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Abolir la ley de la gravedad

Ignacio Escolar

Que Carles Puigdemont no vaya a ir al Senado solo permite ser pesimista sobre la situación. No es el único indicio. Todo apunta a que el Govern se encamina hacia una declaración unilateral de independencia que llevará a un 155 aún más contundente, la suspensión del autogobierno e incluso a la detención o la cárcel para el president de la Generalitat. “La respuesta del Estado va a ser igual de dura, en cualquier caso, así que solo nos queda la dignidad”, dicen desde el mundo independentista. Gana el viejo adagio de la lucha anarquista: el “cuanto peor, mejor”.

¿Se puede declarar la independencia de Catalunya? Se puede, igual que se puede decretar el fin de la gravitación universal. Se puede, pero hacerlo no supondrá ni que todos flotemos ni el nacimiento de la república catalana. Todo nuevo Estado necesita algunos ingredientes que no están; el independentismo catalán no cuenta con la fuerza necesaria para crear esa nueva realidad. No hay un ejército. No hay apoyos internacionales. No está tampoco de su lado el poder económico –la banca y las grandes empresas ya se han autodeterminado–. No hay apoyo social suficiente y declarar la independencia sobre la ficción de un referéndum donde solo participó el 43% de la sociedad es tan ingenuo como esos pasos que, persiguiendo al Correcaminos, suele dar el Coyote sobre el vacío, sobre un abismo, antes de caer; antes de descubrir que la ley de la gravedad sigue en vigor.

Solo los más ingenuos entre los dirigentes independentistas pensaban que este otoño iban a decir a España adiós. Los más informados, o los más tácticos, admitían en privado que eso no iba a ocurrir, pero sí creían que esta derrota los acercaría a la victoria final. En el mejor de los casos, esperaban lograr la fuerza suficiente como para convocar a medio plazo ese referéndum que reivindica el 80% de los catalanes –también los no independentistas–. En el peor, pensaban que la dureza del Estado en su respuesta les ayudaría a ensanchar la base social independentista. Bajo su punto de vista, este pulso era un ‘win-win’.

El análisis no era malo. De hecho, en gran medida, ha ocurrido tal y como estos mismos teóricos profetizaron. El Gobierno y la Fiscalía se pasaron de frenada con los porrazos del 1-O, con la prisión para los ‘Jordis’, con el diseño del 155… Mariano Rajoy no ha sabido o no ha querido ser consciente del nuevo paradigma: el monopolio legal de la violencia que tiene el Estado, el poder coercitivo que sujeta toda nación, ya no es tan eficaz como lo fue en el siglo XX. Los propios ciudadanos hoy toleran mal el uso de la violencia ante un desafío pacífico.

En el resto de España, el “a por ellos” no solo es mayoritario en el Congreso; me temo que también lo es en toda la sociedad, según las encuestas –y eso explica muchas cosas: desde el pacto de Pedro Sánchez con Mariano Rajoy hasta las recientes declaraciones de Carolina Bescansa, la que mejor lee los datos demoscópicos en Podemos–. Pero en Catalunya, el “a por ellos” tendrá un precio. Si bastó el tijeretazo al Estatut como para llevar el independentismo del 11% al 48% de los votantes en pocos años, ¿hasta dónde crecerá con las cargas policiales, la suspensión del autogobierno y la cárcel para los líderes independentistas o incluso para el president de la Generalitat?

Sin embargo, el “cuanto peor, mejor”, el uso de la fuerza del enemigo a tu favor, no ha sido el único factor que ha despertado este otoño catalán. En las últimas semanas, también han aflorado otros dos factores más que tendrán consecuencias en el futuro del independentismo catalán y que, sin duda, no juegan a su favor.

El primero, el del dinero. Catalunya es una de las regiones más ricas de Europa y esto afecta a algo importante: el precio que sus ciudadanos están dispuestos a pagar por una nueva república. Para una parte del independentismo –los más convencidos o los que no tienen mucho que perder– el precio es irrelevante. Para otros no lo es.

Hasta este mes, el independentismo había sido capaz de convencer a los suyos de que esta fiesta saldría gratis o muy barata. Que las empresas no se irían. Que seguirían en el euro. Que no dañaría a la economía. Que todo sería prosperidad y felicidad. Tras lo ocurrido este mes, es evidente que esto no va a ser así. Los daños a la economía ya se están produciendo y aún pueden empeorar.

El segundo factor es el de la movilización del ‘no’. El independentismo –dos millones de personas sobre un censo electoral de cinco y medio– es la principal minoría de Catalunya, pero no cuenta con el respaldo mayoritario de la sociedad; el apoyo al independentismo está muy lejos de los ochentas o noventas por ciento de respaldo que, por ejemplo, dieron la independencia a las repúblicas bálticas. Su fuerza y sus mayorías absolutas parlamentarias se basan en la fragmentación de sus rivales, incapaces no solo de hacer un frente común sino siquiera de ponerse de acuerdo en cuál es la solución: si una España más federal u otra aún más centralizada.

Esta situación sigue siendo así, pero con esta crisis el ‘no’ también ha despertado, como demuestra esa masiva manifestación por la unidad de España en Barcelona. ¿Tanto como para que después se traduzca en una masiva participación electoral frente al independentismo? Aún es pronto para saber.

La sobreactuación del Gobierno, el dinero, la movilización del 'no'... Estos tres factores van a jugar un papel determinante en el futuro de Catalunya, tanto si se confirma el peor choque de trenes como si no ocurre así. Pero, si finalmente se aprueba la DUI y se suspende la autonomía, la realidad con la que se puede encontrar el Gobierno también puede ser tan tozuda como la ley de la gravedad.

Es mucho más fácil aprobar el 155 que ponerlo en funcionamiento. Es también más sencillo entrar por esa puerta que salir de ella. Y en el peor de los escenarios, el del colapso institucional, Mariano Rajoy se puede encontrar con el mismo chasco que ya sufrió el 1 de octubre, cuando aseguraba que no se celebraría esa votación (y finalmente se votó).

La DUI parece decidida. También el 155 posterior. Lo parece tanto como lo parecía en la víspera de ese martes, 10 de octubre, cuando finalmente no llegó. Ojalá tampoco llegue mañana. Ojalá estemos a tiempo de evitar el “cuanto peor, peor”.

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