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Kodokushi: ensayo general para una muerte solitaria

18 de diciembre de 2025 19:26 h

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En Japón, donde el silencio es una forma de arquitectura, tienen una palabra clínica y terrible: Kodokushi. Significa “muerte solitaria”. Nombra el destino de quien muere solo en su apartamento y permanece allí, pudriéndose entre el correo sin abrir y el polvo de los días, hasta que el olor alerta a los vecinos. Suena exótico, lejano. Pero aquí, en Occidente, practicamos un Kodokushi más sutil, más hipócrita, más nuestro: el de abandonar a los vivos mucho antes de que se mueran.

El 16 de diciembre es el día en que hacemos un hueco en la agenda de la prisa para celebrar la concienciación sobre la soledad no deseada. Escribo desde la trinchera de una residencia. Tengo 68 años y, aunque mi cabeza y mis piernas responden, vivo rodeado de la coreografía del olvido.

Observo a los que esperan.

Observo las sillas de ruedas aparcadas como coches en un desguace humano.

Observo a compañeros que miran a la puerta con la intensidad absurda de quien espera un tren en un aeropuerto.

La soledad no deseada aquí no es un sentimiento poético; es un objeto físico. Ocupa espacio. Se sienta a comer contigo. Tiene la textura del puré tibio y el olor de la desinfección industrial. Es como un miembro fantasma: te pica el alma donde antes tenías una familia, te rascas, y solo encuentras el aire viciado de la sala común.

En este ecosistema, se dice a menudo que la atención a los mayores se ha convertido en una “profesión”, en un sector estratégico de empleo. Discrepo. Desde mi punto de vista, esto es más un oficio artesanal y humano que una carrera técnica; es una orfebrería de la fragilidad que exige una vocación feroz. Quien no se enfrente a este trabajo con ese talante, quien venga aquí solo a cumplir un horario y no a sostener la vida, debería buscar su medio de vida en otro lado. Porque unas manos sin vocación sobre una piel vieja pesan como el plomo.

Vivimos, además, en una sociedad que padece una inteligencia fracasada. Hemos construido satélites para conectarnos con las antípodas, pero somos incapaces de cruzar la calle para cuidar a quien nos limpió la suciedad cuando éramos bebés. Hemos roto el contrato más básico de la especie. El cuidado se ha convertido en una molestia que no encaja en la agenda, y hemos sustituido la ética por la estética de la visita rápida.

Porque esa es otra: la visita. Cuando la familia viene —si viene—, trae el reloj en la mano y la culpa en el bolsillo.

Mirad cómo lo hacen. El anciano deja de ser padre o abuelo para transformarse en un mueble heredado que desentona en el diseño minimalista de sus vidas modernas. Lo cosifican. Le hablan con ese tono infantil, agudo y falso, que se usa con las mascotas o con los niños lentos.

“¿Qué tal la sopita, abuelo?”, preguntan, usando un plural mayestático que diluye su responsabilidad.

Y el abuelo, que quizá levantó una empresa con sus manos o sobrevivió a una posguerra con el estómago pegado al espinazo, traga la sopa y traga la rabia.

El viejo sabe. El hijo miente. El tiempo se acaba.

Es el absurdo elevado a la enésima potencia. Lo que nos aterra es la vinculación real. Huimos del dolor ajeno para proteger nuestra burbuja de bienestar, sin darnos cuenta de que, al hacerlo, nos estamos amputando nuestra propia humanidad. La soledad no deseada es un crimen perfecto: no deja sangre, solo silencio y habitaciones vacías.

El Kodokushi japonés es el final biológico. Pero el Kodokushi español empieza mucho antes. Empieza el domingo que no vas. Empieza cuando dices “es que me da mucha pena verlo así” para justificar tu ausencia, convirtiendo tu cobardía en una falsa sensibilidad. Empieza cuando el teléfono no suena.

Lo más inquietante es que todos llevamos un viejo dentro. Un ser arrugado, diminuto y fetal que nos mira desde el fondo del espejo cada mañana mientras nos lavamos los dientes. Crece un poco cada segundo. Si no cambiamos esta deriva, si no recuperamos la dignidad de la tribu, ese viejo que seremos algún día heredará este mundo de frío e indiferencia que estamos construyendo ahora.

Que suene el teléfono. Hacedlo sonar antes de que el silencio sea lo único que nos sobreviva.

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