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La patria española como perpetuación del mal

Luces de la bandera de España en Colón, Madrid.

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Primero lo intentaron con el acoso en un domicilio particular en Galapagar. Después, optaron por el derribo, esta vez en las Cortes, a través de una estrepitosamente fracasada moción de censura al gobierno de Pedro Sánchez, que lo era, más bien, a la legitimidad parlamentaria de Pablo Iglesias y demás representantes electos de Unidas Podemos. Ahora se han decidido por amagar con el ruido de sables. Pasada revista a ese pelotón de carcamales que quiere “fusilar a 26 millones de hijos de puta” (entre quienes seguramente estamos tú y yo), se diría que lo de esos militares retirados no pasa de una charlotada. El problema es cuando, ellos sí, son legitimados por una formación política con 88 escaños cuyo líder alienta a “arriesgar la vida” frente al fantasma del comunismo, y por otra formación política con 52 escaños con diputadas que los llama “nuestra gente” (la misma gente del inmoral acoso en Galapagar, la misma gente del fallido derribo en el Congreso de los Diputados).

Que su gente se exaltara (a la manera golpista que le es consustancial) no era sino el siguiente paso en la avanzadilla de ese falso patriotismo que Larra ya identificó con el problema de España, ese “patriotismo inoperante” salvo para llenarse los bolsillos y ponerse condecoraciones (“Observa cómo se paga de aquel oro que adorna su casaca. ¡Qué de trapitos de colores se cuelga en los ojales! ¡Qué vano se presenta!”, escribe Bachiller en su artículo 'El mundo todo es máscaras', de El Pobrecito Hablador). Doscientos años después seguimos problematizados. Y el problema no está solo en los militares de los trapitos, sino en los suyos de Vox y en los conjurados del PP, que lo mismo aprovechan, unos, las aguas revueltas en Canarias por el drama migratorio como utilizan, otros, la bandera rojigualda a modo de elemento provocador, ya sea en pleno Paseo del Prado o en la rotonda de Montecarmelo. Allí, como falaz decoración de Navidad; allá, como redundante y desmesurada aserción. Provocador porque nada tiene de navideña esa bandera ni se justifica el gasto de su implantación. Insisten en que es la bandera de todos los españoles pero se la usa como enseña de las fantasías del fusilamiento de 26 millones de hijos de puta como tú y como yo: “Aquí yace media España. Murió de la otra media”.

Felipe VI el Confinado no ha dicho ni mu sobre la carta que le enviaron los presuntos patriotas. Se dice que quien calla otorga. Así que o el rey está otorgando o ha perdido la castrense capitanía general que ostentó ante Catalunya el 1 de octubre de 2017. Silencio cómplice o sospechosa cobardía. Resulta extraño que su cuarentena por coronavirus haya coincidido con la publicación de la misiva de sus expresos leales. ¿Por qué no ha aprovechado ese manifiesto deseo golpista para hacer una firme defensa de la democracia (y, por tanto, de la legitimidad del Gobierno de coalición) y, de paso, para tratar de afianzar su futuro de privilegios, como hizo su huido padre en febrero del 81? ¿Acaso ya da el trono por perdido? Desde luego, es preferible que el rey no diga nada. En una patria adelantada como la que anhelaba Fígaro, 200 años después no debiera siquiera haber un rey, mucho menos un rey que es heredero de la dictadura franquista.

No es de extrañar, sin embargo, que en este río revuelto de espurio patriotismo vuelva Esperanza Aguirre a intentar pescar alguna rana: “Casado y Abascal tienen que unirse porque son dos patriotas”. No se podía aclarar mejor la situación: ambos vienen de la misma charca y su problema es haber saltado a distintas orillas. A Casado y a Abascal (y a Aguirre y a los militares del “trapito de colores” y acaso a su capitán general) les une la intolerancia hacia el Gobierno legítimo, el odio hacia una izquierda con poder ejecutivo, la rabia de que no estén los suyos. Recurren a fantasmas (cubanos, venezolanos, bolivarianos) para asustar con sus fantasmadas. Apelan a una sola patria: la de su histórico sablazo estructural.

Pero el mayor peligro no son ellos, sino esos buenos españoles sin vocación crítica que los apoyan desde la sempiterna ignorancia de España que denunciaba Larra: con “el loco orgullo de no saber nada”. Habrá, pues, que volver a leerlo, recuperar al Duende para acallar el ruido de los sables: “Si me oye me han de llamar mal español, porque digo los abusos para que se corrijan, y porque deseo que llegue mi patria al grado de esplendor que cito. Aquí creen que solo ama a su patria aquel que con vergonzoso silencio, o adulando a la ignorancia popular, contribuye a la perpetuación del mal”.

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