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¡Me cago en Franco!

Imagen del Tribunal de Orden Público de 1968, en el día de la toma de posesión de Mateu Canovés (en el centro) como nuevo presidente de la institución franquista.
13 de diciembre de 2025 21:54 h

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El Tribunal de Orden Público, continuador de la labor represiva del Tribunal Especial de la Represión contra la Masonería y el Comunismo, se estrenó con Timoteo Buendía, que al ver a Franco en el televisor de un bar gritó: “¡Me cago en Franco!”. Era el 2 de octubre de 1963 y Buendía había bebido varios vasos de vino, lo cual quizás lo envalentonó y le soltó la lengua. Los jueces no apreciaron ninguna atenuante y lo condenaron a diez años de cárcel. La sentencia contra Álvaro García Ortiz, ex fiscal general del Estado, no ha sido tan severa, pero no es menos arbitraria, pues —como han señalado los votos discrepantes de las magistradas Susana Polo y Ana Ferrer— se ha vulnerado la presunción de inocencia al optar por la hipótesis más perjudicial para el inculpado. 

La sentencia atribuye la filtración del célebre correo del abogado de la pareja de Isabel Díaz Ayuso al anterior fiscal general del Estado “o una persona de su entorno inmediato”. Se da por probado que García Ortiz se comunicó por teléfono con el periodista de la Cadena Ser Miguel Ángel Campos para transmitirle información reservada. Se pasa por alto que la comunicación solo duró cuatro segundos según la grabación de la UCO, un brevísimo lapso de tiempo que puede corresponder con la respuesta automática del contestador y no con una charla que apenas habría permitido formular tres o cuatro palabras. Campos negó que el ex fiscal le hubiera filtrado el correo. El secreto profesional, reconocido por la ley, no incluye el derecho de mentir con impunidad. Si los magistrados que han condenado a García Ortiz estiman que el periodista mintió, su obligación sería incriminarlo por falso testimonio.

En cuanto a la famosa nota informativa del exfiscal no puede interpretarse como un delito, pues no revelaba ningún secreto. Solo incidía en hechos que ya eran de dominio público. Cinco de los siete magistrados del Tribunal Supremo no conceden credibilidad a los testimonios de media docena de periodistas, pero sí se muestran crédulos con las patrañas, los bulos y las manipulaciones de Miguel Ángel Rodríguez, que ya está recorriendo los platos televisivos para celebrar la sentencia y afirmar que la democracia funciona impecablemente en España, pese a las maniobras totalitarias y liberticidas del gobierno de Pedro Sánchez. Al margen de las consideraciones jurídicas, la sentencia consolida algo que ya han advertido muchos ciudadanos: un sector mayoritario de la judicatura está alineado con esa marea reaccionaria que intenta desactivar o cancelar las políticas progresistas. Si un fiscal general del Estado puede ser condenado sin pruebas inequívocas, cualquier ciudadano está expuesto a correr una suerte similar. En cierta manera, la sentencia impone lo que Giorgio Agamben llamó el “Estado de excepción permanente” en la segunda entrega de su tetralogía Homo Sacer. En el Estado de excepción, el poder judicial suspende el derecho presuntamente para proteger el imperio de la ley, pero en realidad lo que pretende es evitar que el derecho se utilice para menoscabar el poder del Estado o los privilegios de las elites. En el caso de García Ortiz, se ignora uno de los fundamentos elementales del derecho —justificar una sentencia con pruebas irrefutables— para fortalecer una perspectiva ideológica. Pienso que Agamben adscribiría esta sentencia a la “guerra civil legal” contra los sistemas garantistas, donde el ciudadano no puede ser despojado de su inocencia por meras especulaciones sin un fundamento empírico. 

Los jueces deben obrar con escrupulosa imparcialidad, pero casos como el de los seis de Zaragoza, condenados sin más pruebas que los testimonios de la policía, la campaña del juez Peinado contra los medios que cuestionan sus procedimientos, el absurdo juicio contra Héctor de Miguel por su broma sobre el Valle de los Caídos, la exculpación de Esperanza Aguirre por su implicación en la financiación ilegal del PP o la extraordinaria sintonía entre M. Rajoy y el juez Ángel Hurtado, instructor del juicio contra García Ortiz, evidencian que el poder judicial no es neutral. Enrique López López, magistrado y Consejero de Presidencia, Justicia e Interior de la Comunidad de Madrid desde 2021, ni siquiera se molesta en ocultarlo. En una entrevista concedida a La Razón, declaró: “El PP tiene el apoyo de la mayoría de la carrera judicial”. No está de más recordar que el magistrado López equiparó en 2005 el matrimonio homosexual con la “unión de un hombre y un animal”. Un sistema obsoleto de acceso a la judicatura propicia este sesgo ideológico. Solo los opositores procedentes de clases sociales pudientes pueden permitirse una media de cuatro o cinco años de preparación, atados a la pata de una mesa para aprender a repetir como papagayos leyes y artículos. 

Las pruebas selectivas no miden la madurez o el buen criterio de los candidatos, sino sus habilidades técnicas y memorísticas. Eso explica que la mayoría de las sentencias judiciales puedan calificarse de actos de terrorismo gramatical: concatenación innecesaria de subordinadas, mal uso de los signos de puntuación, abusos de formas arcaicas del subjuntivo, comillas omitidas o improcedentes. Pienso que muy pocos jueces han leído las recomendaciones de Antonio Machado en Juan de Mairena. Escribir con elegancia implica huir de la retórica. “Lo que pasa en la calle” es una expresión mucho más bella y atinada que “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”. Aventuro que los jueces son más aficionados a la prosa de Feliciano de Silva, autor de la Segunda Celestina y de libros de caballerías, que nos dejó perlas como “¡O amor, que no hay razón en que tu sinrazón no tenga mayor razón en sus contrarios!” y al que Miguel de Cervantes parodió en el primer capítulo de la primera parte del Quijote: “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera que mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”. No sé si algunos jueces sueñan con emular los retruécanos de los literatos más grandilocuentes del Siglo de Oro o si se limitan a maltratar el idioma porque sus lecturas no van más allá del Código Penal, el Boletín Oficial del Estado y, en el mejor de los casos, los informes de actualidad de la Fundación FAES.

El mensaje implícito en la condena del exfiscal García Ortiz es que ciertas figuras son intocables y el resto está a expensas del humor o la ideología del juez de turno. Después de la condena de Timoteo Buendía, el Tribunal de Orden Público dictó otras 3.797 condenas, incluida la del célebre proceso 1.001 en 1972 contra los dirigentes de Comisiones Obreras. Aunque en 1977 el gobierno de Adolfo Suárez suprimió el Tribunal de Orden Público, diez de sus dieciséis jueces con plaza titular se convirtieron en magistrados del Supremo o de la Audiencia Nacional. Es uno de los pecados originales de nuestra ejemplar democracia. Hoy en día, gracias a la Ley Mordaza, que limita derechos constitucionales y criminaliza la protesta pacífica y la labor informativa, y el apoyo mayoritario de los jueces al PP, no me atrevería a asegurar que emular a Timoteo Buendía no pueda acarrear un disgusto. Para muchos jueces, llamar “hijo de puta” a Pedro Sánchez, como hizo Díaz Ayuso en el Congreso con desparpajo castizo, es un derecho garantizado por la libertad de expresión, pero exclamar “¡Me cago en Franco!” tal vez podría interpretarse como un delito de odio. Por si las moscas, hay que tener la boquita cerrada, salvo que se esté dispuesto a ser apisonado y triturado por la “razón de la sinrazón que a mi razón se hace” de jueces como Hurtado, Peinado o Carlos del Valle.

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