Peor que la pandemia
La pandemia acabará algún día. No pronto, pero tampoco muy tarde. Las nuevas olas tendrán efectos menos graves que la anterior, como parece que ya está ocurriendo con ésta de ómicron. Gracias a las vacunas, que terminarán por llegar a los países más abandonados, y a las mutaciones del virus que, según muchos científicos, tenderán a ser menos agresivas. Lo que no va a acabar es la histeria que propagan algunos y que contagia a no pocos y que han hecho invivible el ambiente ciudadano que desde hace ya demasiado tiempo existe en España. Es a eso a lo que hay tener miedo. Porque si alguien no lo arregla, vamos hacia el desastre.
Hay un consenso bastante amplio entre los expertos demoscópicos de verdad -entre los que no se incluye la legión de propagandistas que cada día se hacen escuchar-, en que las encuestas actuales no sirven para hacer ningún pronóstico serio sobre lo que ocurrirá en las próximas elecciones, que es lo único que mueve a los partidos políticos. Dicen esos expertos que la opinión pública está aturdida por lo que se dice en la escena pública, cuando no hastiada de la misma y que en esas condiciones lo que se conteste ahora a los encuestadores tiene poco valor y puede cambiar sustancialmente en vísperas de las elecciones. Cuando menos en ese sector minoritario de la población que suele determinar el resultado de los comicios.
Sin embargo, la oposición, la derecha, actúa un día tras otro como si estuviéramos ya en campaña electoral. No hay que sorprenderse. El PP lleva en lo mismo desde hace años, desde que se acabó la época “tranquila” de Rajoy, cuando la ola de corrupción arrasó al partido. Y Vox no tiene más remedio que comportarse igual o peor, denunciando a un monstruo que se apoderado de los resortes del estado, el gobierno de coalición. E incendiando la convivencia ciudadana para acabar con la izquierda, a falta de un ejército al que llamar para que acabe con ella. La guerra interna en el PP, entre Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso, y el comportamiento antisistema de algunos jueces, de segunda e importantes, completa el panorama.
La pandemia, que acongoja al más templado de los ciudadanos, es inevitablemente el terreno en el que encuentra salida la disfunción política de la derecha, la extrema y la un poco menos extrema. Es cierto que están pasando otras cosas. Por ejemplo, que el conflicto catalán se ha amansado un tanto, nunca del todo, que la recuperación económica está en marcha y la última rectificación del INE lo confirma -¿nadie va a explicar por qué se equivocó tanto hace dos meses con el PIB del tercer trimestre?-, que parece que va haber acuerdo para la reforma laboral, que empiezan a recortarse los retrasos en la distribución de los fondos europeos. Pero los gabinetes de comunicación del Gobierno son incapaces de que esas informaciones logren hacerse un hueco razonable en medio de la avalancha informativa del covid.
Un repaso a la prensa extranjera, sobre todo europea, sugiere que en otros países no está ocurriendo lo mismo. Que en esos medios la pandemia importa mucho, pero no de la manera obsesiva que ocurre aquí. Hay que seguir al Financial Times y a algún periódico alemán para colegir que la imagen de España y del gobierno español no es tan mala por ahí como la que se tiene dentro de nuestras fronteras.
Metidos ya en la pandemia, que es lo que obsesiona a la oposición y a las teles -que son las que llegan a la mayoría-, el mensaje que trasmiten esas fuentes es inequívoco: todo lo que hace el Gobierno está mal, hasta en sus mínimos detalles. Sin concesiones. Una caterva de epidemiólogos sin currículo alguno, seleccionados únicamente por su capacidad para ser agresivos y no cuidar sus palabras, repiten cada día esos mensajes. Solo de cuando en cuando se oye una voz pausada por parte de un médico o de un verdadero especialista, cuando la prudencia y la moderación es la actitud mayoritaria en ese sector profesional, el más machacado por la pandemia antes de la que la inefable presidenta de la Comunidad de Madrid, otra especialista en la nada, viniera a llamarles vagos.
De las vacunas no hablan, ni esos supuestos expertos ni los líderes de la derecha. Porque no saben nada. Pero, sobre todo, porque ese tema favorece al Gobierno. No es comprensible que Pablo Casado no esté valorando positivamente el papel de las administraciones gobernadas por el PP, que no debe ser pequeño, en el proceso de vacunación. Porque haciéndolo también hablarían bien de Pedro Sánchez.
Y burrada tras burrada -algunos periodistas están quedando a la altura del betún por sumarse a la ola de la crítica fácil y las risotadas cuarteleras-, pocos piensan en la gente corriente salvo para aumentar su ansiedad. En lugar de subrayar hasta el paroxismo que hay colas a las puertas de los centros de salud o que es muy difícil contactar con ellos por teléfono, que es lo lógico que ocurra en una situación como la actual, ¿no podrían los líderes de la derecha y sus secuaces mediáticos, conscientes o no de ese papel, hacer algo por serenar a la gente?
No cabe ser optimistas al respecto. Solo cabe esperar a que las realidades más positivas terminen por imponerse y no quede espacio para negarlas. Y eso va a llevar tiempo. Mientras tanto cabe esperar que el catastrofismo de la derecha no tenga réditos electorales. Y puede que así sea.
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