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'Santiago en el fin del mundo', la vida en Hispania del hombre que ha inspirado la mayor peregrinación de la historia

Portada de 'Santiago en el fin del mundo'.

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Una barca entre la bruma

Unos remos se mueven entre la bruma. En silencio, casi sin tocar el agua. No es la primera vez que recorren esa ribera. Será la última. De noche, cualquier ruido es amenaza. Y esta es particularmente oscura. Las aguas corren tranquilas, aunque congeladas. No importa la estación, la humedad y el frío son una constante en estas tierras. No pueden despistarse o serán descubiertos. 

Una luz, al fondo, se sacude a derecha e izquierda. Después, desaparece. Es la señal convenida, el signo de que han llegado. El timonel marca fijo el rumbo, mientras su compañero alza los remos y se deja arrastrar por la corriente, con la soga entre las manos, dispuesto a atracar en el lugar apropiado. No tardan en alcanzarlo. 

Un golpe maestro, y ¡zas!, se cierra el lazo y la cuerda se tensa, con un leve tirón. En la orilla, otras manos recogen la cuerda y la introducen en el pedrón que les servirá de amarre. La misma piedra, los mismos protagonistas. Un abrazo fugaz, y Vamos, tenemos que partir de inmediato.

El arca pesa demasiado, por eso el pastor que les aguarda ha dispuesto un carro con bueyes: la historia se repite. La luna sigue oculta al paso de los tres peregrinos, como si no le tocara trabajar aquella noche. Las bestias tiran con fuerza, empujadas por los hombres, y acaban por coronar el monte, dejando atrás el destacamento romano y el pequeño enclave donde uno de ellos ha logrado formar una pequeña comunidad, un pequeño templo en el que comenzar esta apasionante historia. Nadie los ha visto. 

Solo entonces pierden un momento en abrazarse, reconocerse, sonreír. Hace tanto tiempo, parecen años. De modo que al final ocurrió. Nos sorprendió tanto como a ti, Pedro. No creas, algo sabía, ¿y Fileto?, y un silencio hondo vuelve a cubrir la noche. No tenemos tiempo que perder, he dejado todo listo, pero no quiero que nadie, nunca, sepa qué habéis venido a hacer. Nadie lo sabrá, al menos hasta que llegue el momento. Siempre con la palabra justa, Teodoro. No sería nada sin Atanasio, ya lo sabes, amigo. Marchemos, quedan pocas horas de oscuridad. 

El camino no está vigilado en noches como esta, los romanos temen más a las bruxas y a los lobos que a ladrones o asesinos, a estos últimos sabrían cómo combatirlos. 

Pero no en noches como esta. Una vez alcanzado el llano, el carro toma velocidad y los tres amigos logran subirse a él, en apenas una hora alcanzan O Milladoiro. Siguiendo los mojones dejados en otra vida.  

De modo que aquí sigue. No lo hubiera reconocido de no ser por ti. Yo jamás olvidaré lo que vivimos, lo que sufrimos, en este lugar. Mejor no pensarlo. Mejor, sí. Aunque nunca entenderé por qué precisamente aquí. Ninguno lo hacemos, pero es lo que está escrito, y es nuestro deber. Lo es. Hagámoslo. Sí, bajemos. 

No queda rastro de la destrucción, apenas medio año del desastre, la muerte, el horror. Pero el mundo entero estaba dormido en este lado del fin del mundo, y nadie recuerda qué demonios ocurrió. Solo Pedro se percató a tiempo, y eso salvó la vida a todos. A casi todos. 

Es aquí. ¿Estás seguro? Lo estoy, lo encontré de inmediato, había una vieira encima del montículo. Entonces no hay duda. ¿Seguros? Como que es de noche, Teodoro. Bajemos entonces. Bajemos. 

Las bestias se quedan arriba. Mirando a todas partes, pese a que desde aquella última vez la vida había desaparecido de aquel lugar del mundo. Descendiendo con cuidado, uno a cada lado, otro delante, sosteniendo el arca de mármol. Aquí es. Cavemos. Cavemos. Apenas tuvieron que hacerlo: Pedro ya había dejado el trabajo prácticamente concluido, aunque se afanó por disimularlo ante posibles miradas de extraños. Por allí jamás pasaba nadie, Pero hay que estar alerta. Tienes razón, Pedro. La tengo. 

¿Y ahora qué? Lo que tenemos que hacer. No sé si es justo. Es lo que hay que hacer, no pienses más. ¿De veras deben estar juntos? Es lo que hay. Parece mentira, el cuerpo está completamente conservado. Ya os dije que la vida hace tiempo que dejó de pasar por aquí, aunque volverá cuando terminemos lo que hemos venido a hacer. Tienes razón, Pedro. Ya os lo dije, la tengo.

Con suma delicadeza, toman el cuerpo de aquella mujer, y lo depositan en el interior del sarcófago, donde aguarda, con la cabeza separada de los hombros, el cadáver de Santiago. Cavan un poco más y, cuando estiman que es suficiente, depositan el arca y la tapan a paletadas. Después, lo cubren con hojarasca, y Pedro se guarda la vieira. Ya no la necesitamos para nada. Es verdad. Lo es. 

Quedan apenas dos horas de oscuridad. Debemos regresar y marchar antes de que el pueblo despierte, no es conveniente dar explicaciones. ¿Rezamos antes? ¿Tú crees? Él lo querría. Hagámoslo. De acuerdo, y los tres amigos se toman de la mano y vuelven a pronunciar la oración que su maestro les enseñó, escuchada directamente de la boca del resucitado, y que hacía mucho tiempo no habían podido compartir. Vamos, se hace tarde. Vamos. 

 En el camino de regreso, de nuevo en completo silencio, los bueyes se portan de maravilla. Alcanzan la población sin levantar sospechas, antes de que el sol comience a despuntar por el este. Al otro lado, les espera el fin de la tierra. Ojalá pudierais quedaros un poco más. Ojalá, pero debemos partir de inmediato, antes de ser descubiertos. Además nos espera una última etapa antes de regresar a Caesaraugusta. Lo entiendo. ¿Por aquí todo bien? Creo que la Palabra está calando, poco a poco, estas gentes necesitan tiempo para entender, pero lo harán. Hemos hecho lo correcto. Hemos hecho lo que había que hacer. Otra despedida furtiva y ya, el amor no siempre necesita el contacto, y más entre hombres recios y curtidos en mil batallas. O tal vez sí, pero aquel no era el tiempo de los abrazos. 

Pedro desenreda la soga del pedrón, y la pequeña embarcación se desliza, en el mismo silencio con el que ha llegado, hacia la desembocadura. De allí, al mar y, si los vientos son propicios y los riscos no ofrecen demasiada resistencia, tal vez puedan descansar en el lugar donde se pierde el sol. Allá donde se acaba el mundo, donde lanzar las piedras del camino y poder, finalmente, dar por concluida aquella aventura. 

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