelamiento del tejido industrial, el vaciamiento rural y un desarrollo depredador del sector turístico y de servicios que convirtió a España “en el Marina d’Or de Europa” para beneficio de unos pocos. Dice que, en los años 70, su abuelo mantenía ocho hijos “con dos hectáreas de vides”, mientras que hoy, un primo suyo dedicado a la agricultura apenas puede sacar adelante a sus tres hijas. “La aldea global arruinó la aldea real”, sentencia. Los grandes afectados en ese proceso han sido los jóvenes, golpeados con un paro del 40% y unos salarios “un 50% más bajos que en los años 80”. Todo ello ha tenido un fuerte impacto demográfico, al retrasar hasta los 32 años la edad promedio en que las mujeres tienen su primer hijo, eso en el caso de que decidan tener descendencia. Critica la escritora que, ante la falta de políticas que estimulen la natalidad, España se vea en la necesidad de acoger inmigrantes “para que nos paguen las pensiones”, con lo que “no les estamos permitiendo que paguen las de sus padres y sus abuelos en sus países de origen”. “Eso me suena a robarles la mano de obra a los que hace siglos les robamos el oro”, dice.
Frente a este panorama sombrío, lanza algunas propuestas: políticas de acceso al trabajo y la vivienda, regulación inmobiliaria “sin medias tintas”, reindustrialización del país, apoyo a los productos locales “frente a los de afuera”, beneficios fiscales a las familias, fomento de la natalidad y escuelas gratuitas de cero a tres años. La derecha no ha tardado en aplaudir, como si fuesen propias, las referencias a la natalidad y la familia, omitiendo que esa ha sido también una preocupación de la izquierda; pero la realidad es que una y otra han fracasado, como lo demuestra el hecho de que España presenta hoy una de las tasas de natalidad más bajas del mundo.
Para quienes hemos crecido en un mundo ideológico binario, un discurso como el de Ana Iris Simón nos puede resultar inquietante por sus ambivalencias, por sus planteamientos heterodoxos que dificultan el encasillamiento fácil a que estamos habituados. La globalización, por ejemplo, es un proyecto de la derecha liberal al que se ha acomodado la socialdemocracia, aunque con matices: mientras la primera la circunscribe al libre movimiento de capitales y mercancías, la segunda ha planteado –hasta ahora sin éxito- la necesidad de introducir mecanismos para que la mundialización, que considera irreversible, contribuya al objetivo de reducir la desigualdad en el planeta. La beligerancia de Simón contra la globalización y el capitalismo salvaje, con invocaciones a un pasado supuestamente idílico, refleja un sentimiento cada vez más extendido en amplias capas de la población mundial a las que el nuevo orden económico está dejando en la cuneta. Ese sentimiento no es nuevo. El ecléctico sindicalista agrario francés José Bové ya lideraba potentes protestas antiglobalización en los 90, pero estas se desinflaron tras los atentados de las Torres Gemelas. El malestar, sin embargo, persistió y hoy lo están intentando capitalizar los populismos, en especial los de extrema derecha, ante la falta de argumentos convincentes de los defensores de las bondades de la globalización.
El mensaje de Simón de que carece de coche e hipoteca, no porque no quiera sino porque no puede, seguramente reflejará las aspiraciones de una parte de los jóvenes de su generación, pero no la de otros, partidarios de una movilidad más limpia y de una expansión de la oferta de viviendas de alquiler con precios regulados, que frene la cultura del ladrillo, como existe en Berlín y en otras ciudades europeas. Por otra parte, achacar a la globalización el abandono del mundo rural no hace del todo justicia a la verdad, porque el fenómeno migratorio del campo a las ciudades se disparó en España en los años 60, con el desarrollismo del franquismo tardío. Cuenta la escritora que, en los años 70, su abuelo mantenía a la familia con dos hectáreas de vides, pero más adelante afirma que la migración fue “un trauma” para su abuelo en los años 70. No sé si se refiere a experiencias diferentes de sus abuelos paterno y materno, o a dos momentos distintos en la vida de uno de ellos, pero en cualquier caso evidencia que las cosas no eran del color de rosa en aquellos tiempos.
Sostener que, al recibir inmigrantes, les estamos impidiendo que paguen las pensiones de sus padres y abuelos en sus países de origen, es una simplificación excesiva que puede dar alas a inquietantes interpretaciones. Si millones de africanos y latinoamericanos vienen a Europa, dejando atrás a sus familias, es por necesidad y porque los sistemas de pensiones en sus países, si existen, son frágiles y precarios. Bastaría hablar con cualquiera de estos inmigrantes para saber que las remesas que envían a los suyos y los pocos euros que ahorran en Europa les resultan mucho más rentables que la perspectiva de una miserable jubilación en sus tierras.
La intervención de Ana Iris Simón tiene debilidades argumentales y encierra una mezcolanza de valores en los que pueden reconocerse tanto la derecha como la izquierda. A mi modo de ver, exhala cierto tufo conservador. Pero, más allá de las etiquetas que nos veamos tentados a ponerle, debe tomarse muy en serio. Porque no estamos ante un discurso académico o político, sino ante un grito. El grito de una generación que se siente maltratada, extraviada, sin horizontes y traicionada por la generación de sus padres. Un grito al que habrá que dar una respuesta política o, si se quiere, ideológica. Pero primero hay que saber escucharlo.
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