La política no estaba muerta, estaba de parranda
Hace tiempo que la ciudadanía vivimos instalados en el desconcierto y la perplejidad que nos produce observar la realidad. No entendemos nada de lo que sucede a nuestro alrededor y no es para menos.
Más que un cambio de época, vivimos momentos de una gran dislocación social fruto de la intensidad, profundidad y rapidez de los cambios que nos rodean. No nos sirven las categorías de análisis que habíamos construido y que hoy resultan obsoletas para interpretar el mundo. Tampoco son útiles las soluciones que hasta ahora nos permitían afrontar los problemas conocidos. Las estructuras sociales que hemos construido durante dos siglos devienen ineficaces a ojos de la ciudadanía.
Quizás por eso es frecuente encontrarse a responsables públicos que, tan desconcertados como todos nosotros, nos proponen como alternativa el “agua seca”, que además de un oxímoron es un imposible. En consonancia, y quizás en un orden inverso, la ciudadanía se pasa el día exigiendo una cosa y su contraria.
Algo de eso está sucediendo en relación a la política. Por las mañanas despotricamos de todo lo que suene a política y de quienes la ejercen en cualquier ámbito, social o institucional, y por las tardes clamamos nuestra desesperación ante la ausencia de política y reclamamos su presencia en el escenario.
En el contencioso catalán, por llamarlo de alguna manera, estos rasgos de esquizofrenia social han alcanzado su cenit. Ha sido frecuente escuchar que son imposibles las salidas pactadas para a continuación oír a las mismas personas exigir soluciones políticas. Como si pudiera haber política sin pacto. Hay quien pide respuestas políticas a los problemas y en cambio después solo acepta como válidas soluciones de naturaleza religiosa, en las que la fe en su viabilidad deviene imprescindible para hacerlas creíbles.
Si nos paramos a pensar comprobaremos que la lista es interminable y que ninguno de nosotros está a salvo del síndrome del “agua seca”. En este escenario han sido muchas las voces que han dado por muerta la política. En los últimos meses la política ha sido enterrada tanto por los que renunciaron a ella y se apuntaron a soluciones judiciales como por los que defendieron que el acuerdo era imposible y solo nos quedaba la batalla insomne del “cuanto peor, mejor”.
Cuando ya estábamos preparando sus funerales, de sorpresa, aparece la moción de censura contra Mariano Rajoy para recordarnos que la política no estaba muerta, que simplemente se había ido de parranda. La política se fue de parranda con el inmovilismo de Rajoy y su quietismo como forma de afrontar los problemas. Una cosa es gobernar los tiempos y otra parar el reloj, creyendo que así no pasa el tiempo.
La política se fue de parranda con las pasiones que son el principal enemigo de la racionalidad. Sin emociones no hay política; con pasiones mucho menos. Sobre todo si se utilizan sin mesura, sin escrúpulos, para convertir a la ciudadanía en un colectivo gregario. La política también se fue de parranda con el simplismo de creer que todo es un problema de voluntad política, que solo con querer se pueden “asaltar los cielos”.
En una de estas parrandas se pasó a negar la realidad y a no entender que sin acuerdos entre distintos no hay alternativas, que ya nadie va a disponer en solitario de fuerza suficiente para cambiar las cosas, por modestas que sean. La política se fue de parranda, y en vez de buscar como pareja a Marx o a Gramsci se entusiasmó con el judeo-cristianismo. El de la moral franciscana, la actitud maniquea y el comportamiento inquisitorial de los dominicos.
La política en Catalunya se fue de parranda con una nueva religión, en este caso politeísta. Con un panteón presidido por la diosa de la soberanía absoluta no sometida a ningún control ni político ni judicial. Y a su lado el dios del unilateralismo. Para que la parranda fuera total se necesitaba la fuerza de la teología, la que permite afirmar verdades de fe que no necesitan del contraste con la razón. Solo así se puede explicar la gran ficción por la que se ha conducido la política catalana bajo la hegemonía del independentismo.
Afortunadamente la política se ha cansado de tanta parranda y ha decidido volver para jugar su función social, a través de la moción de censura a Rajoy. Eso es lo que ha permitido que fuerzas políticas tan diversas y muy confrontadas entre sí se hayan puesto de acuerdo en abrir las ventanas y permitir que se renueve un aire viciado, que no nos dejaba respirar y amenazaba con asfixiarnos.
Esa es la mayor evidencia de que la política continúa viva y coleando. Y la composición del nuevo Gobierno de Pedro Sánchez confirma que la política ha vuelto con ganas renovadas y con voluntad de quedarse entre nosotros por un período no breve de tiempo. Veremos.
Ahora deberíamos huir de las reacciones ciclotímicas y ser conscientes de los riesgos de la euforia, no sea que la política se nos vuelva a marchar de parranda. Las tentaciones son muchas. La crispación desmesurada fruto del resentimiento al que se puede sentir impelido el Partido Popular. Esperemos que su nuevo liderazgo sea capaz de controlar este riesgo, aunque solo sea para auto-protegerse.
La impaciencia de Ciudadanos y su tendencia al “todo vale”, incluso hacer exactamente lo mismo que denuncia en sus adversarios, o sea considerarlos enemigos. Puigdemont y los suyos pueden verse tentados a continuar apostando por su profecía de auto-cumplimiento, para confirmar que España es una sociedad irreformable.
Quizás el mayor riesgo venga de una expectativas desmesuradas, olvidando que la censura a Rajoy ha sido posible porque 180 diputados y diputadas se han puesto de acuerdo, pero que no es fácil repetir esa mayoría para otros objetivos. Al menos mientras la composición del Congreso de Diputados sea la que es. Y por supuesto la tentación de confundir la política con una mera suma de gestos, en los que la gesticulación y el tacticismo tapan la ausencia de proyecto. Los riesgos de que la política se vuelva a marchar de parranda son muchos, pero no me negaran que se respira un poco mejor.