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Hijos de putero

Valla publicitaria de un prostíbulo de Murcia, vandalizada

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Los insultos son una categoría importante en la lengua y un indicador muy preciso de cómo piensa y siente una sociedad. Por mucho que el funcionamiento social pacífico nos lleve a tratar de evitar insultar a las personas directamente -aunque a veces lo hacemos de todos modos-, nada nos impide, a lo largo de una conversación, insultar a quien no está presente y no puede oírnos, o a una figura pública que, por obvias razones, no se va a enterar de nuestro calificativo.

En español, y en varias otras lenguas de las que conozco, es relativamente frecuente que, cuando alguien te cuenta algo sobre el comportamiento despreciable de una persona, reaccionemos diciendo “¡qué hijo de puta!” (o “qué hija de puta”, por supuesto; en el terreno de los insultos siempre hemos sido muy equitativos, aunque de una mujer se puede decir “puta” directamente, insultándola en sí misma y no a través de su madre). En el caso de un hombre, también es bastante habitual llamarlo “cabrón” o “cabronazo”. “Cabrona” se oye, pero mucho menos.

Siempre me ha llamado la atención -al fin y al cabo llevo toda la vida usando la lengua como única herramienta de mi profesión- ese afán que tenemos quienes hablamos en castellano de insultar por persona interpuesta y, además, mucho más llamativo, que esa persona interpuesta sea siempre una mujer.

Cuando se dice “hijo de” a quien se está insultando es a su madre, a pesar de que no suele tener demasiada culpa del comportamiento actual de su vástago. Cuando se dice “cabrón” se pone en duda la honestidad y fidelidad de su esposa. El tercer insulto más frecuente contra un hombre es “maricón”, “mariconazo”, y en este caso no es por persona femenina interpuesta, pero sí se trata de ofenderlo diciendo que, siendo hombre, se comporta como si fuera una mujer (claro que no es verdad, pero esa es la intención de quien insulta). No deja de resultar curiosa esa preferencia por denigrar y ofender a un varón a través de una mujer, en lugar de hacerlo personal y directamente responsable de su comportamiento.

Los insultos dirigidos contra un hombre que no pasan a través de su madre, su esposa o su parecido con una mujer son menos intensos y se refieren más bien a su capacidad intelectual o a la estupidez de su conducta, no a su maldad, su deshonestidad o su capacidad de dañar. Pienso en términos como “gilipollas” o “cretino”, que atacan directamente, pero no son tan fuertes como los otros. También tenemos los que usan animales, como “cerdo” o “burro”, pero ya no nos parecen tan potentes.

Si lo pensamos con calma, dice mucho de una sociedad el hecho de que las peores ofensas contra un hombre vayan dirigidas a las mujeres de su familia (aunque nadie piensa ya realmente en la madre o la esposa al proferir esos insultos). Lo que está claro es que somos una sociedad misógina, machista y patriarcal en la que seguimos considerando que un macho auténtico tiene la responsabilidad última sobre el comportamiento de las mujeres que están a su cargo o pertenecen a su círculo íntimo.

Hace tiempo que me molesta -¡con tanta atención que últimamente se le presta a la práctica lingüística adecuada, al lenguaje inclusivo y a la corrección política!- que los insultos hayan quedado sin cambios, como han sido toda la vida, y nadie se haya preocupado de ellos. Por eso propongo, para no desviarnos demasiado de nuestras ancestrales costumbres, sustituir el tradicional insulto de “hijo de puta” por “hijo de chulo” o “hijo de putero” en los casos en los que la persona que insulta quiere mantener la ofensa a la familia, o bien sustituirlos por “putero” sin más. Donde antes decíamos “qué hijo de puta es tu jefe”, por ejemplo, ahora podríamos decir “qué pedazo de putero es tu jefe”. Y eso no significaría necesariamente que pensemos que ese señor va con frecuencia a un club de carretera, igual que al decir “hijo de puta” tampoco nos imaginamos a su madre trabajando efectivamente en un burdel. Se trataría simplemente de desplazar la ofensa desde el comportamiento de una mujer al comportamiento de un hombre, que es a quien se pretende ofender.

En los primeros casos (“hijo de chulo”, “hijo de putero”) se insultaría a través del abominable y delictivo comportamiento de un hombre, no de una mujer -lo que ya representaría un cambio importante, para mejor-. Un varón que vive de esclavizar y abusar sexualmente de las mujeres merece todo el desprecio del mundo y, por tanto, utilizar “chulo” sería mucho más ofensivo. (Tenemos “proxeneta”, que es un poco más elegante, pero es difícil de decir y no tiene el ritmo silábico adecuado, sobre todo cuando quien insulta está lo suficientemente enfadado: “hijo de proxeneta” no suena igual de potente, la verdad.)

Veamos la otra posibilidad: “Putero”, referido al varón que alquila los servicios sexuales de mujeres con plena conciencia de que están siendo explotadas y, en la mayor parte de los casos, retenidas contra su voluntad, no es necesariamente insultante en sí: se refiere a un comportamiento lamentable, pero existente, perfectamente real. De hecho, el hombre que hace uso de burdeles, servicios de escort y similares ni siquiera podría, en puridad, ofenderse por el hecho de que se le llame putero. Tampoco se ofende nadie por llamar nadador a alguien que nada.

Lo que habría que tener presente es que lo denigrante de la prostitución no está tanto en la actividad que llevan a cabo las mujeres, sino en el requerimiento de los hombres. Ya en el siglo XVII Sor Juana Inés de la Cruz, una de las escritoras más inteligentes y desgraciadas de nuestra historia literaria, dijo en su conocidísima obra “Redondillas”: “Y ¿quién es más de culpar/aunque cualquiera mal haga?/¿La que peca por la paga/o el que paga por pecar?”.

Sin puteros, se acabarían los chulos y las prostitutas. Si no hay demanda, la oferta desaparece. Pero este es un tema social en el que quizá entre algún día, y ahora estábamos tratando de la lengua que recoge y perpetúa las realidades. 

Ya que el insulto parece necesario -califica, relaja, nos permite soltar vapor sin llegar a la agresión física- y que los que más fuertes nos parecen son los que hemos venido comentando, ¿por qué no esforzarnos por insultar a los hombres en sí mismos, no a través de las mujeres de su familia, o bien, si queremos continuar la tradición, insultarlos a través de los otros hombres de su círculo íntimo, llamándolos “hijo de putero” o “hijo de chulo”? Aunque esto último no deja de ser una barbaridad porque ningún hijo o hija tiene la culpa de las inclinaciones o actividades de su padre y no hay ninguna razón para hacerle responsable de ellas. Claro, que eso nunca ha sido óbice para los insultos tradicionales.

Durante siglos la familia fue el núcleo de la sociedad y, en ella, el hombre, el “cabeza de familia” era el jefe indiscutido y el responsable del comportamiento de todas las personas a su cargo, especialmente de las mujeres. Por ello se le podía insultar a través de su madre, su esposa (hijo de puta, cabrón), sus hijos e hijas (maricón, marimacho, tortillera...) e incluso de sus antepasados y parientes fallecidos (“me cago en tus muertos”). Ahora las cosas, aunque despacio, van cambiando. Es difícil ponerse de acuerdo en si la lengua va a remolque de la vida o bien si cambiando la lengua se puede, aunque solo sea un poquito y en un proceso muy lento, cambiar la realidad.

Conseguimos cambiar “mantenida”, “amante”, “zorra”, “putón” y otras lindezas, que es como se solía llamar a las mujeres que, sin estar casadas, convivían con un hombre, por “compañera sentimental” o “pareja”; borramos de la legislación “bastardo” e “hijo ilegítimo”, con lo cual también desapareció la palabra y el consiguiente insulto. ¿No podríamos dejar ya de insultar a los hombres a través del supuesto comportamiento de las mujeres?

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