¡Todas juntas por la libertad y la igualdad!
Podía haber dejado escrito este texto el sábado y haber disfrutado el domingo entero tranquilamente. Pero no pude. Seguramente no habría dicho cosas muy distintas de las que hoy digo, pero necesitaba la emoción y, más bien, la presencia cercana de todas las mujeres del mundo.
Digo todas, sí. Porque, aunque yo estuve en los actos de mi pueblo, en Tolosa, compartiendo ayer la manifestación del mediodía, con muchas mujeres y menos hombres, lo cierto es que allí nos solidarizamos con el sufrimiento –inconmensurable– y la rabia –tanta–, compartimos la necesidad –tan urgente– y la esperanza –posible– de un presente-futuro distinto y sentimos la energía de todas. Todo esto ha penetrado en todos los lugares, en todos los corazones y en todas las luchas. Ayer esto se sentía así.
Fue este 8 de marzo, como otros anteriores, un día para el recuerdo del pasado y la ilusión del futuro que todas queremos vivir. En realidad, pasado, presente y futuro se han entremezclado. No solo mis abuelas, mi madre o mis tías han pensado que pudieron haber tenido otras vidas. Yo misma he añorado, en algunos aspectos, otro pasado y lo he transportado al futuro que ya ha empezado a ser real.
Ciertamente, en un 8 de marzo, en esta fecha que, a partir de 1975, se dedica por la ONU a las mujeres, es imposible no recordar y no tener dentro de cada una el sufrimiento y la lucha de tantas mujeres que en toda la historia han peleado por tener una vida digna en libertad y en igualdad con los hombres. Son tantos los ejemplos, tan inabarcables, que no sería justo citar ni uno, salvo el que dio lugar a la celebración de este concreto día, cuando, en 1857, las trabajadoras del sector textil de Nueva York se echaron a la calle, con el lema “Pan y rosas” contra sus tremendas condiciones de trabajo, con jornadas interminables y salarios escasos, y contra el trabajo infantil.
Pero no fueron ni las únicas ni las primeras luchadoras. Prácticamente todas las mujeres han-hemos vivido en situación de manifiesta injusticia, de falta de libertad y de enorme distancia con la igualdad real. Y prácticamente todas también hemos sentido, en algún momento al menos, una rabia incontenible y la necesidad de rebelarnos ante estas circunstancias que han marcado tantas vidas de manera definitiva e irreversible en muchos casos.
No queremos ser víctimas de nada ni de nadie, ni vivir como tales. No pedimos que nos regalen nada, ni nos reconozcan méritos que no tenemos. Pero sí exigimos que no se nos agreda en ningún terreno y que, cuando ello ocurre –y son demasiadas veces–, se entienda así, sin eufemismos. Exigimos también que no se impidan nuestros logros, que se potencien nuestras capacidades y que se reconozca nuestra aportación a la vida privada y pública de esta sociedad.
Llevamos muchos años luchando. Algunas lo han hecho cada día de su vida. Y aún nos falta mucho por lograr. Aún no podemos, aunque queramos, como se ha recordado estos días, volver sin riesgo “solas y borrachas” a casa. Aún estamos muy lejos de ser libres y efectivamente iguales en todos los derechos, incluso aquí, en occidente, donde parecería que los problemas son menores.
Porque también aquí seguimos estando muy lejos de que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas, como la Constitución proclama. Seguimos sufriendo la tremenda e injusta desigualdad en que consiste la brecha salarial, que no es solo un mero detalle estadístico, sino un condicionamiento permanente de nuestras vidas. Y aún sufrimos la precariedad en todos los terrenos, con rentas muy inferiores a las de los hombres, con trabajos muy infravalorados socialmente y sometidas casi en solitario al “deber” de hacernos cargo de los cuidados de las personas que de nosotras dependen, lo que, aunque lo hagamos con todo el gran amor que llevamos dentro, también distorsiona grandemente nuestras vidas y priva al resto de las personas del enorme valor humano que representa esta dedicación. O se minusvaloran estos trabajos de los cuidados, claramente feminizados en su expresión laboral, con condiciones extraordinariamente precarias, como también ocurre en muchas ocasiones con las personas que atienden nuestros hogares.
En realidad, las mujeres queremos compartir. Compartir la vida y los cuidados, y también las alegrías y los sufrimientos, que no son patrimonio de nadie. Por eso salimos a la calle juntas, a rechazar que nos agredan y nos menosprecien, a exigir estar donde queramos y a aportar nuestro grano de arena para mejorar la vida de todas las personas.
Y lo hacemos revindicando nuestra libertad y nuestras ansias de igualdad. Porque es imposible una sociedad justa si las mujeres sufrimos por serlo. Porque resulta insoportable la violencia machista de todo tipo y que aún sea posible que haya quien la entienda desde parámetros ideológicos vigentes todavía y renacidos en estos días.
Tenemos esos grandes retos por delante. Los grandes retos de la humanidad, los de la igualdad y la libertad. Nos sentimos cercanas a todas las personas que en la historia han luchado por ello y a las que ayer mismo, y hoy y mañana, en todo el mundo, han salido a la calle y se han unido a estas reivindicaciones. La energía de todas ellas está en cada una de nosotras y eso se nota. No luchamos solas, aunque a veces no estemos tan acompañadas como quisiéramos.
Vivimos la gran revolución pacífica y siempre pendiente de la humanidad, a la que tenemos la suerte de poder aportar. Tenemos derecho a asistir a su triunfo, que ya ha comenzado, pero que aún requiere ser rematado. Y no va a ser fácil, pues no todo el mundo entiende estas justas ansias y, por el contrario, pretende caminar hacia el pasado, ese pasado del que venimos y que estamos intentando dejar atrás con este tremendo esfuerzo. ¡Pues no lo vamos a permitir! Porque no lo merecemos o, mejor, porque nos merecemos otra vida. Por nosotras, por nuestras madres y nuestras abuelas, que nos han querido libres, y por nuestras hijas y nuestros hijos, a quienes queremos iguales y felices.
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