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La putrefacta postal navideña
El puntero de la aguja asomaba las 18:45 de la tarde y la corriente gélida inunda la Puerta de Sol. Pero no conocía el frío, se había convertido en una aglomeración de cuerpos. Ni dirección clara, ni flujo, solo cuerpos inertes ante el embudo infinito de aceras. Se sobrevive al trayecto como un niño de dos años que acaba de aprender a caminar.
“La cola está ahí”. Basta con aminorar el compás de los pasos para recibir recelo, porque no sigues el ritmo de la marcha acelerada. Cuidado, porque no hace falta querer comprar para quedar atrapado en la lógica de la espera. Estupefacto balbuceas ante las personalidades que creen gobernar -solamente son un número más de los cuerpos de seguridad-, pero todo empeora cuando es en el epicentro de la plaza madrileña. Es su forma más álgida. La gente se agrupa como si comenzasen una danza. ¿Quieren estar allí? Permanecer allí no responde a una necesidad, es más bien inercia compartida.
Un click. 19:00. Las luces parpadean y los ojos -si es que no son los de un robot- giran al compás. Cabezas arriba. Móviles en alto. Un árbol brillante, impecable, idéntico a toda mirada. Cámara limpia, encuadre perfecto, repite la toma, repite la toma. No hay margen a error. La Navidad ocurre en la pantalla antes que en el cuerpo. Lo importante no es estar, sino demostrar. Y, como en toda buena fotografía, el encuadre importa tanto como lo que se decide dejar fuera.
Bajo esta dulce Navidad están quienes no forman parte de la foto. Personas sentadas en el suelo entre mantas y vasos de plástico. No interrumpen el paso, simplemente están, pero no son merecedoras del encuadre. No porque no existan, sino porque incomodan. No encajan en la postal de danza de flashes de diciembre.
El aire de “espíritu navideño” es anécdota. Habitar los espacios públicos y celebrar al son lejos de la intimidad es ahora la Navidad. La fiesta es evento de exhibición, regalar es obligación y reunirse es trámite. En ese proceso, todo aquello que no puede convertirse en imagen -la pobreza, la exclusión, el malestar- queda sistemáticamente fuera de plano. El tinte clasista es inquietante, ¿hay un estándar que cumplir a la hora de ser un figurante más? Nadie parece sorprendido por la hostilidad latente, porque “es así como debe ser”.
Quien no espera a la hora punta de la foto, no es merecedor de ser figurante. La imagen funciona porque es cómoda, no hay que reconocer la desigualdad que se ha formado. La putrefacta postal navideña no deja espacio a la incomodidad, reserva asiento a calles llenas, luces estrambóticas y una pulcra sensación de pertenencia. Se ha aprendido qué merece ser visto y qué conviene dejar fuera.
La sociedad ya viene avisando de qué no quiere ver -o no quiere reconocer-. No quiere decir en alto que hay personas que no pueden comprar o estrenar algo. Hay personas que no pueden estar con las personas que más quieren entre cuatro paredes, porque la vida lo ha dictado así o porque el germen laboral no lo permite. La coreografía ensayada para cada Navidad dice a estas personas que no son merecedoras del marco dorado. Si el “espíritu navideño” fuese fiel no habría desigualdad.
Celebramos la Navidad como una experiencia estética, no como un compromiso con quienes quedan fuera de ella. Se ha sustituido el sentido de la Navidad por el sentido que no exige, porque conviene. Se ha dictado cómo medir la celebración en términos de imagen y gasto mientras socavamos aquello que no encaja en el relato luminoso.
Qué realidades esquivamos, qué contradicciones aceptamos como normales con tal de no romper la postal. Y el ritual se vacía. La sociedad engulle ese sentimiento de pertenencia hasta empacharse, pero hay quienes se atragantan en estas fechas. Se enfrentan a una sociedad que les clava un puñal podrido de deshumanización.
La Navidad necesita excluir. El problema no es la falta de espíritu navideño, sino el exceso de un ritual automatizado. Celebrar sin detenernos y hablar de valores sin ponerlos a prueba, mientras encorsetamos cada vez más el encuadre. No se aprende a mirar más allá del brillo cómodo y se confunde celebración con acumulación y presencia con apariencia.
Cuando se deje de aceptar con normalidad que unos celebren mientras otros quedan fuera, la Navidad recuperará algo de lo que dice: la posibilidad de estar juntos sin dejar a nadie. Hasta entonces, seguiremos celebrando una Navidad que dice mucho de lo que somos y, sobre todo, de todo aquello que preferimos no ver e, incluso, enterrar.
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