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Los ministros del sur de Europa tienen más estudios universitarios

Juan Rodríguez Teruel

En su libro Recomponer la democracia, Andrés Ortega apuesta por tener “menos políticos y mejores”. La preocupación por el liderazgo de las ‘elites políticas’ y su pérdida de calidad no es exclusiva de España. En los últimos años, el debate (y los trabajos publicados para alimentarlo) ha ido ganando presencia en el Reino Unido, Italia, Francia, Alemania o Estados Unidos, por citar algunos. ‘El crepúsculo de los pequeños dioses’ (Alain Minc), ‘El crepúsculo de las elites’ (Christopher Hayes) o ‘Los reluctantes’ (Carlo Galli) apuntan, desde ópticas ideológicas diferentes, al mismo fenómeno. En estos países la preocupación se ha encaminado sobre todo hacia sus consecuencias para la democracia, al debilitamiento del vínculo democrático de la representación y a la amenaza que la autonomía de ciertas elites políticas y, sobre todo, económicas puede representar para la democracia. Preocupa la substitución de la voluntad de los ciudadanos y de sus representantes políticos por la de minorías posicionadas estratégicamente para controlar las finanzas y las decisiones clave de la economía mundial, situadas fuera de todo control político. Es el riesgo que representa el auge de los ‘plutócratas’, retratados por Ch. Freeland, o la ‘elite a la sombra’, según Janine Wedel, y que Ch. Lasch ya anticipó en ‘La rebelión de las elites’ hace casi dos décadas.

Tabla: Ministros con estudios universitarios en Europa occidental

Sin embargo, en España, la preocupación por las ‘elites’ en el debate político adopta un enfoque distinto: la baja calidad de los que gobiernan explicaría en parte malas políticas que habrían socavado el desarrollo de la sociedad española. En este debate, baja calidad sería sinónimo de falta de formación académica y de competencia profesional para desarrollar un cargo político. En este sentido, Luis Garicano resulta muy explícito en su diagnosis de la crisis española al apuntar la escasa formación de los ministros españoles. Garicano no ha encontrado entre ellos ninguno formado académicamente en Harvard o instituciones similares. Esto no sucede en otros sitios, sentencia el economista.

Efectivamente, los políticos españoles suelen ser denostados a menudo por su incompetencia profesional y su falta de formación (como muestra el revuelo causado cíclicamente por el político de turno que no posee estudios universitarios o, incluso, que no posee formación de bachillerato). Sin embargo, al margen del simplismo con que a veces se formula ese debate, en España es una crítica sin mucho apoyo empírico.

Nuestros dirigentes políticos tienen, en términos formales de currículo, una formación muy alta: el 81% del conjunto de diputados autonómicos desde 1980 (un porcentaje mayor para los consejeros autonómicos), el 90 % de todos los diputados y senadores nacionales (si incluimos entre ellos al 10% con Diplomaturas) y el 95 % de los ministros poseen una o más titulaciones universitarias. En el caso de los ministros, casi la mitad de ellos completó, además, su formación de posgrado con masters y tesis doctorales (especialmente entre los ministros de las etapas de gobierno socialista). No escasean tampoco los números 1 en su promoción o en oposiciones en los cuerpos de elite del Estado.

Como muestra la Tabla, España se encuentra a la cabeza de los ministros con mayor formación universitaria. Y no está sola: es un rasgo compartido con Grecia, Portugal e Italia, países donde se da una sobrecualificación de las elites políticas en los máximos escalones del poder que les diferencia del resto de sus ciudadanos y que les aparta también del patrón europeo.

Efectivamente, en la gran mayoría de países de Europa occidental es más común la elección y nombramiento de dirigentes con menor formación académica (sólo el 77% de los ministros del centro y norte de Europa occidental después de la II Guerra Mundial, destacando particularmente Noruega, Islandia o Dinamarca, entre otros, donde uno de cada 3 ministros no había alcanzado la universidad). En ocasiones, en estos países, la sobrecualificiación se lee a la inversa: el producto de un excesivo ‘clasismo’ y de baja porosidad social. Citar a Lula da Sila o Willy Brandt como dos prominentes líderes políticos sin apenas formación académica nos permite resumir muchos ejemplos menos conocidos donde el capital intelectual académico se vio substituido por una experiencia política y asociativa que les desarrolló habilidades políticas y de gestión de intereses opuestos. Los partidos políticos (y también los sindicatos) son, en contra de muchos prejuicios, eficacísimas escuelas de líderes. También potentes fuentes de incentivos perversos cuando se debilita su conexión con sus bases sociales.

Por supuesto, los datos anteriores no desmienten la existencia de un problema con nuestras elites políticas, pero debería ayudar a reenfocar el debate. Me parece que la idea de que tenemos políticos de mala calidad es muy impresionista y no resiste la comparación al detalle: si nuestros políticos son malos, hay que ver también como son ‘todos’ los otros en nuestras democracias vecinas. Es necesario más realismo y más profundidad en el debate sobre cómo son y cómo deberían ser nuestros gobernantes. Así, la preocupación por la calidad de los políticos puede que tenga mucho que ver con otros aspectos más sustantivos: su capacidad de ‘representación’ de ciudadanos diversos, sus dotes para liderar y cohesionar grupos sociales cada vez más atomizados, y su habilidad para gobernar eficazmente, no porque sepan mucho de su materia sino porque tengan un criterio acertado para escuchar a los que sí saben. Sin olvidar que, a menudo, la calidad de los políticos es un reflejo a su vez de la calidad política de sus ciudadanos y, a veces, de sus exageradas expectativas ante los políticos.

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