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Tender puentes, pactar el desacuerdo

Una trabajadora de Correos deja los votos por correo en una mesa electoral de Antic Convent St. Agustí en Barcelona, Cataluña

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Tal como nos temíamos la caída de la participación ha sido una de las protagonistas de la jornada electoral. Volvemos a los parámetros de participación anteriores al 2012, cuando Artur Mas puso en marcha “el procés de transició nacional”.

La foto electoral es la de una sociedad catalana fosilizada en bloques que parecen inamovibles. Cataluña ha pasado de ser “un sol poble” a estar constituida por compartimentos estancos, alimentados a través de un cordón umbilical comunicativo por sus respectivas burbujas mediáticas que juegan un papel determinante en la impermeabilidad de los bloques. Pero dentro de cada uno de los espacios hay mucha diversidad –sobre todo social y cultural– y más factores en común de lo que se desprende de los vasos electorales no comunicantes.

A diferencia del 2017, en estas elecciones no ha habido un solo eje articulador del voto de la ciudadanía. El procés ha dejado de ser el gran polarizador electoral, pero el cansancio procesista no ha desgastado al independentismo. La fatiga pandémica puede haberse canalizado más hacia la abstención que hacia el cambio. Y la nefasta gestión del gobierno catalán no parece haber sido decisiva. Estos pueden ser algunos de los factores que expliquen el mantenimiento del voto independentista después de diez años de bloqueo. Además de la falta de una alternativa que permita la salida del conflicto.

La frustración provocada por la desaparición de la única utopía disponible, la independencia– en lúcida expresión de Marina Subirats– no ha pasado factura. Quizás porque aún hay elementos reactivos, como la solidaridad con los independentistas encarcelados, que cohesionan mucho. También porque volver a la normalidad ha sido una marca electoral potente, pero no ha funcionado como una utopía de sustitución con suficiente fuerza.

La novedad de estas elecciones es la apuesta de una parte de la ciudadanía en favor de tender puentes, a diferencia de las elecciones del 2017 en que votó para levantar trincheras y barricadas. Y eso ofrece un punto de esperanza si se sabe gestionar políticamente.

Los resultados electorales parecen abocarnos a un nuevo bloqueo. Continuamos empantanados y cada vez más ensimismados en un mundo cada vez más globalizado. Los independentistas tienen mayoría parlamentaria, pueden configurar gobierno y quizás lo hagan, pero son incapaces de gobernar, como se ha demostrado estos años. Entre ellos se mantiene una pugna insomne y “Junts” agrava este conflicto, en la medida que excluye explícitamente a la mitad de la sociedad catalana de su proyecto de país y eso resulta insostenible.

Para salvar el bloqueo, eludir el desgobierno y evitar el riesgo cierto de decadencia no queda otra vía que tender puentes y pactar el desacuerdo entre las fuerzas políticas “milloristes” (la diferenciación entre “milloristes i empitjoradors se la debemos a Raimon Obiols). Este pacto del desacuerdo es arriesgado y solo será viable si se mueven piezas desde España, comenzando por el indulto a los dirigentes independentistas. Es el momento de liderazgos valientes que solo serán viables si la ciudadanía los premia y no los envía después al cementerio de políticos valientes. El anuncio de Salvador Illa de presentarse a la investidura abre un resquicio para desbloquear la situación a partir de una propuesta transversal, pero es un sendero tan estrecho que igual la realidad no consigue transitarlo. 

Durante la campaña ha vuelto a aparecer el síndrome Peter Pan de ERC, a la que el pánico a crecer le impide madurar. Se analiza mucho la composición ideológica dual de ERC desde su nacimiento, pero no se presta atención a su complejidad antropológica. Mitad Ave Fénix que resurge siempre de las cenizas cuando se le da por muerta y mitad Peter Pan que se niega a crecer, a madurar. Vamos a ver que alma prevalece en estos momentos.

Quizás todo conduzca a nuevas elecciones. Ahora, en una especie de segunda vuelta, o a medio plazo. Pero no es lo mismo acudir a ellas dando pasos hacia la construcción de puentes que levantando muros para reforzar los bloques.

Los resultados de las elecciones catalanas envían su onda expansiva a la política española. Aún es pronto para conocer la intensidad del terremoto y a que edificios va a afectar más, pero ya podemos intuir algunas cosas.

Vox le ha ganado de manera aplastante la partida al PP con un sorpaso de los que Anguita importó de Italia y puso de moda en 1994, con poco éxito por cierto. Veremos cómo reacciona el PP ante una encrucijada que no sabe cómo abordar. Pablo Casado dice que ha roto con Vox, pero no lo ha hecho con sus marcos mentales, de los que se siente prisionero y subalterno. No en vano es una astilla de su propio tronco. Ojo, porque los resultados de Vox también interpelan por su procedencia social a las fuerzas de izquierda.

Ciudadanos, confirma que no es creíble. No puede presentarse como la fuerza de la moderación con actitudes intolerantes, no se puede promover un partido liberal con actitudes iliberales. Pero haber nacido para confrontar con el nacionalismo catalán los tiene atrapados. La propuesta liberal en España parece tener mal fario, quizás porque no es liberalismo exactamente.

El movimiento ejecutado durante la campaña y en clave española por Pablo Iglesias no era exactamente un gambito de dama, aunque lo pareciera. Se trataba de entregar una pieza, no solo un peón. En las próximas semanas comprobaremos las consecuencias para los Comunes de esta arriesgada operación y si ha servido de algo.

Las especulaciones sobre el gobierno español no cesaran con estos resultados. Entre “la sangre no llegará al rio” o “tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”, creo que se va a imponer la primera. Aunque, quizás lo mío sea más un deseo que un diagnóstico. Tanto el PSOE como UP saben que, ante el electorado de izquierdas y progresista, quien rompa el acuerdo paga los platos rotos.

Los diferentes frentes judiciales abiertos, que políticamente son uno solo, el caso PP, en palabras de Ignacio Escolar, le resta capacidad a Pablo Casado para desestabilizar al gobierno. Y no será que no lo intenta con todas sus fuerzas. La debilidad del PP ofrece mucho aire al Gobierno de Coalición que se puede permitir ciertas turbulencias, pero no muchas irresponsabilidades.

Los partidos del gobierno de coalición no tienen más alternativa que continuar gobernando juntos, conllevar las discrepancias y soportarse los malos humores. Unidas Podemos, una vez lo apostó todo a entrar en el gobierno, tiene poco margen para abandonarlo sin estrellarse. Esperemos que Pedro Sánchez haya tomado buena nota de las experiencias dolorosas de otros líderes, que queriendo ir a por más lana han salido trasquilados. Artur Mas le puede explicar cómo, buscando la mayoría absoluta cuando tenía 62 diputados, ha terminado despareciendo.

Con todo este lío, no deberíamos olvidarnos de las personas, de las consecuencias de esta crisis, de la necesidad de aprovechar los fondos europeos y la urgencia de reformas que no sean las recetas de siempre. En momentos de turbulencias y naufragios, con grandes olas, hay que abrazarse a las tablas seguras. Y durante esta crisis, la tabla de la concertación social es la que mejores resultados ha ofrecido. Está funcionando como agua de mayo en un terreno político polarizado y crispado y está sirviendo para resolver muchos –aunque no todos– los problemas. A los que aspiran a una salida tecnocrática como la italiana hay que responderles con una alternativa de estabilidad política, afianzada en la concertación social.

Lo dicho, en Catalunya hay que tender puentes y pactar el desacuerdo. En España facilitar las cosas, abrir más espacios al dialogo político y reforzar la concertación social. Permítanme soñar.

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