La revolución y la ira
Los que han sido arrollados por la realidad están buscando ya la forma de reducirla a una medida en que puedan controlarla. El riesgo que corría la demostración de fuerza convocada por los movimientos feministas, que culminó en las manifestaciones del 8M, ha estado siempre sobre la mesa. Ya ha comenzado el intento de dilución de lo morado en un rosa aceptable y aseado y la domesticación del término feminista hasta que pueda ser vestido con holgura por el poder de siempre. Así el feminismo es la lucha por la igualdad de hombres y mujeres, que lo es, y como nadie puede oponerse a la igualdad de los seres humanos pues todos somos feministas y a otra cosa que esta quema. Todos feministas, pero sin politizar el feminismo.
No saben nada de la revolución ni de la ira. Las mujeres nos hemos levantado porque la ira nos corroe por dentro como un demonio y eso es lo que ha debido de confundir a Munilla. El 8M ha sido histórico no porque fuéramos muchas sino porque éramos todas nosotras de otra forma. Las manifestaciones del jueves en España fueron manifestaciones políticas y profundamente ideológicas. El feminismo es una ideología. La transversalidad del movimiento de las mujeres, que tanto se maneja estos días, sólo significa que la ideología feminista atraviesa a todas las demás y, por lo tanto, no puede ser patrimonializada por ninguno de los partidos políticos existentes en un sistema de por sí perverso como es el patriarcado. Es lógico, la esencia de los propios partidos responde a un reparto de poder que no es justo y que queremos conculcar.
Ahora que el feminismo comienza a ser un término casi doméstico, y que está en vías de ser asumido hasta por sus enemigos, uno descubre que el verdadero terremoto se produce cuando las mujeres nos referimos al patriarchado. Lo que vieron el jueves es parte de la revolución de las mujeres contra el patriarcado y el patriarcado es una estructura de poder en la que existe una distribución desigual del poder entre hombres y mujeres que da el predominio al varón de la especie. Esa es la revolución en la que nos hemos embarcado: destruir el patriarcado. Cuando durante horas, tras la pancarta, cantábamos “El feminismo va a vencer, el patriarcado va a caer” estábamos enviando precisamente el mensaje más relevante de la nueva revolución que muchos vieron boquiabiertos en sus televisores el pasado jueves. Ya no nos vale una transacción por la cual los hombres nos cedan parte de su poder y nos permitan penetrar en las estructuras existentes, con cuentagotas, sino que ha llegado el momento de dinamitar tales estructuras.
La radical idea de igualdad que predica el feminismo no tiene que ver con conseguir medidas paliativas de una desigualdad estructural sino la necesidad de revertir las propias estructuras viciadas para sustituirlas por una construcción de poder igualitario. Eso es lo que queremos y por lo que luchamos, y si observan con detenimiento a las jóvenes en las movilizaciones, se darán cuenta de que no están dispuestas a esperar otros 147 años para obtener el resultado. Están hasta el coño de esperar y hacen bien. Hasta el momento, en 200 años hemos dado pasos de gigante, pero hemos recorrido un camino relativamente corto o, sobre todo, parcial puesto que no ha puesto en cuestión el principal problema: hablamos de poder y de cómo conquistarlo y eso, en efecto, es una revolución.
Los políticos pueden intentar capitalizar de una forma u otra la realidad social, que no es otra que la existencia de un movimiento de lucha por los derechos civiles de las mujeres que ya no aguanta demora, pero chocarán con el obstáculo de que todas sus estructuras están corrompidas por el mismo virus, que es su construcción patriarcal. El feminismo no tiene por qué, en efecto, ser exclusivamente anticapitalista o antiliberal o anticomunista. Todos los regímenes políticos existentes hasta el momento han dejado en un segundo plano las exigencias de igualdad de la mitad de la población y las han subordinado al éxito de otras ideas. Llevan razón los que dicen que el comunismo supeditó la revolución feminista a la revolución obrera, enviando de nuevo a un segundo plano la reivindicación de las mujeres, y lo mismo han hecho todas las demás ideologías. Algunas ni lo han mencionado. Quizá por eso estamos tan rabiosas, porque la historia, llegando al bucle nos ha demostrado que ninguna espera ni ninguna otra revolución tratará de lo nuestro si no es la nuestra propia.
Van camino de convertir al feminismo en un término de salón, pero les salen ronchas cuando hablamos del patriarcado porque ahí es cuando hablamos de poder y, señoras, no olviden que, como cualquier otra revolución, lo que estamos llevando a cabo es una lucha por el poder. No queremos peldaños, no queremos huecos, no queremos llegar por méritos a los lugares que ha diseñado para nosotras una construcción puramente masculina, queremos una estructura igualitaria y ese logro significará el fin de los privilegios que el sexo masculino ha detentado durante siglos. Ya ven que no peleamos contra los hombres, ni como género ni como individuos, sino contra las estructuras que estos han construido para preservar su predominio en el campo del poder.
Luego podemos hablar de mil cositas que son útiles pero no son esenciales. ¿Saben una cosa? Sin el patriarcado, que penetrándolo todo, todo lo instrumentaliza y dirige, hace tiempo que los esfuerzos tecnológicos y de investigación hubieran resuelto ya las diferencias biológicas de hombres y mujeres en materia de reproducción. ¿Creen que no tenemos tecnología suficiente para crear úteros artificiales? Pero, ¿para qué? Hace décadas que resolvimos el problema crucial que era el de las erecciones permanentes e inagotables. Y como eso, todo.
Estamos culminando una revolución que ha durado demasiado tiempo. Las jóvenes generaciones de la cuarta ola lo tienen claro y, aunque tengamos mucho debate teórico todavía por hacer entre nosotras, las feministas de otro origen no vamos a dejarlas solas en el empeño. En las manifestaciones del jueves se vio claro como este testigo generacional, emocional y de lucha se iba pasando de gesto en gesto, de sonrisa en sonrisa, de grito en grito.
Tampoco nos hace falta que estén todas las mujeres. No hay ninguna revolución en la que hayan participado todos los oprimidos. Ni todos los negros ni todos los homosexuales han protagonizado la lucha por los derechos civiles de estas minorías. Nosotras somos mayoría, pero tampoco sucederá que todos nuestros efectivos participen en la lucha, aunque acaben por beneficiarse de los resultados. Siempre ha sido así en la historia de la humanidad y las mujeres no somos sino media humanidad.
Y los hombres, los hombres también pueden luchar con nosotras, pero es cierto que serán una minoría los que lo hagan con todas sus fuerzas y con todo su convencimiento. Habrá también los que no se opongan, que espero sean los más, y desde luego los que se resistan con todas sus fuerzas a perder sus privilegios. Nada nuevo. Hubo blancos sudistas que ayudaron a los esclavos a huir de las plantaciones, pero no fueron legión.
En todo caso, es nuestra lucha. Es nuestra rabia. Es nuestra revolución. Y es imparable. Ya lo han visto.