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El hostal de las mochilas pesadas

El hostal donde son acogidas personas que se han quedado en la calle en Madrid

Gabriela Sánchez

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Los folletos de excursiones guiadas acumulan polvo desde que dejó de escucharse el trajín de las maletas. La recepción está desierta, nadie observa ya las cámaras de seguridad situadas tras el mostrador de madera por el que pasaban decenas de mochileros cada día. Las habitaciones, el patio y la cafetería han dejado de recibir clientes desde hace más de 40 días, pero sus camas no están vacías.

En ellas duerme medio de centenar de personas que han perdido su hogar justo cuando les obligaban a quedarse en casa. Entre sus paredes de madera y estampados hipsters, Cruz Roja ha alquilado el edificio para instalar un albergue de emergencia social en el centro de Madrid, con el objetivo de dar una respuesta a quienes, por diversas razones, han dejado de tener un lugar donde vivir durante el estado de alarma.

Frente al piano blanco de la moderna sala de estar ya no se sientan los turistas que compartían improvisados conciertos en Instagram. Ahora lo toca Elisa*. Los nervios, disparados tras los angustiosos días anteriores a su llegada al hostal, se pausaron cuando entró en la habitación. Sus ojos verdes se anclaron en ese instrumento que toca desde los seis años, el mismo que dejó atrás en la casa de la que tuvo que marcharse.

“Este es mucho mejor que el mío”, comenta Elisa días después en el patio del albergue, aún con ojos de entusiasmo. La mujer recuerda haberse girado sobre sí misma en busca de una aprobación para olvidarse de todo frente al piano. Una voluntaria de Cruz Roja asintió. ‘Comptine d'un autre été’, de Yeann Tiersen, empezó a sonar por distintas zonas del hostal. Muchos de los huéspedes se acercaron a escucharla. Elisa se sintió a salvo.

El lugar donde vivía se convirtió en una cárcel durante el estado de alarma. Sin papeles, un conocido le ofreció “trabajar” en su casa como interna con la promesa de “ayudarla” a regularizar su situación, detalla la mujer. No le pagaba, solo le daba la comida y un sofá donde dormir. Elisa accedió. No tenía nada, sus escasos ahorros se agotaban y necesitaba un lugar donde quedarse.

Poco tiempo después, empezó a percibir miradas cada vez más fijas, sugerencias de que durmiera en su cama, intentos de abuso, según su testimonio. “Yo le respondía de manera contundente, le decía que teníamos un acuerdo y no llegaríamos a más”, recuerda Elisa, quien se sentía atrapada por su situación económica. Decretada la cuarentena obligatoria, la sensación de ahogo aumentó al mismo ritmo que los episodios de acoso. Él le impedía que saliese al balcón. “Por si alguien me veía”, cuenta la huésped del hostal. “Un día me enfrenté a él y me empezó a tirar cosas. Estaba fuera de sí y llamé a la Policía”, recuerda en voz baja Elisa, con el móvil sobre la mesa. Los cascos por los que escucha música durante horas en su nuevo hogar continúan enchufados.

Una mujer rubia, alta, labios pintados de fucsia y coloretes marcados irrumpe en el patio. Se enciende un cigarro, charla con otros compañeros entre carcajadas y bromea con el niño de otra de las familias acogidas, con el que pasa horas durante el confinamiento. Lola* se mueve por el hostal con soltura. “¡Yo lo estrené! ¡Fui la primera!”, presume la mujer con salero. Se hace oír, y el resto escucha.

Lola, de nacionalidad española, se sienta en una de las sillas metálicas donde los turistas descansaban tras patear la ciudad. Sobre la pequeña mesa donde deja un pequeño neceser violeta que habla de igualdad. Se lo trajo del lugar donde pasó los primeros días de confinamiento, un centro para mujeres maltratadas de la Comunidad de Madrid. Según denuncia, fue expulsada de este lugar tras varias “faltas de comportamiento”. Tras dormir varios días en un parque, asegura, Cruz Roja la trasladó al hostal.

Aquí se siente eufórica. En esta época, dolorosa y asfixiante para tantos, Lola ha encontrado un paréntesis de tranquilidad en medio de la pandemia. Una temporada de cierta paz surgida de la desgracia. Entre la ansiedad del pasado y el miedo al futuro, esta mujer disfruta a golpe de copla del tiempo en una especie limbo.

Poco antes de la conversación, Lola asomaba la cabeza, con el pelo aún mojado, por la ventana de una de las habitaciones: “Churri, ¿sigues dándole?”, pregunta desde arriba a otra de sus compañeras de estancia. Se dirige a una mujer morena, con camiseta blanca y mallas azules que sigue los movimientos de una entrenadora virtual. “Ahora, un poco de Zumba”, responde desde la planta baja, entre paso y paso, en la esquina del patio que ha convertido en su gimnasio personal durante la mañana. En la mesa de al lado, dos hombres permanecen concentrados en su tablero de ajedrez sin apenas detener la mirada en los meneos surgidos a unos metros.

María se tuvo que marchar de la casa donde vivía y no quiere pensar. Encadena una actividad tras otra sin pausa. Teme dejar espacio a la hilera de preocupaciones que siguen a lo que pasó y se adelantan a lo que pasará. Esas que no se irán por más que las esconda entre decenas de tutoriales de Youtube. Acaba la clase de Zumba. Saca de una bolsa un ovillo de lana azul y dos agujas. Se sienta en la silla, busca una clase on line de costura y empieza a tejer.

No parece que necesite las indicaciones que se escuchan en el patio desde el altavoz del teléfono. Maneja las agujas con fluidez, aunque no hacía ganchillo desde las clases de costura recibidas en la escuela hace más de 30 años, en su país, El Salvador. “Hay cosas que parece que nunca se olvidan”, dice María, con el pelo aún húmedo por el sudor.

Duerme junto a otras seis mujeres en una de esas habitaciones compartidas donde pasaban la noche los mochileros con presupuesto más limitado antes de que el coronavirus comenzase a restringir el turismo. María no viaja desde que tomó un vuelo con destino España junto a sus dos hijos desde San Salvador. Era para quedarse. El temor al virus ni se asemeja al terror que sentía cada vez que las pandillas se dirigían a su hijo.

Las amenazas les empujaron a marcharse a Madrid, donde aún esperan la resolución de su solicitud de asilo. Los caseros de sus hijos, independizados, no les permitieron acoger en sus habitaciones a su madre cuando las cosas volvieron a torcerse en pleno estado de alarma.

Media hora después de empezar con el ganchillo, la mujer ya casi ha terminado un tapete azul. “¡Aquí estamos recuperando los hobbies de hace décadas!”, comenta Ángel desde la mesa de al lado. Como la mayoría de las personas acogidas, este hombre de 51 años ha llegado aquí tras una cadena de circunstancias. “Es un poco surrealista”, comenta mientras fuma un cigarro. La cuarentena le pilló en un momento malo, antes de viajar a la provincia de Barcelona para intentar conseguir trabajo a través de un contacto, pero el coronavirus ha parado todo. Una amiga le había dejado quedarse en su casa una temporada antes de la declaración del estado de alarma. El confinamiento de la convivencia no iba bien y tuvo que marcharse, según su testimonio. Pasó unos días en la calle, hasta que Cruz Roja le concedió una plaza.

A partir de las 11 de la mañana, un grupo de niños y niñas hacen sus deberes en el comedor. “A - be - ja”, deletrea una de las voluntarias de Cruz Roja, una profesora jubilada que cada mañana da clases de apoyo a los menores que esperan su vuelta al colegio en el hostal madrileño. Entre los pequeños, la hija de Marcos y Ana responde con atención los ejercicios de su cuaderno y ríe con algunas bromas de sus compañeros.

Cuando sus padres tuvieron que abandonar el lugar de donde vivían por segunda vez en un mes, a la niña de diez años apenas le salían las palabras. El miedo, decía, le impedía hablar. Ahora pega un salto de la cama cuando llega la hora de levantarse, se peina y corre a sus clases. En la segunda planta del edificio, en una habitación doble, sus padres celebran su mejoría: “Vuelve a ser ella”, dicen, sentados sobre una de las camas de colcha blanca.

La familia no suele bajar mucho al patio para evitar que su hija pequeña, de diez meses, inhale el humo de los fumadores que se acumulan al aire libre. Prefieren quedarse tranquilos en alguna de las dos habitaciones dobles, de paredes de madera y pintadas con líneas de colores, que les corresponden. Llevan escasos días en el hostal y no pueden evitar pensar en ese futuro que pocos logran descifrar. Marcos se quedó sin trabajo debido a la crisis de la COVID-19 y se han quedado sin nada. Se sienten tranquilos mientras el hostal siga operativo pero temen ese momento en el que “todo pasará” para muchos, pero para ellos todo empezará de cero.

Se acerca la hora de la comida y los huéspedes empiezan a acercarse al comedor donde los voluntarios de Cruz Roja repartirán la comida. Yann Tiersen suena de nuevo. La familia de Marcos y Ana, sentados en el sofá marrón, observa el breve concierto improvisado. Lola mira a la pianista desde la ventana del patio.

Elisa vuelve a tocar su canción favorita. Cuando estaba en la casa donde se sentía encerrada, a las 20 horas buscaba un momento de liberación en su balcón. “Me gustaba tocar el piano, un teclado pequeñito que tenía, en el momento de los aplausos. Para animarnos todos juntos”, recuerda, “pero él dejó de permitirme salir al balcón, ponía macetas bloqueando la puerta y, si intentaba moverlas, se enfadaba”. Ahora aprovecha cualquier excusa para sentarse frente al piano y olvidar.

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*Los nombres utilizados son ficticios por preservar su intimidad.

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