Invitados, propietarios, desalojados
Que a España no la iba a reconocer ni la madre que la parió, creo recordar, fue una de las muchas ocurrencias verbales del hoy difuso Alfonso Guerra, a quien veo, en sueños y entre neblinas, sonriendo astutamente detrás de la imagen nauseabunda de Felipe González arrodillado para besar la mano de la princesa Leonor. Y ojo, que el adjetivo no viene a cuento del gesto en sí, por mí como si se marca un minué, sino por la expresión de éxtasis que aparece en el rostro del ex presidente. Parece a punto de comerse una lubina.
A Guerra, más que admitirle las dotes de adivino inminente hay que agradecerle su agudeza para distinguir el futuro a largo plazo: supo ver lo que iban a perpetrar los sucesivos gobiernos del PP, y muy sobre todo el último, el del escondido Rajoy, con los cimientos, los pilares, los capiteles y hasta las bóvedas de nuestro frágil Estado de Derecho. Lo han desvalijado decreto a decreto, ardid tras ardid, hasta convertir en irreconocible el sueño de la España que quisimos tener cuando quienes podían, precisamente los primeros Gobiernos del PSOE, se lanzaron a mejorar tan solo algo lo que tantos y profundos cambios requería.
De aquella superficialidad socialdemócrata a la española, que temió cabrear a los dueños del cortijo y a los de las catedrales, que tan reacia fue a reinstaurar los logros de la II República en materia de Enseñanza Pública y de Cultura para Todos -así, con mayúsculas-, viene la indefensión que ahora sentimos cada vez que leemos que nos han vuelto a colar de matute -como está ocurriendo con la Justicia, con la excusa del aforamiento real- un nuevo retroceso. A lo largo del tiempo nos fuimos conformando con los pequeños arreglos, los parches, los zurcidos, los torcidos ojales, los botones de mal encaje, los hilvanes a medias, los dobladillos apenas cosidos. Los gestos, las palabras, las pompas.
De aquella melindrosa actitud, más propia de invitados que entraron al banquete por la puerta trasera que de representantes del voto de la calle, viene esta lentitud con la que reaccionamos cuando nos toca comprobar, con indignación, que a lo tonto los únicos que nos hemos quedado a la intemperie somos nosotros. Una férrea educación en los valores republicanos -con el adosado “juancarlismo”, si queréis, como elemento verdaderamente transicional: es decir, breve-, y una expansión de la auténtica cultura, la que nos hace libres, por todos los rincones de España, nos habrían hecho más fuertes, más firmes, menos manejables. Eso sí, habríamos prestado menos atención a los eventos del V Centenario y de los JJOO 92, qué se le va a hacer.
Esto, por el pasado. En cuanto al presente, estamos despertando, pese a todo. Sin embargo, ningún chiste sobre el Rey Aforrado puede sustituir -por mucho que nos entretenga- lo que supondría organizar una buena caravana informativa de los derechos que tenemos derecho a reclamar, puesta en marcha desde abajo, a la manera de la República, por todos los caminos de España.
Y plantándoles cara a la subcasta de las Cifuentes, que por doquier moran.