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Soplar, sorber y gobernar la rabia

La vicepresidenta primera del Gobierno, Carmen Calvo, durante una sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados.

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Afrontamos uno de los momentos más difíciles, por su complejidad, de la historia de la España democrática. El año, solo comenzar, se intuía convulso. Eran evidentes los grises nubarrones de la desaceleración económica. Más allá, en el horizonte aparecían las turbulencias provocadas por un tornado que avanzaba por el Atlántico y simultáneamente un ciclón tropical que seguía la ruta de la seda. Nos anunciaban las grandes disrupciones económicas que las innovaciones tecnológicas están generando en una economía globalizada y las dislocaciones que están provocando en la gobernanza democrática de nuestras sociedades. 

A pesar de los diagnósticos complacientes de comienzos de año, teníamos motivos para estar preocupados. Nuestra economía y especialmente el empleo son muy sensibles a cualquier brisa. La especialización productiva en sectores muy procíclicos, monocultivos en algunos territorios y el tamaño micro de nuestras empresas nos hace muy frágiles. 

Mucho más ante lo que no es una brisa sino un tsunami, provocado por el nuevo reparto de cartas que se está produciendo en un mundo hiperglobalizado. Con un imaginario croupier -el mercado global- que recoge las cartas que dio durante la etapa de capitalismo industrial y reparte nuevo juego con otra lógica distinta. 

En esta nueva partida, China –aunque mejor sería decir Asia- va a ocupar el lugar estelar que siempre ha jugado en la historia de la humanidad, salvo durante los dos siglos de la industrialización europea. Europa, y especialmente España, ya sabemos que vamos a sufrir. El buen juego de que disponíamos, con sectores industriales como el del automóvil, no nos sirve por sí solo para afrontar esta nueva etapa, que viene cargada de grandes disrupciones tecnológicas. 

Este era el escenario que teníamos ante nosotros a comienzos del año -aunque ensimismados en nuestros debates de patio de colegio, no lo quisiéramos ver. Si lo destaco es porque la COVID-19 no es la única responsable de la espectacular crisis que estamos sufriendo. En algunos aspectos solo actúa como acelerador brusco de dinámicas muy profundas que ya estaban en marcha.

A estos impactos previsibles se les suman ahora los muchos que ha desencadenado el coronavirus, entre ellos los derivados de las limitaciones a la movilidad y la aceleración de la digitalización. Con graves efectos, entre otros, en la industria turística, que todo apunta va a sufrir una gran reestructuración. 

Si ya era complejo abordar las disrupciones provocadas por un incierto cambio de época, encararlo con las urgencias que exige el impacto de la pandemia se convierte en un reto endiablado. Necesitamos acompasar el ritmo de la larga distancia que necesita la transición energética, digital, también demográfica, con los ritmos de velocista que exige dar respuesta a los brutales impactos económicos y sociales de la COVID-19. Y eso no es fácil, corremos el riesgo de rompernos en mitad de la carrera. Hay políticas que necesitan de tiempo para abrirse paso, que no basta con anunciarlas en una rueda de prensa o publicarlas en el BOE. Sobre todo, requieren tiempo para gobernar los costes de transición que comportan los impactos que en muchas personas, colectivos o territorios conllevan estas disrupciones. Y el coronavirus nos niega este tiempo que necesitamos.  

Este escenario obliga a la sociedad, a los poderes públicos y especialmente al Gobierno español a hacer una cosa que el refranero popular dice que es imposible, soplar y sorber a la vez. Soplar, para afrontar con urgencia -ritmo de velocista- los efectos económicos de la crisis del coronavirus. Sorber, para construir a medio plazo –ritmo de maratoniano- una estrategia que nos permita acceder a buenas cartas en el nuevo escenario que está emergiendo. 

El conflicto ya lo tenemos servido. Después de la súbita conversión al keynesianismo de destacados ultraliberales, dejando claro que en realidad no son liberales sino ultraintervencionistas de clase, algunas voces comienzan a exigir una menor intervención del Estado y que se deje al mercado hacer su función. 

El debate sobre la sostenibilidad de los elevados déficits y deuda públicos va en esa línea. Algo parecido sucede con el interrogante que se plantea con relación a si tiene sentido continuar sosteniendo determinadas empresas y empleos que a medio plazo van a desaparecer igualmente. En el papel la respuesta es sencilla, pero en la vida deviene mucho más complicada por los inmensos costes de transición a corto plazo que en muchas personas tendría esa lúcida visión a medio plazo. 

Para intentar que soplar y sorber al mismo tiempo sea viable, lo más determinante va a ser gobernar la rabia que está comenzando a fraguar en la sociedad. La prolongación de la crisis en el tiempo y la falta de un horizonte temporal cierto está convirtiendo el desconcierto y la perplejidad de los primeros meses en la semilla de la rabia, que la derecha y la extrema derecha –política y mediática- alimentan diariamente por tierra, mar y aire. Lo intentaron con la primera ola del coronavirus, tuvieron que renunciar de momento a ello, pero han vuelto con la segunda oleada de otoño. 

Dar consejos es fácil, gobernar es bastante más difícil, pero como me siento concernido y mucho con el objetivo de intentar soplar y sorber al mismo tiempo, gobernando la rabia, y también -no lo niego- con la defensa del gobierno del PSOE y Unidas Podemos, me voy a atrever a opinar. 

Hay un terreno en el que este objetivo -casi imposible- puede abrirse paso. Es el que propician las estrategias de diálogo y acuerdos, de concertación social, de cooperación entre poderes públicos. Si la mayoría de gobierno quiere sobrevivir a la rabia organizada debería intentar no moverse del terreno delimitado por la gestión de la pandemia, el gobierno de los fondos de reconstrucción y resiliencia, la concertación social con sindicatos y organizaciones empresariales -que está jugando un papel clave- y la cooperación con las CCAA. 

Al mismo tiempo debería rehuir o al menos intentarlo –no es fácil por el factor de arrastre que juegan los medios de comunicación- de un terreno muy propicio a la confrontación de identidades y el frentismo que son muy favorables a la crispación, el mejor aliado de la rabia. No se trata de poner en duda la importancia de algunos debates sino de ser conscientes de que en estos momentos no nos ayudan a soplar, sorber y gobernar la rabia. La derecha y la extrema derecha van a hacer todo lo posible por mantener el conflicto en este terreno, con las marrullerías propias de algunos equipos cuando van perdiendo. 

Lo que haga la derecha no depende del Gobierno y la mayoría política y social que le da su apoyo. Pero debería intentar no caer en la trampa, no cometer lo que en tenis se llaman errores no forzados. Hay debates que producen satisfacción y cohesionan a las vanguardias políticas, pero son un terreno pantanoso para construir amplias y transversales mayorías sociales, las únicas que nos pueden salvar de la rabia. 

En las próximas semanas vamos a estar sometidos a una tormenta perfecta. Se va a agravar la COVID-19 sin que tengamos aún respuestas que nos garanticen resultados; se va a recrudecer el impacto económico de la pandemia y las medidas para hacerle frente; se va a hacer evidente el cansancio de las personas más afectadas; tenemos abiertos múltiples frentes políticos y judiciales muy propicios a la crispación política y mediática. 

Para que al intentar soplar y sorber al mismo tiempo no se nos atragante la rabia, el Gobierno y la mayoría política y social que lo apoya debe tener muy claro el terreno en el que le interesa que se sitúen los debates. El balance de estos meses, con la gran novedad de los ERTE, el Ingreso Mínimo Vital, la función de pagador y prestador de último recurso y muchas otras políticas más puestas en marcha son un terreno propicio para debatir con la derecha. 

Deberíamos evitar caer en el cuerpo a cuerpo, aunque es cierto que todos hemos visto partidos en que el equipo marrullero impone su estilo, algunas veces con la ayuda de los árbitros que dejan hacer y no cortan ese estilo de juego. Tirar mano de los árbitros siempre consuela, te ofrece coartada, pero no te hace ganar el partido. Lo más importante para intentar que nos salga bien eso de soplar y sorber, gobernando la rabia, es no cometer muchos errores no forzados.

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