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Rosa Regás: “A la mitad de los españoles no les horroriza que la ultraderecha tome el poder”

María Granizo

24 de abril de 2021 06:00 h

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Camina hacia los ochenta y ocho años con la misma clarividencia y compromiso social que se fueron gestando en aquella niña que “conoció la angustia y el dolor, pero nunca estuvo triste una mañana”. La Guerra Civil, un abuelo “hijo de puta que se pasó la vida haciendo daño de verdad” y una sociedad franquista y pacata, le robaron el calor de sus padres y el edén de la infancia. Creció en el exilio francés y en orfelinatos monjiles separada de sus tres hermanos, pero hizo de ellos su única patria. Se convirtió pronto en esposa y madre, sin saber lo que era ser adolescente, y logró lo que siempre quiso: “Una familia numerosa porque pensaba que, cuanto más numerosa, era más familia”.

Explorando libertad, se puso el mundo por montera, rechazó dogmas religiosos y convencionalismos burgueses. Enfrentándose a la tradición y a su familia política entró en la universidad con tres hijos pequeños y acabó la carrera de Filosofía teniendo dos más. Mientras construía un universo de libros, descubrió Cadaqués como “una puerta abierta a la vida” que la invitaba a entrar en “un mundo alejado del catalanismo religioso” que la había rodeado. Su vida se convirtió entonces en una página en blanco que ella misma podía escribir. Se bajó de los tacones y lució minifalda, escandalizó entrando sola en bares y se convirtió en una de las musas del movimiento cultural más importante del tardofranquismo: la Gauche Divine. Esperó a que sus hijos fueran mayores para separarse amistosamente de su marido, trabajó en Seix Barral, dirigió una revista y, mientras navegaba por la Costa Brava, y Dalí la saludaba con admiración llamándola “Regasol”, fundó la editorial Gaya Ciencia. Publicó con entusiasmo a un casi desconocido Vázquez Montalbán, a Javier Marías, a María Zambrano y a Álvaro Pombo. Volvió a cambiar de vida y se hizo traductora de la ONU en Ginebra. Allí se sentó a escribir con cincuenta y ocho años y, si su sabiduría y coraje siempre se impusieron a la desgracia de ser mujer, su pluma se estrenó con Memoria de Almator y, solo tres años después, en Azul narró una historia de amor y de mar que iluminó para siempre la senda de nuestras Letras. 

Republicana y activista, con los ojos bien abiertos a la realidad del mundo, se acercó a los socialistas soñando “que cambiaran la educación e impusieran una escuela pública y laica”: llegó a la conclusión de que “Felipe González debe tener alma de derechas”. Con su nombre grabado en un Premio Nadal, en el Ciudad de Barcelona y en el Planeta, puso un busto a Machado en Madrid mientras abría al público las puertas de la Biblioteca Nacional que dirigió durante tres años. En agosto de 2007 presentó su dimisión por discrepancias con el ministro de Cultura del Gobierno de Rodríguez Zapatero, César Antonio Molina. Acabó dando un portazo al PSOE y bautizó “al burro muy burro que nació aquellos días” en su finca de Llofriu, con el nombre del político gallego: “Pertenezco a la reserva de quienes solo izarían banderas si estuvieran prohibidas. Nunca he podido adecuar mi compromiso político a un territorio determinado o a una ley determinada. Nunca he sido de ningún club, nunca he sido de ninguna asociación, nunca he sido de nada y mucho menos de un partido político. Yo creo que no va con mi manera de ser y también creo que se puede seguir trabajando en estas cosas tan necesarias desde otros lugares. Y así lo he hecho durante toda mi vida y no me parece que tenga que cambiar ahora porque no podría. Y, por otra parte, cuanto más tiempo pasa, más asco me dan todos los discursos cargados de manipulación y de mentiras de unos y otros, no de todos, es verdad, pero sí de los que a mí no me gustan, los que no hacen más que mentir, mentir, mentir, y cargar en los demás las culpas que tienen ellos. Es como si se hubiera hecho, de verdad, una especie de ley que estuviera basada en aquello que dice 'siempre cree el ladrón que todos son de su propia condición'''.

 Convencida de que “si buscas una mano que te ayude, la encontrarás al final de tu brazo”, confiesa que el deseo que le gustaría ver cumplido es “haber amado más a quienes he dicho que amaba, haber defendido más a quienes tanto he presumido de haber defendido y haber trabajado más en aquello en lo que he puesto mi pasión creyendo que había llegado al límite”.

“La infancia de los vencidos”

Arrastra, como todos, su pasado y sabe que el día de mañana ya es hoy: “No recuerdo haberme aburrido jamás, quizá porque busco en el exceso la solución a las causas imposibles. Y solo quisiera volver a los veinte años para andar día y noche en minifalda”.

 Antes de llegar a esa etapa, en la mochila de la memoria de Rosa Regás está “la infancia profundamente desgraciada” de una niña que nació amparada por la prometedora “luz cultural de la República”. Solo tres años después, su familia la subió a un tren camino de Francia, junto a Oriol, su hermano menor de año y medio, para salvarlos de la penuria y los bombardeos provocados por la oscuridad ensordecedora de la Guerra Civil. Aún mirando por la ventanilla, Rosa dejó de ver para siempre el mundo que hasta entonces había conocido: se aniquiló su paraíso infantil y desapareció su identidad tan rápido como se desvanecieron los acogedores besos de su madre. Aquella mañana gris de 1937 se quedaron atrás las paredes de su hogar en un acomodado piso de la Gran Vía barcelonesa donde sus padres Mariona y Xavier, republicanos, catalanistas, burgueses y cultos, que ya no volverían a estar juntos, organizaban tertulias con personajes como García Lorca quien alguna vez la acunó. Ese mismo día se difuminó el rastro dorado de los juegos con sus tres hermanos, la música de Franz Schubert y de Mahler que la acompaña hoy como lo hacía a su madre, libros de Joyce y Faulkner que ahora relee, junto a Saúl ante Samuel de Juan Benet, “para llegar a entenderlos exactamente tal como imagino que deben ser”. También pasó a ser solo un vago recuerdo la imagen de su padre, abogado y periodista, escribiendo con entusiasmo el teatro que tanto le gustaba. 

Aquellos dos niños y sus dos hermanos mayores, igualmente obligados al exilio, pero en Holanda, no regresarían a su Barcelona natal hasta fines de 1939 cuando el abuelo paterno dio con ellos para traerles antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, culpabilizándoles, sin lógica ni piedad, de todas las desgracias familiares. Después de dos años internos en el “fantástico” colegio laico y progresista del maestro Célestin Freinet, defensor del libre pensamiento, del nudismo, de la renovación pedagógica y de la creación artística, en unas horas, Rosa y el pequeño Oriol se dieron de bruces contra el antagónico muro del desprecio y del maltrato. Después de un largo y tortuoso viaje de regreso en furgoneta, fueron recibidos “con una bofetada” por Miquel, el padre de su padre. Era solo el preludio de “los castigos físicos y las humillaciones psicológicas” que hasta entonces no habían conocido, pero que envolverían, desde ese momento, un largo calvario.

Entre el sentido común y el desvarío

“Me merecen respeto muy pocas personas, admiración bastantes y ternura la mayoría. Desprecio a los 'traidorzuelos', a los vanidosos, a los fatuos, a los dogmáticos. El mundo me desconcierta porque no sé qué puedo hacer para paliar tanta doblez y tanto dolor y porque cada vez queda menos espacio para la libertad”. Ese lugar fue estrecho desde que era niña. Apenas levantaba dos palmos del suelo cuando Rosa comenzaba una tercera vida en la que soñaba “con ser escritora, esquiadora, ¡no me acuerdo!, ¡tantas cosas! Quería tener muchos hijos, muchos, quería estudiar lógica matemática, pero sobre todo, lo que quería por encima de todo era tener una familia muy divertida, muy bonita, completa, cada uno en el camino de la libertad, así la quería”. Era el deseo de lo que jamás encontró, ni por atisbo, en “la casa de tenebrosos pasillos, reliquias y santos” de sus abuelos paternos donde se fomentaba “el castigo divino”. Su abuela era una mujer depresiva y sometida a su marido. Él, un empresario hostelero que había hecho fortuna, amargado por el destino de sus hijos, defensor de la religiosidad obsesiva y reconvertido en seguidor de Franco “como toda la burguesía catalana”. Recién llegados, sin espera alguna a una mínima adaptación ni a que aprendieran el idioma, ingresó a los dos niños en distintos orfanatos catalanes y a Rosa y a su hermana Georgina, poco mayor que ella, en un internado de las monjas dominicas, antítesis de su primer colegio francés: “Pese a los años transcurridos, en España no habrá realmente una democracia hasta que Estado e Iglesia no estén completamente separados. No hemos de pagar a la iglesia el bienestar de sus ministros. La Constitución es aconfesional y la escuela libre y democrática para todos. Si alguien quiere educar en una fe a sus hijos, ya están las iglesias, sinagogas y mezquitas. En ningún país de Europa la Iglesia tiene tan asustada a la clase política como en España. Y si luego se manifestaran por cosas justas, contra la pena de muerte, la guerra o el maltrato… Pero sólo se mueven para defender sus intereses”.

Con un padre anulado por la tiranía del abuelo, por la derrota de la República y por la condena de no salir a la calle más que escondido y de noche, los hermanos Regás solo recuperaron lo más parecido a la esencia familiar una hora y media al mes, cuando veían a su madre “en una sala del Tribunal de Menores, custodiados por dos grises” que no les permitían ni siquiera tocarla ni besarla. También les vigilaba una funcionaria que Rosa convertiría en personaje de ficción, años más tarde, en su Luna, lunera. Aquella mujer tomaba nota de la conversación maternofilial para revelársela luego al abuelo de los niños. Eran los años cuarenta, y para aquella, como otras separadas, no había esperanza de recuperar la patria potestad de sus hijos. Mucho menos cuando se le ponía la mácula de ser una mujer cuya belleza impedía pasar desapercibida, pero también la de ser culta, republicana, con una nueva pareja que, para más irritación católica, no era un hombre sino otra mujer: “Pese a los años transcurridos no se ha avanzado tanto en igualdad, necesitamos tener la lucidez suficiente para no votar a aquellas personas que no vean este gravísimo problema de la sociedad como una prioridad. Todavía hay muchas mujeres que viven en el miedo, pero algunas no lo reconocen”.

Compartiendo sueños de libertad y la mirada positiva de Tim Robbins, protagonista de Cadena Perpetua, una de sus películas favoritas, Rosa terminó su bachillerato con diecisiete años, salió del internado y, sin terminar la carrera de piano, conoció a quien sería su marido solo un año después. Con la soberbia e intransigencia del que siente que quien no tiene sus hábitos es un rotundo enemigo, ni siquiera entonces su abuelo permitió que llegara al altar del brazo de su padre ni autorizó que Mariona pudiera entrar en la ceremonia. Pero la magia maternal y perenne de su esencia la envolvió y sigue con ella: “El aroma de mi vida es el de la colonia Arpége de Lanvin que me envió mi madre el día que me casé y que es la única que he llevado a lo largo de toda mi vida y que sigo llevando ahora”.

La infatigable lucha por hacer el mundo mejor

Con la misteriosa serenidad de quien se sobrepone a la desgracia con entereza, sabiduría y coraje, mirando siempre hacia arriba por si en medio del chaparrón sale el arcoíris, el último capítulo de la niñez de los Regás culminó con más drama cuando la Iglesia despojó a los cuatro hermanos de todos los bienes familiares que, por indicación del abuelo, pasaron a ser herencia de diversas organizaciones religiosas. Inconformista y sin dormirse nunca en los laureles, a los cincuenta y ocho años, Rosa se paró a escribir y con La canción de Dorotea ganó la 50ª edición del Premio Planeta. Los cien millones del galardón no le permitieron recuperar ni un ápice del edén de la niñez, pero sí le sirvieron para “comprar tiempo”, para retirarse a escribir, a ser Abuela de verano, para ver el mundo desde el Azul de sus lentes, para “patrullar su jardín con las tijeras de podar”, y para continuar rebelándose contra la injusticia: “A la mitad de los españoles no les horroriza la extrema derecha de ninguna manera. Y en un momento de apuro, en un momento de desorden, que les parece que la situación está un poco complicada, tampoco les asusta que sea Vox que se haga con el poder. Están convencidos de que son capaces de arreglarlo cuando la experiencia nos dice que no es así. No hay más que mirar recientemente lo que ha sido el nazismo de Alemania, lo que ha sido el fascismo de la Italia de Mussolini, de lo que ha sido el franquismo y de lo que están siendo algunos partidos de extrema derecha que están gobernando Europa. Para que lleguemos a la normalidad absoluta, o por lo menos a la normalidad que nos permita llevar una vida políticamente correcta y que de alguna forma defienda la democracia tal y como la entendemos, un país que ha vivido en la dictadura lo tiene realmente muy mal. Según Kapuscinski harán falta todavía cien años”.

Con la elegancia y el atractivo de 'quien tuvo retuvo' que deslumbró a Umbral, a García Márquez, a Carlos Fuentes y a muchos otros, una veintena de laureados libros y muchas vidas en una, ni las arrugas ni los achaques de la edad le impiden seguir llevando siempre el pasaporte en el bolso para “no desaprovechar ninguna posibilidad de viaje”. Sin renunciar a su infatigable lucha por hacer de este un mundo un poco mejor, la escritora no ve series de televisión “porque voy siempre esperando que el día tenga más de veinticuatro horas porque no me da tiempo a hacer todo lo que quiero hacer”.

Contemplando sin interferencias la belleza y el caos del mundo desde su masía del Ampurdán, escuchando a Amy Winehouse y el imprescindible All you need is love de The Beatles, Rosa Regás despide su Playlist convencida de cuál es su sitio: “Después de tanto movimiento, de tanto viaje, en el final de mi vida, mi puesto está donde estoy ahora. Tengo una numerosa familia creadora y sonriente con la que me entiendo y me divierto. Vivo en una casa luminosa que, en los últimos cincuenta años, he hecho crecer y adaptarse a lo que somos hoy. Rodeada de árboles que plantaron hermanos y amigos vivos, ausentes o muertos, que ahora me hacen compañía día y noche. Tengo también una inmensa biblioteca y toda la música que deseo a mi alcance, una larga novela a medio escribir y poseo una mente que sigue funcionando y suaviza, incluso aleja, los trastornos físicos que la edad me presenta a diario. Me faltan hermanos y amigos del alma que ya murieron, pero aun así, ¿qué más podrían añadir los dioses a mis aspiraciones ya cumplidas?”.

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