Rajoy está llevando el agua catalana a su molino
El 27 de septiembre se decidirá lo que va a pasar en la escena política catalana. Pero seguramente también una parte no pequeña de suerte de las elecciones generales españolas. No tanto porque el resultado de las catalanas vaya a influir decisivamente en ellas, sino porque la actuación de los principales partidos españoles en esa campaña va a aclarar, lo está haciendo ya, cuál de ellos tiene la voz cantante en la escena nacional. Y el PP ha logrado detentar esa posición. Sobre todo porque sus rivales le han cedido irresponsablemente el protagonismo en la cuestión. El PSOE y Podemos prácticamente se han desentendido de la cuestión catalana y la han dejado en manos de Rajoy y su discurso. Que por muy impresentable que sea, es el único que hoy llega con nitidez a la gran masa de los votantes españoles. Y eso puede pesar mucho el 20 de diciembre.
Al tiempo que el gobierno despliega hasta la indecencia todo su arsenal electoralista –el presupuesto y la paga de los funcionarios pueden no ser sino el anticipo de lo que va a llegar en este terreno–, la derecha está jugando bien sus bazas en la escena catalana. Mientras el PSOE y Podemos se andan por las ramas –los unos ofreciendo un federalismo que nadie sabe lo que es, los otros debatiendo el derecho a decidir– Rajoy ha cogido por los cuernos el desafío independentista para erigirse en el adalid de la unidad de España, sin entrar en detalle ni debate alguno al respecto. Con un ardor y una dedicación que desmienten, aunque solo sea por una vez, su imagen de vago e indolente, está logrando que su consigna –“no habrá independencia de Cataluña”– esté empezando a tener la resonancia de un “no pasarán” que tranquiliza a mucha gente y le refuerza políticamente.
No se anda con chiquitas. Ha escogido como candidato del PP a un tipo que dice sobre el “separatismo” lo mismo que decían en 1939 los falangistas que entraron en Barcelona con las tropas de Franco, que por cierto, también eran catalanes de cuna. Y no parece que le haya ido mal. No porque García Albiol esté cambiando el signo de los sondeos, que siguen augurando un desastre al PP. Sino porque, investido con los ropajes de la España eterna, trasmite el mensaje del líder desde tierra de infieles. Para atraerse a los sectores de la derecha más dura, y no catalana, que se han alejado de sus filas. Y puede que lo esté logrando. No deja de ser significativo que García Albiol salga hasta en la sopa en RTVE, una emisora que tiene una audiencia marginal en Cataluña.
La propuesta parlamentaria del PP para destituir a Artur Mas en cuanto se atreva a adoptar una iniciativa de signo independentista si su coalición gana el 27-S va en la misma dirección. Porque si el calendario se cumple, y el presidente del Congreso parece decidido a hacerlo, el Tribunal Constitucional tendría potestad para hacerlo ya a finales de octubre, es decir, en plena pre-campaña de las generales. Y una medida de ese tipo podría venir muy bien a un PP que cree que sólo demostrando dureza sin límites es capaz de conservar el gobierno.
Esa es la prioridad de Rajoy. Lo demás le importa poco. Que su política pueda agravar el conflicto catalán hasta lo imprevisible no parece preocuparle lo más mínimo. Es impensable que los amplios sectores de la sociedad catalana que están en contra de los planteamientos soberanistas se sientan más tranquilos con lo que está haciendo el PP y el gobierno español. Y es ridículo pensar que el independentismo se vaya a achantar con el palo duro de Rajoy. Cabe suponer que va a ocurrir todo lo contrario. Es más, es muy posible que la tozuda campaña de la derecha esté mejorando sus posibilidades electorales, por mucho que la fiscalía anticorrupción se empeñe en poner las cosas difíciles a Artur Mas. Puede que Convergència salga peor de lo previsto el 27-S. Pero no parece que a la coalición independentista le vaya a ocurrir eso.
En definitiva que Rajoy está jugando con la estabilidad política española a costa de poder mantenerse en La Moncloa. Y la oposición no está haciendo nada para impedírselo. El PSOE sigue siendo incapaz de adoptar una línea coherente y clara en la cuestión catalana. Abierta aún la herida que abrió en el partido y entre sus electores el acercamiento de Zapatero a la línea de profundización de la autonomía que defendió Pasqual Maragall, Pedro Sánchez sigue sin atreverse a distanciarse un ápice de la línea del rechazo frontal a cualquier acercamiento al soberanismo catalán porque cree que la mayoría del electorado socialista no está por esa labor. Pero eso convierte al PSOE en una sucursal del PP en esta materia, al tiempo que el PSC parece condenado a la marginalidad.
Podemos tampoco sabe muy bien a qué carta quedarse. A menos que coseche un resultado muy superior a lo que pronostican los sondeos, su coalición con ICV no le va a conferir mucho protagonismo en la futura escena política catalana. Pero más relevante que eso es la escasa beligerancia que hasta el momento está mostrando la dirección de Podemos frente al discurso de Rajoy. Esa timidez puede deberse a su voluntad de evitar reacciones indeseadas por parte de su electorado no catalán que, según varios análisis, rechaza mayoritariamente los presupuestos catalanistas y no digamos independentistas, en contradicción con la actitud de buena parte de sus potenciales votantes en Cataluña. No es fácil encontrar una línea que no lesione ninguno de esos terrenos. Pero está claro que si Podemos quiere contar en la escena nacional va a tener que bajar a la arena. Cuando menos para evitar que Rajoy y el PP sigan siendo los únicos ponentes en la materia.