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Infección, inflamación y coagulopatía: los tres mecanismos que hacen que el coronavirus parezca un monstruo de mil cabezas

Una trabajadora del área de rayos del hospital muestra unas radiografías de los pulmones de una persona afectada por COVID-19.

Jesús Méndez

Agencia SINC —

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El SARS-CoV-2 es un coronavirus nuevo que todavía estamos tratando de conocer. Aunque el 80 % de las personas infectadas lo supera sin mayores problemas, el resto puede sufrir complicaciones que en algunos casos llevan a la muerte. Su puerta de entrada es principalmente respiratoria, pero en esos pacientes no parece comportarse como una neumonía más y en bastantes de ellos llega a afectar a órganos como el corazón, el hígado o el riñón.

Es un virus más peligroso que muchos de los que estamos acostumbrados a ver, pero ¿es esencialmente tan diferente a todos los demás?

Los síntomas que provoca al inicio son muy variables, derivados del tipo de células que puede infectar o de la reacción que provoca. Los más comunes son fiebre, tos o cansancio, pero no siempre están presentes. Otras posibilidades son el dolor de cabeza, la pérdida del gusto o el olfato, diarreas y náuseas, conjuntivitis o lesiones en la piel, entre otras. Es importante conocerlos para sospechar su presencia en todos estos casos —más aún en la fase de desescalada—.

Pero esa variabilidad no es en absoluto exclusiva del coronavirus. Un herpes puede causar desde una lesión en la piel hasta una encefalitis. El virus de Epstein-Barr provoca la mononucleosis o enfermedad del beso, que puede ser completamente asintomática o muy incómoda y que en algún caso excepcional provoca un tipo de cáncer de la sangre. Muchos otros virus pueden dar lugar a la pérdida del olfato.

Por sus particularidades, por su gravedad y seguramente también porque no tenemos inmunidad específica contra él, el coronavirus no es una gripe, pero “¿es la COVID-19 fundamentalmente diferente a otras enfermedades o es que tenemos muchos casos a la vez?”, se preguntaba en un artículo el oncólogo y hematólogo Vinay Prasad. La avalancha abrumadora de casos muestra en directo y al instante toda su posible variabilidad.

Prasad considera que la COVID-19 puede haber despertado una suerte de mística clínica, la sensación de que es algo tan inusual que requiere abordajes muy diferentes a los acostumbrados. Y eso puede ir en contra de algunas prácticas basadas en la evidencia. Para el inmunólogo Stanley Perelman, las múltiples caras del virus se están viendo porque es una enfermedad nueva y porque es peligrosa, de ahí que se esté estudiando con tanta intensidad. Pero en realidad, según él, no es algo en esencia tan singular.

Si los síntomas son variables —ya sea por el propio virus, por los grandes números o por ambas cosas a la vez—, también lo pueden ser las complicaciones. Más allá de la insuficiencia respiratoria, los pacientes graves pueden tener problemas neurológicos, de corazón, hígado o riñón, entre otros. Eso no quiere decir que el virus actúe de forma estratégicamente diferente en cada lugar, sino que las manifestaciones dependen del órgano que daña.

Y lo que vamos sabiendo es que hay tres mecanismos fundamentales que actúan: el daño directo del virus a las células, la inflamación que provoca como respuesta y la coagulopatía generada. Contra lo abrumadora que puede resultar la variabilidad a nuestros ojos esas son, con sus particularidades, las tres carreteras centrales del nuevo coronavirus. Las que, a falta de vacuna, se trata de conocer y bloquear.

La inflamación y su director de orquesta: el endotelio

Desde los primeros casos que llegaban graves a los hospitales se observó un hallazgo particular en bastantes de esos pacientes. Presentaban valores muy altos de dímero-D, un marcador que puede indicar la presencia de trombos en los vasos sanguíneos.

La sospecha se confirmó con las primeras autopsias: el virus provocaba por sí mismo graves daños en los pulmones, pero muchas de las personas que morían lo hacían también con trombos en esos órganos. Aunque “eso no significa que estén muriendo debido a ellos”, matiza Manuel López Meseguer, neumólogo en el hospital Vall d´Hebron de Barcelona. “De hecho, la presencia de trombos asintomáticos es más habitual de lo que pensamos”.

Uno de los principales problemas que provoca el coronavirus es que puede desatar una reacción de defensa desproporcionada. Esa llamada tormenta de citoquinas es una de las principales causas de muerte en los pacientes, al provocar una inflamación que daña órganos y tejidos. Uno de ellos es el endotelio, la fina capa de células que tapiza por dentro los vasos sanguíneos. Un actor que se antoja protagonista.

El endotelio no es una pared pasiva que solo contiene a la sangre”, explica Marta Palomo, investigadora del funcionamiento del endotelio en el Instituto de Investigación Contra la Leucemia Josep Carreras, en Barcelona. “En realidad se considera un órgano expuesto a la práctica totalidad de los estímulos y que continuamente responde ante ellos”, completa.

Con una superficie de aproximadamente seis pistas de tenis, pero muy heterogéneo según su localización, no solo regula el tono de los vasos —si se abren o cierran—, sino que está en constante diálogo con el sistema inmunitario para regular la inflamación y controlar el paso de células y líquidos a su través. Además, se puede activar para influir en la coagulación.

Efecto bola de nieve

“Aunque su comportamiento es un continuo, se suele hablar de activación endotelial y de disfunción endotelial”, continúa Palomo. “Esto último sucede cuando la activación se pasa de frenada y se vuelve prácticamente irreversible. Es lo que parece que está ocurriendo en bastantes de los casos graves con coronavirus”.

La inflamación desatada por el virus irrita y daña el endotelio, que a su vez responde exaltando esa inflamación en un efecto recíproco en bola de nieve. Además, al igual que hacen otros virus, el coronavirus es capaz de infectar las propias células endoteliales.

“No tengo dudas de que el endotelio es el director de orquesta de toda esa inflamación”, asegura José María Moraleda, jefe del Servicio de Hematología del Hospital Clínico Universitario Virgen de la Arrixaca, en Murcia, y expresidente de la Sociedad Española de Hematología. Ya se sospechaba en algunos casos de gripe A. “Solo hay que ver los factores de riesgo”, apunta.

Entre esos factores, además de la edad y otras patologías previas, destacan sobremanera los vasculares: hipertensión, diabetes, enfermedades cardiovasculares u obesidad.

“Son pacientes que ya tienen una endotelitis crónica. La infección provoca un insulto agudo endotelial sobre algo crónico y se desata la tormenta inflamatoria, con todos los problemas que puede desencadenar a nivel de edema pulmonar (líquido en el pulmón) o de activación de la coagulación con microtrombosis, que puede afectar a múltiples órganos”, exploca Moraleda.

La sorpresa y un ensayo original

Cuando se conocieron los factores de riesgo, el asombro venía de encontrarlos en una enfermedad originalmente respiratoria. “Pero, en el fondo, son los factores de riesgo de una sepsis”, razona Moraleda. Una sepsis es una reacción desproporcionada ante una infección, aunque más frecuentemente bacteriana. Es una de las principales causas de muerte en el mundo. La disfunción endotelial parece jugar un papel clave en ella y los factores de riesgo encajan casi como un guante con los del coronavirus.

Pero no todas las voces están de acuerdo siquiera con el paralelismo. “Yo no creo que sea ni mucho menos lo mismo que una sepsis bacteriana, los receptores del sistema inmunitario activados son diferentes”, responde Carolina García-Vidal, especialista del Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Clínic, en Barcelona.

“Los pacientes están graves, pero presentan algunas características diferentes: entran menos en shock y tienen más trombosis”, asegura. Lo que está claro es que es necesario frenar estas últimas. Para ello se está administrando a los pacientes un anticoagulante como la heparina, y se estudia dar otros medicamentos más potentes para deshacer los trombos una vez ya formados.

Además, se acaba de iniciar en España un ensayo clínico con un fármaco muy particular, el Defibrotide, un protector endotelial que podría limitar la inflamación y la formación de trombos. El responsable clínico es el propio José María Moraleda, y en el laboratorio en el que trabaja Marta Palomo estudiarán parte de sus mecanismos.

“Estábamos estudiando el papel del fármaco en una complicación muy grave de los trasplantes, que es la reacción injerto contra huésped”, explica Moraleda. “Esa reacción produce una tormenta inflamatoria muy fuerte. Si no hacemos nada, el 100 % de los ratones se muere, pero cuando les damos el medicamento sobrevive hasta el 80 % [los resultados están aún pendientes de publicación]. Lo curioso es que los mensajeros de la inflamación son muy parecidos a los desatados por el coronavirus”, comenta esperanzado.

“Además, el Defibrotide está aprobado para la enfermedad veno-oclusiva hepática, una complicación de los trasplantes que da lugar a microtrombos de forma muy similar a lo que sucede en la COVID-19. Decidimos que merecía la pena organizar un ensayo clínico y lo montamos en un tiempo récord de un mes”, explica.

El ensayo, que se realizará en distintos hospitales de España, se ha organizado en varios grupos de pacientes graves, contará con grupos de control y esperan tener resultados en pocos meses. Otros equipos internacionales también planean reproducirlo.

Destrucción dentro del pulmón

“La impresión que tenemos es que el virus provoca una destrucción pulmonar muy importante”, comenta Oriol Roca, especialista en la UCI del hospital Vall d´Hebron, en Barcelona. “Yo diría que los enfermos mueren principalmente de insuficiencia respiratoria”, apunta Manuel López Meseguer. “Pero muchas veces complicada por la inflamación y el daño multiorgánico por la coagulopatía”, añade Roca.

Los receptores que usa para entrar en las células están muy presentes en el pulmón, al que puede invadir en profundidad, pero también se encuentran en el endotelio, el riñón o el corazón, y se estudia hasta qué punto aparecen también en el hígado o el cerebro. Aunque pueda provocar daño directo en estos otros órganos, parece que las complicaciones dependen más de la reacción exagerada que genera. “Hasta que no tengamos resultados de muchas más autopsias no sabremos exactamente las causas de las muertes”, lamenta Moraleda.

Una de las particularidades del nuevo coronavirus es lo que se ha dado en llamar hipoxemia silenciosa, una anomalía que el médico Richard Levitan describía así en The New York Times: “La gran mayoría de los pacientes de neumonía por COVID-19 que conocí tenían una saturación de oxígeno notablemente baja en el triaje —aparentemente incompatible con la vida—, pero todavía usaban sus teléfonos móviles mientras los conectábamos a los monitores. Aunque respiraban rápido, no parecían estar sufriendo demasiado, a pesar de los niveles peligrosamente bajos de oxígeno y la terrible neumonía que mostraban sus radiografías de tórax”.

Uno de los mecanismos que podría explicar esa hipoxemia silenciosa es precisamente la afectación de los vasos sanguíneos. En ese momento los pulmones todavía responden, pero el daño vascular dificulta que el oxígeno llegue a la sangre. A cambio, el dióxido de carbono pasa mucho mejor y los pulmones son capaces de expulsarlo. Como el dióxido de carbono es el principal estímulo para notar la falta de aire, esta no se percibe hasta mucho después.

“Esa es una explicación posible”, asegura Roca. “La otra es que el virus pueda estar afectando a la zona del tronco del encéfalo que capta esa señal y que controla la respiración. De hecho, las dos pueden estar sucediendo”.

Curiosamente, la gripe A también provocaba daño vascular en el pulmón. “Quizás si hubiera habido más casos y se hubiera estudiado habríamos visto también este fenómeno”, aventura Moraleda. “Lo que nosotros estamos viendo es que aquí el daño vascular es mayor”, explica Roca, quien de todas formas reconoce que “todavía se nos hace difícil pensar y esquematizar. La avalancha ha sido tal que solo podíamos actuar”.

García-Vidal se desmarca de posibles paralelismos con la gripe A. “Es una entidad distinta. Por ejemplo, en la gripe el papel de la interleuquina 10 [un mensajero de la inflamación] es mayor, y eso probablemente se relaciona con un mayor riesgo de aspergilosis invasora. En la pandemia por SARS-CoV-2 esperábamos también tener mucha coinfección por este hongo y prácticamente no lo hemos visto, porque sus mediadores inmunitarios más importantes son las interleuquinas 1 y 6”.

Los tiempos de tratamiento

Aun sin apreciarlo, los pacientes pueden estar respirando más rápidamente tratando de paliar la falta de oxígeno. Eso puede ser perjudicial y, junto con otros autores, así lo recogió en un artículo que se ha hecho bastante popular el anestesiólogo italiano Luciano Gattinoni. “Está descrito que puede ser así”, corrobora Roca. “El aumento de la ventilación —producido en su mayor parte por un aumento del volumen inspirado— y el esfuerzo acompañante pueden contribuir al daño pulmonar”.

Otra de las novedades que planteaba ese artículo era que el coronavirus creaba un síndrome pulmonar muy particular, y que debía retrasarse la intubación lo máximo posible en los pacientes. Roca no está tan de acuerdo con esto: “Debemos aplicar criterios individualizados, pero en base a lo que conocemos y que sabemos que funciona”, asegura, rehuyendo la mística peligrosa a la que aludía Prasad.

En cualquier caso, detectar a tiempo la hipoxemia silenciosa podría ser importante en el pronóstico, de ahí que ya se esté proponiendo el uso de pulsioxímetros caseros en la población de riesgo. Aplicar oxígeno de forma temprana limitaría el daño provocado y permitiría aplicar tratamientos de forma más precoz.

“Cuando llegan al hospital muchas veces ya se ha desencadenado la tormenta inflamatoria”, apunta García Vidal. El tratamiento para cortar las carreteras centrales en los pacientes que se complican también depende del tiempo. Si se consiguiera un antiviral eficaz —de momento el más prometedor es el remdesivir, pero su eficacia no está clara— o un anticuerpo capaz de neutralizar al virus, lo ideal sería darlo en la fase temprana de la enfermedad, cuando la carga viral es mayor.

Frenar la inflamación

Los inmunosupresores para frenar la inflamación deberían administrarse preferentemente antes de que la tormenta se desatase y en las dosis adecuadas, buscando un equilibrio para no dejar que el virus progrese. “Seguramente lo mejor será usar inhibidores de las interleuquinas 1 y 6”, explica García Vidal, “que son más rápidos y selectivos que otros, como los corticoides”.

Y, en general, habría que vigilar, prevenir y tratar posibles complicaciones de la coagulación, ojalá pudiendo proteger al endotelio.

Solo el tiempo nos dirá cuánto tenía el nuevo coronavirus de particular. Cuánto estaba en su propia naturaleza, en nuestra falta de inmunidad o en los grandes números que nos mostraban todas sus posibles consecuencias en un directo abrumador.

Mientras tanto, y a la espera de una vacuna eficaz, debemos estar atentos a la variabilidad de sus síntomas para atajar los contagios, recordando que no es un monstruo de mil cabezas pese a su aparente versatilidad. Que hay carreteras principales que cientos de ensayos están tratando de cortar.

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