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“The Who no quería tocar en Woodstock y ahora es el festival de sus vidas”

Exposición Woodstock/ Fotografía cedida por Baron Wolman

Mónica Zas Marcos

Dicen los más escépticos que si todo el que asegura que fue a Woodstock hubiese estado allí de verdad, el bosque de White Lake se habría hundido como gelatina bajo sus pies. Algunos espontáneos caraduras se aprovecharon del espíritu let it be de los sesenta y engrosaron las cifras no oficiales de asistentes. Otros se subieron al carro a destiempo, cuando un cartel pasable se convirtió en la cumbre hippie del momento. Pero hay dos personas que no necesitan enseñar el carnet para demostrar que Woodstock corre por sus venas. Ambos pertenecen a esa división suprema de octogenarios que dejan en evidencia a los vividores modernos.

A uno le debemos los recuerdos tangibles de esos tres días de “paz, amor y rock”; al otro la consumación del mito y todo lo que alimentó las antologías musicales, desde las muertes por sobredosis hasta la exaltación de la libertad. El reportero de la Rolling Stone, Baron Wolman, y el promotor musical del evento, Michael Lang, representan el corazón y el cerebro de Woodstock. Y las fotografías del primero dan buena cuenta de ello. Ahora se dejan caer por Madrid para observar desde su pedestal los preparativos del Mad Cool, que busca reproducir una vez más ese agosto utópico de 1969. Su exposición se ha colado entre los bastidores de la Caja Mágica para intentar contagiar a la nueva promesa estival de aquella nostalgia bucólica.

“Los festivales ahora se mueven por el corporativismo”, se lamenta Lang. El empresario, que ha sido muy criticado por disfrazar su máquina de hacer dinero de idealismo y retórica pacífica, siempre ha desdeñado en público los intereses económicos. De hecho, el negocio del rock estuvo a punto de frustrar el sueño de sus tres noches de verano. The Who y Grateful Dead fueron la prueba de que las buenas intenciones de la bohemia, una vez considerada star system, no son tales.

“The Who no quería tocar en Woodstock, estuvieron deprimidos todo el día”, confiesa a modo de cotilleo de camerinos. La banda llegaba de unos directos entre algodones en Londres y no empatizó con el ideario yippie que irrumpía en sus conciertos y no respetaba sus minutos de gloria. Además, para prevenir el fracaso, exigieron su paga por adelantado y obligaron a un helicóptero de la organización a desplazarse hasta el banco de Nueva York. “Con el tiempo han entendido que posiblemente se trataba del evento más importante de sus vidas”, contesta risueño.

Un rosario de problemas

Al menos los de Pete Townshend llegaron a pisar la hierba del recinto, porque Michael Lang no tuvo la misma suerte con otros tránsfugas. La lista de calabazas de Woodstock se extiende desde Bob Dylan hasta Led Zeppelin o Frank Zappa. Las previsiones de lluvia, el descontrol organizativo y el infernal colapso en las carreteras conformaban la estampa perfecta para huir corriendo y no mirar atrás. “Pero todo lo que podía salir mal, salió casi bien”. La fluctuación de asistentes continúa siendo las líneas de Nazca de aquellos días. Sus protagonistas hablan de 600.000 personas hacinadas en un espacio reservado para una sexta parte, donde las granjas de vacas se vieron colonizadas por lentes redondas y -paradójicamente- carteles en defensa de los animales. “Los granjeros nos demandaron porque las vacas dejaron de dar leche por el estrés”, confiesa.

El carismático promotor contaba apenas 24 primaveras cuando se desvirgó en la preparación del megalómano evento. Así que, resuelto como se muestra en el documental de Michael Wadleigh y Coppola, concertó una cita con la Armada de Estados Unidos para resolver sus dudas estructurales. “Eran los únicos capaces de construir instalaciones de ese tamaño, pero cuando se enteraron de que éramos un grupo de hippies muertos de hambre cancelaron la cita”, cuenta entre carcajadas. En realidad nadie se olía la tostada en ese oasis de armonía alejado de la crispación política que reinaba en los albores de los 70. “No estábamos en el radar del Gobierno, solo quisieron frenar el festival cuando se enteraron de la masificación, pero no podían oponerse a la libertad de expresión”, afirma Lang con la misma templanza que entonces.

Los discursos antibelicistas contra la guerra de Vietnam fueron un espontáneo reflejo de la juventud estadounidense. Nadie tenía preparadas sus prédicas grandilocuentes ni los mensajes de furia pacífica que cubrían el horizonte en los conciertos. Una extraña consonancia que se ha convertido en postal muchos años después gracias a la labor de periodistas como Baron Wolman. “Era increíble, estaba seguro de que con tanta gente iba a haber peleas violentas, siempre ocurría así”. Los ojos azules del fotógrafo se abren alucinados como si estuviese otra vez frente a los cuerpos desnudos del lago de Woodstock o en un círculo desconocido pasándose un canuto.

En los escenarios, Jimi Hendrix tocaba su propia versión del himno nacional sin alardes patriotas y cargado de bilis. Los Sly & The Family Stone presumían de su diversidad racial cuando, a pocos kilómetros, la comunidad negra todavía caminaba intranquila mirando por encima del hombro. Estos artistas se dejaron imbuir por la trascendencia social y convirtieron Woodstock en la nación paradisíaca durante 72 horas. Pero Wolman estaba demasiado acostumbrado a las grandes estrellas con intenciones altruistas y fajos de billetes en el banco. Había trabajado con muchos Neil Young y Pink Floyd y con poca gente de a pie, harta de guerras y desvergüenzas humanitarias. “La gente estaba muy cabreada, pero allí todo eran sonrisas, se me disparaba sola la cámara”, dice en referencia a sus 2.000 instantáneas.

Los 60 más fotogénicos

Al regresar a Nueva York, la Rolling Stone descartó la mayoría de sus fotos e incluso se llevo una leve riña por haber enfocado más hacia el público que a las actuaciones. “Nadie se imaginaba la genialidad Woodstock, lo que iba a suponer para el mundo”, recuerda ahora. “Los 60 fueron fotogénicos y salvajes de todas las maneras que puedas imaginar”. Ante la peliaguda situación de elegir una de esas imágenes, no se lo piensa ni un segundo. Se decanta por una fragmentada en dos: la parte de la izquierda muestra los puestos de comida gratis y la derecha un grupo de jóvenes liándose un porro. “Representa la dualidad del festival, el alimento para el cuerpo y lo que nosotros llamábamos el alimento de la cabeza (la marihuana)”, explica.

El momento flower power quedó ensombrecido unos meses después con el fatídico crimen de Altamont. El concierto organizado por los Rolling Stones en diciembre fue una orgía de malas vibraciones que agitó a toda la contracultura. Una muerte que pronto se relacionó con las ocurridas en Woodstock y comenzó a empañar su imagen con los actos vandálicos y los momentos de pánico en el festival de Lang.

Pero el paso del tiempo convierte los episodios más frustrantes de la historia en simpáticas anécdotas. “Estuve los tres días sin dormir y creo que llegué a sumar ochenta horas seguidas de trabajo”, recuerda Lang. Hoy, el reportero que quedó atrapado en el atasco y el organizador que tuvo que lidiar con los peores momentos del festival, ríen como dos confidentes de batallitas. También son conscientes de que no habrá un segundo Woodstock, ni siquiera en la localidad montañosa de Nueva York que tantas veces lo ha intentado revivir. La tolerancia con las drogas, el sexo libre y las ansias por cambiar el mundo fueron únicas, y pertenecen a ese verano de 1969.

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