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Juzgar a Martín Villa

Funeral por los cinco trabajadores asesinados por la Policía en Vitoria en marzo de 1976

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Creo que hay, al menos en lo relativo a Martín Villa, cierta confusión entre las categorías de lo jurídico y lo político en la causa criminal 4591/2010, en la que se investigan los crímenes internacionales cometidos durante la dictadura franquista y la Transición. Una cosa es el proceso político a la Transición, que se apoya a mi juicio en muy sólidas razones para poner en evidencia el relato edulcorado y acrítico que había pasado a consolidarse como versión oficial de la misma. Otra es un proceso penal, a una persona concreta, por crímenes de lesa humanidad. 

Resulta especialmente chocante que la querella persiga responsabilizar a Martín Villa de las muertes de los cinco obreros asesinados por la policía en Vitoria el 3 de marzo. Sabemos con bastante exactitud, y lo sabemos por varias fuentes coincidentes, lo que ocurrió aquel día en el interior del Gobierno, que se encontraba reunido cuando llegó la noticia del primer muerto. En lo que parece ser una reacción cuasi universal de cierto tipo de mentalidad de cachiporra y tentetieso, el presidente del Gobierno – Arias Navarro, un nostálgico del franquismo colocado ahí por el propio Franco, que había muerto hacía solo cinco meses -  echó la culpa “a los jueces que ponen en inmediata libertad a los detenidos”. Esto es, a los jueces de una dictadura que él encabezaba, y que siempre habían estado a las órdenes del poder.

Más allá de eso, lo cierto es que en aquel momento aconteció una de esas carambolas - pura chiripa - que trenzan la historia y la atan por completo a lo impredecible. El ministro que se debía haber ocupado de aquella crisis era el de Interior (de Gobernación, en la jerga de la época), que no era otro que Manuel Fraga. Quiso la suerte que se hallara de viaje oficial en Alemania, por lo que, en su ausencia, lo sustituyó el Ministro del Movimiento, un cuarentañero totalmente desconocido que respondía al nombre de Adolfo Suárez. 

Suárez y su mano derecha, Manuel Ortiz, no durmieron esa noche. Se mantuvieron pegados al teléfono, dando órdenes a las compañías policiales y militares desplegadas en Vitoria. Su principal objetivo consistió en aplacar al Gobernador Militar de la Región, que quería sacar al Ejército y aplastar aquello de modo todavía más expeditivo. Suárez logró que eso no sucediera y trató por todos los medios de que la violencia (la violencia policial, que era la que podía más o menos controlar) no se desatara. Fue durante esa crisis cuando el rey Juan Carlos se fijó por primera vez en ese osado chisgarabís - como le llama Cercas - que parecía hecho a la medida de su conveniencia: ambicioso, obediente y endiabladamente embaucador. Solo cuatro meses después lo nombraría presidente del Gobierno y entre los dos, con ayuda de Torcuato Fernández-Miranda, desmontaron las instituciones del franquismo. Luego, cuando en 1977 Suárez ganó las elecciones y voló libre, se enemistaron. Pero esa es otra historia. 

Los acontecimientos de Vitoria supusieron el punto culminante de la presión que la oposición ejerció en la calle. El momento en el que todo pudo desbordarse. No podemos saber qué hubiera pasado de haber estado Fraga en Madrid y no en Alemania, pero podemos sospecharlo. Cuando, con la crisis ya apagada, volvió de su viaje, acudió al hospital de la capital alavesa a ver a los heridos. En la entrada la gente le espetó a ver si venía a rematarlos. Unos días después declaró algo brutal: “el que no haya aprendido la lección de Vitoria, él verá lo que hace”. En sus memorias, publicadas cinco años después, se desprende la exacta catadura moral de su perspectiva sobre el mundo. Allí escribe, refiriéndose a su visita a Vitoria, que “solo en aquellas horas pude medir la verdadera profundidad del sacrificio que me había impuesto al servicio de España”. Esto es: sale de visitar a los heridos, en una ciudad con cinco muertos asesinados por la policía de una dictadura de la que él es parte, y en su cabeza el que se sacrifica es él. Esta es la perspectiva sobre el mundo de la persona que luego fundaría el PP, ese PP en el que hasta hace poco convivían tranquilamente los actuales seguidores de Vox.

Pero volvamos a Martín Villa. Durante los sucesos de Vitoria, él era el ministro de Relaciones Sindicales, sin mando en plaza en cuestión de orden público. A priori resulta extraño que la querella busque atribuirle responsabilidad jurídica alguna por unos hechos policiales sobre los que carecía de autoridad. Meses después, Suárez le nombrará ministro de Interior. En ese momento sí que asume responsabilidades evidentes al respecto. Pero su trayectoria no avala ninguna lectura en clave de “duro”, “nostálgico” o “militarista”. Todo lo contrario. Martín Villa aparece siempre como uno de los más inteligentes y preparados reformistas, un hombre empeñado en dejar atrás la institucionalidad franquista y facilitar la llegada de un régimen democrático. En noviembre de ese mismo año, 1976, se empleó a fondo en convencer a los aproximadamente 500 procuradores franquistas de que votaran a favor de la Ley para la Reforma Política, algo que para ellos suponía un suicidio, puesto que implicaba convocar elecciones. Tras varias semanas de negociaciones, presiones, amenazas veladas y sobornos camuflados (a algunos procuradores les pagaron directamente un conveniente viaje “sindical” a Panamá y Cuba precisamente los días de la votación), declaró: “menos acostarnos con ellos, hicimos de todo”. 

Por descontado, todas esas apreciaciones dibujan un semblante político, nada más. Y lo que se juzga en un juicio no son semblantes, sino actos concretos. Durante esos años pudo perfectamente, como ministro, no haber “adoptado todas las medidas necesarias y razonables a su alcance para prevenir o reprimir” la comisión de delitos bajo su mando, tal y como establece el artículo 28 de Roma que los querellantes esgrimen. Eso es lo que, en su caso, habrá que demostrarse fehacientemente. Pero, hasta donde alcanzo, no es por actos concretos por lo que parece juzgarse a Martín Villa. No escucho – al menos no escucho en el debate público, desconozco los vericuetos judiciales - pruebas, testimonios, evidencias de que en un determinado crimen policial Martín Villa dejó hacer (o incluso impulsó) esta o aquella barbaridad policial. Lo único que leo y oigo es que Martín Villa venía del franquismo, que fue falangista, o que durante su mandato como ministro de Interior la violencia policial fue enorme. Cosas muy ciertas, pero de escasa relevancia jurídica mientras no se demuestre – con pruebas concretas, no con biografías políticas - su aquiescencia o colaboración con alguno de los hechos referidos. Que la masacre de Vitoria, durante la cual él ni siquiera era responsable de la policía, se cite continuamente me hace pensar que se están confundiendo los planos de lo político y lo penal. 

Es asimismo extraña, por asimétrica, la equiparación entre los “Juicios de Madrid” y este concreto juicio a Martín Villa. Ambos procesos se acogen al mismo principio de Justicia Universal, y eso parece hermanarlos. Como se ha dicho, del mismo modo que en Madrid se pudo juzgar bajo ese principio ciertos asesinatos cometidos por la dictadura argentina, ahora en Argentina se pueden juzgar los asesinatos cometidos durante la Transición española. Pero, por muy crítico que uno sea con la Transición, no se puede comparar ni remotamente con el Golpe de Estado de Videla. Son, de hecho, procesos totalmente opuestos: uno es un levantamiento militar, el otro es el desmontaje de una dictadura.

Esa evidencia política se refleja también en la consistencia jurídica de las pruebas presentadas (repito: al menos en público) en ambos juicios. En Argentina las evidencias empíricas que señalan que los mandos militares fueron los responsables directos de las torturas, las desapariciones y los asesinatos son cuantiosas. En España la violencia policial – mientras no se demuestre lo contrario en cada caso concreto, cosa perfectamente posible en el juicio – no era una orden política recibida desde arriba, sino, más bien, fruto de elementos que por algo se denominan “incontrolados”. La labor de Martín Villa y la de sus sucesores fue muy compleja, tanto, que en noviembre de 1976 otro ministro del Gobierno Suárez, De la Mata, confesaba al entonces embajador de Estados Unidos que “el mayor problema del gobierno es el control de las fuerzas del orden (y en especial de la guardia Civil)”. 

Hay mucha miseria política en torno al relato que se ha establecido oficialmente sobre la Transición. La mayor muestra de esa miseria la constituyen, sin duda, las decenas de miles de muertos que inconcebiblemente siguen en nuestras cunetas bajo la paradójica etiqueta de una extrañísima “reconciliación”. Y hay muchas más muestras, aunque este no sea el lugar para enumerarlas. Someter a un juicio penal a la persona de Martín Villa no creo ni que sea justo con él, ni que nos ayude a limpiar esa miseria que heredamos. Quizás sea más eficaz preguntarnos por qué sabemos los nombres de algunos que ayudaron a traer la democracia solo cuando la sociedad les empujó a ello – los Martín Villa, Juan Carlos I, Suárez, etc – pero desconocemos los de los cinco muertos de Vitoria, que eran los que empujaban. Lo que el relato socialmente aceptado de los hechos debería contar es lo evidente, que fueron sobre todo ellos los que trajeron la democracia, no los de arriba. 

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