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Epidemia de drogas... esta vez desde una perspectiva de género

Un 9 por ciento de mujeres que pide tratarse de una adicción es por consumo de tabaco y sedantes

Paula Castilla Carramiñana

Trabajadora social especializada en adicciones —

Leyendo como cada mañana las noticias de eldiario.es me di de bruces con un breve artículo que hablaba sobre cómo los hombres en Canadá están afectados por problemas de drogadicción a causa de una crisis de masculinidad que les impide expresar sus emociones y les enfrenta cada día a duros trabajos físicos que, en muchas ocasiones, implican peligrosidad para su vida.

Estoy de acuerdo con ello: los roles de género los padecen tanto hombres como mujeres y, en el caso del frente masculino, las exigencias que les impone la sociedad y nuestra cultura patriarcal les obligan a desempeñar el rol de “cabeza de familia” que trabaja fuera de casa, aporta –a priori– el salario principal en el hogar y se encarga de todos los empleos que supongan peligro o fuerza física, situándole de esta manera en una situación de alto riesgo frente a las adicciones.

No obstante, ¿qué ocurre en el caso de las mujeres? ¿Tienen menor riesgo que los hombres porque, en principio, la sociedad espera “menos” de ellas? Alguien podría pensar que las mujeres, al ser las coordinadoras de cada hogar en cuanto a las tareas domésticas y del cuidado, se enfrentan a menores factores de riesgo. Y es precisamente esta idea lo que las sitúa ya de partida en ese riesgo social.

Según los resultados de la última encuesta EDADES del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, los hipnosedantes (algunos de los nombres comerciales más conocidos son Orfidal o Lexatin) –con o sin receta– suponen la tercera sustancia más consumida en nuestro país (por encima del cannabis) siendo en un 15’8% un problema de adicción para las mujeres, frente al 8’3% de los hombres que los consumen de manera problemática.

En cuanto al alcohol, sustancia más consumida por excelencia, los registros señalan que el 72’1% de las mujeres lo han consumido durante el último año, diez puntos por debajo que la prevalencia masculina. Y hasta aquí las estadísticas objetivas.

Si bien lo que a mí, y a otros muchos profesionales y ciudadanxs preocupa es, ¿qué pasa con aquellas mujeres que jamás se han atrevido a aceptar que tienen una adicción? ¿O que ni siquiera son conscientes de ello aún? ¿Qué ocurre con las que no encuentran ni el lugar adecuado donde poder expresarlo?

Diversos estudios como el de “Intervención en Drogodependencias con Enfoque de Género” del Instituto de la Mujer (2007) señalan que hay un menor número de casos registrados de mujeres debido a que suelen acudir a los servicios de salud locales y no a dispositivos específicos de drogodependencias, así como por la falta de adecuación de los tratamientos a las necesidades femeninas (por ejemplo, muchos de los dispositivos residenciales son sólo masculinos).

A esto hay que añadir los sentimientos de culpa y vergüenza que experimentan al sentir que no han podido cumplir con las expectativas y los comportamientos normativos asociados socialmente a ellas. Es por esto que el estigma social aumenta frente a los hombres, siendo ellas unas “fracasadas” y ellos “personas enfermas”. Y es este tornado de sentimientos lo que provoca que el consumo de las mujeres se convierta en algo que pertenece a su privacidad (tal y cómo lo eran –y desgraciadamente son– otros problemas sociales a los que se enfrentan cada día,

como el cuidado de personas dependientes o la violencia de género, pero esto es otro tema).

Es interesante resaltar también cómo son el alcohol, el tabaco y los hipnosedantes las sustancias más consumidas por las mujeres; precisamente las más normalizadas dentro de nuestra sociedad y las menos llamativas en cuanto a alarma social. En el caso del alcohol, al ser legal y de libre acceso en las cantidades que se quieran, resulta imposible controlar que su consumo se haga con responsabilidad; y, con respecto al abuso de hipnosedantes, mayoritariamente habrán sido recetadas por una persona facultativa en algún momento de su trayectoria vital por lo que se le resta la percepción de daño y de riesgo al estar “amparado médicamente” su consumo.

Estas son sólo algunas de las razones que hacen que quede completamente invisibilizado el problema social de mujeres y adicciones y que, por tanto, el artículo al que me refería al inicio de esta valoración esté pasando por alto un fenómeno real importantísimo en nuestra sociedad actual. Poner el foco en los problemas sociales y analizarlos con perspectiva de género tiene que convertirse necesariamente y con urgencia en una práctica habitual de cada persona y en cada ámbito de su vida.

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