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Un PSOE-PSC a la alemana

Juan Rodríguez Teruel

No es extraño que el PP haya recomendado encarecidamente al PSOE que rompa con el PSC y se presente directamente en Cataluña. Tampoco es original: los partidos nacionalistas llevan años pidiendo al PSC que haga lo mismo y disuelva sus lazos con el PSOE. Que sea una propuesta interesada no les quita razón: nada mejor para favorecer electoralmente a PP, CiU o ERC que una explosión del espacio socialista en grupos diversos y enfrentados por cuestiones identitarias, lingüísticas o territoriales. No sólo serían más pequeños sino que se pasarían el resto del tiempo discutiendo sobre lo que les divide y no sobre lo que les debería unir.

Aunque resulta menos obvio, tampoco sorprende excesivamente que algunos líderes territoriales del PSOE hayan flirteado con la ruptura del PSC. Hablaban para sus electores locales, al menos para aquellos más sensibles con la españolidad del partido y preocupados por el ‘ruido’ que proviene de Cataluña. Lo paradójico es que cuando estos hablan para sus votantes extremeños, andaluces, castellanos o madrileños, lo hacen con la misma voluntad y receptividad con que el PSC trata de hacerlo hacia sus respectivos votantes catalanes. Algunos incluso plantean que el PSOE debería reforzar su E para que pueda representar una voz única en toda España. ¿A qué idea de España le puede crujir una coalición como la que mantienen el PSOE y el PSC desde hace 36 años? En cualquier caso, a una idea de la nación más restrictiva y empequeñecida que la que auspició el pacto entre socialistas catalanes y el PSOE en 1977-78.

No dramaticemos: los socialistas afrontan el problema frecuente de todos los partidos de ámbito estatal que aspiran a representar electoralmente a sus ciudadanos en un Estado descentralizado, donde existen hechos nacionales o diferenciales internos. Este es un fenómeno cada vez más común en Europa y más allá. Y en cada caso, los partidos han tratado de encontrar fórmulas diversas que procuren combinar lo uno y lo diverso.

¿Cómo reaccionan los partidos ante esta situación? Sin entrar en casos complejísimos, como el de India, existen tres grandes modelos de articulación de los partidos en países federales, descentralizados o con realidades nacionales segmentadas en su interior. En un extremo, los partidos unitarios fijan un discurso muy homogéneo nacionalmente, aunque esto les lleve a ser irrelevantes o minoritarios en aquellos territorios con identidades diferenciadas a los que renuncian a representar. Es el caso del partido conservador británico, que apenas existe en Escocia. En el otro extremo, los partidos divididos o incluso truncados deciden existir sólo en uno de los niveles electorales. El caso de manual pertenece al Canadá, donde unos partidos se presentan sólo en el nivel federal, mientras que otros se limitan al ámbito provincial (imagínense al PSOE presentándose en Cataluña en las elecciones generales mientras que el PSC lo hiciera sólo en las autonómicas catalanas). Más peculiar, y divisivo, es el modelo de partidos belgas, que se han dividido por territorios, hasta el punto de que no existe un partido nacional belga relevante.

Entre ambos extremos, se dan diversas opciones de integración más o menos fuerte entre la organización estatal y las suborganizaciones regionales. El conflicto nunca falta. Allí donde existen fuertes diferencias territoriales, ningún partido nacional se salva de las tensiones que se pueden producir entre el centro y la periferia. El reto de los partidos es conjugar la defensa de un proyecto común con la representación de las diversas identidades, culturas e intereses territoriales que se dan en sociedades plurales. No hay una fórmula mágica ni un patrón único para este reto. Lo que menos sucede es que los partidos renuncien a adaptarse a las peculiaridades de cada territorio para ganarse el apoyo mayoritario del electorado. No hace falta ir muy lejos, porque España es un caso ‘ejemplar’ que cada día despierta más interés entre observadores y expertos del resto de Europa.

A pesar de la machacona insistencia, por parte de algunos líderes y partidos, en tener un ‘mismo mensaje en todas partes’, hoy ya sabemos que los principales partidos españoles prefieren adaptar sus programas y sus estrategias a cada territorio. El que más varía su discurso, y con más eficacia, el PP. Con ello, mejoran su representación y contribuyen a integrar la pluralidad de la política y la sociedad española. Todos sabemos que España no es Portugal ni Japón: por muy grande que hagamos la bandera, hay muchas formas de sentirse español, y hay muchos españoles que no se sienten tales. Y muchos de estos han votado PSOE e incluso PP. ¿Por qué renunciar a ellos?

Ese es el origen del PSC-PSOE. En 1977, se creó la coalición entre el PSOE y los socialistas catalanes para alcanzar la unidad –sin precedentes- del socialismo en Cataluña, que daría lugar a la creación del PSC un año más tarde. Hoy muchos socialistas han olvidado los motivos y la estrategia que llevaron a Alfonso Guerra y Felipe González a crear una alianza muy peculiar (y muy exitosa para ellos y para España), cuyos fundamentos ideológicos recogían, entre otros, el reconocimiento del carácter nacional de Cataluña y la reclamación del derecho a la autodeterminación. Pero esta alianza también se reprodujo en otras fuerzas políticas. Así sucedió con la relación entre PCE y PSUC, luego reeditada con la coalición IU-ICV. O con la alianza entre PP y UPN en Navarra. Es verdad que en ambos casos, tanto IU como PP acabaron rompiendo, con los años, con sus referentes políticos y presentándose directamente. Resultado: no muy bueno. Tanto EUiA como el PP navarro se convirtieron en fuerzas políticas irrelevantes en Cataluña y Navarra.

Quizá lo más curioso de la alianza entre PSOE y PSC es la informalidad con que han llevado sus relaciones, y la escasísima evolución que estas han experimentado desde 1977. Cuando ambos partidos decidan revisar sus relaciones en serio, se encontrarán que el único documento de reglas que poseen a tal fin es un breve reglamento sobre cómo han de comportarse en el Congreso, redactado antes de que se creara el propio PSC. Esa informalidad fue útil y llevadera mientras el PSC fue un partido de oposición en la Generalitat de Cataluña. Pero cuando llegó al gobierno, de la mano de ERC e ICV, y trató de comportarse, por ejemplo, como el PSOE de Chaves, Bono o Rodríguez Ibarra, es decir, con discurso propio y fuerte autonomía para mejorar su credibilidad ante sus votantes, el juego de equilibrios, pactos tácitos y creencias presuntamente compartidas se resquebrajó.

¿Qué van a hacer ambos partidos a partir de ahora? No parece que nadie se pueda tomar en serio las llamadas a la ruptura, al menos si asumimos que los partidos suelen ser actores racionales que no se dejan llevar por sentimentalismos ni bravuconadas. Más bien, ahora deberán hacer aquello que no se hizo durante más de tres décadas: clarificar las reglas con las que deben funcionar. ¿En qué sentido?

  • La alianza en el Congreso: A menudo se ha focalizado esta cuestión en torno a la reclamación de un grupo parlamentario propio del PSC. Innecesario. Mucho menos costosa y más expresiva es la posibilidad de voto diferenciado en cuestiones específicas. Por mucho que se explique, no se entiende que el PSOE imponga a los diputados del PSC una multa por votar lo mismo que votaron en el parlamento catalán unos días antes, y en cambio aplaudan si el PSC vota distinto una misma decisión en ambos parlamentos.
  • La alianza en el gobierno: Durante años, hemos asistido a una anomalía de la que nadie ha querido extraer las implicaciones derivadas. ¿Han sido los gobiernos de González y Zapatero gobiernos de coalición entre PSC y PSOE? La práctica de elevado personalismo que caracteriza a los presidentes españoles ha tapado esta cuestión, especialmente en situaciones de mayoría absoluta. No obstante, en momentos donde el PSOE debió buscar apoyos parlamentarios, la supeditación (a veces casi humillante) del PSC ante los socios parlamentarios de turno resultó difícil de sostener, especialmente durante el período de colaboración con CiU entre 1993 y 1996. Por no recordar la turbulenta negociación del estatuto catalán y la culminación final mediante una reunión entre Zapatero y Mas a espaldas de los socialistas catalanes. ¿Cómo negociarán ambos partidos la formación y el funcionamiento del gobierno si algún día vuelven a sumar mayoría parlamentaria? ¿Seguirá siendo el PSC un convidado de piedra a la espera de alguna recompensa en forma de ministerios?
  • La alianza interna: ¿Puede un socialista catalán ser candidato del PSOE a la presidencia del gobierno? Esta es la pregunta que algunos dirigentes socialistas se plantearon a propósito de Narcís Serra y Josep Borrell. Nadie sensato podría argumentar la negativa sin caer en el prejuicio anticatalán. ¿Puede un socialista catalán dirigir la organización federal del PSOE? Esto resulta más controvertido, si ambos partidos pretenden tomarse en serio su aireada autonomía entre organizaciones.
  • La alianza… ¿para hacer qué? Todos los analistas serios coinciden en que el principal motivo para no romper la relación entre ambos partidos es el interés electoral. Pero, ¿resulta suficiente motivo para mantener una relación puramente instrumental? El fracaso de las alianzas que IU y PP mantuvieron con ICV y UPN muestran el límite de relaciones entre partidos para los que el proyecto común se había desgastado. ¿Hasta qué punto está dispuesto el PSOE a tomarse en serio el sentimiento mayoritario que existe en Cataluña de manifestar una personalidad diferenciada en el marco del Estado? ¿Tiene el PSC un verdadero proyecto para incidir abiertamente en la política española? Si Maragall o Serra parecieron tenerlo, no queda claro que sus herederos hayan sabido recogerlo.

Quizá estos interrogantes, que bien podrían ayudar a actualizar el protocolo de relaciones entre ambos partido, pueden sugerir respuestas poco viables de llevar a la práctica. Sin embargo, el PSOE tiene un referente claro en el que reflejarse: la relación que desde hace casi décadas vertebra la política alemana, a través de la alianza entre los democristianos de la CDU y sus homólogos conservadores bávaros, la CSU. En la relación entre democristianos y socialcristianos, ninguno de los interrogantes anteriores ha quedado sin respuesta. Merkel podría muy bien explicarle al líder socialista español cuántos dolores de cabeza les generan sus socios bávaros, y, a pesar de ello, cómo se ha beneficiado la derecha y el federalismo alemanes de esa ‘cooperación interesada’.

No obstante, algunos podrían objetar que la política española y catalana han entrado en un período de clarificación radical, en el que las ambigüedades han llegado a su ocaso. Es posible. Pero a menudo, los que abominan de la ambigüedad y la sutileza en política suelen manifestar, más bien, incapacidad para practicar la esencia de la política democrática: unir la diversidad.

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