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Desde las entrañas

María Llopis

Era una tarde fría de invierno en Frankfurt am Main. Nevaba. Yo iba caminando por la Bethmann Strasse, camino de la biblioteca. De repente un dolor agudo y punzante me atravesó el vientre y me caí al suelo de rodillas. Me había venido la regla, como cada mes. Pero este mes había algo nuevo. El dolor.

Como pude me subí al U-bahn de vuelta a casa. Yo vivía por aquel entonces en un campo de caravanas en las afueras de la ciudad. En Alemania hubo un momento en los años ochenta en el que la ocupación de inmuebles se hizo imposible, así que la izquierda radical alemana empezó a ocupar terrenos y a vivir en ellos en camiones, caravanas y vagones de madera. Ante un desalojo es mucho más sencillo mudarse, llevas la casa a cuestas. Hoy en día hay un montón de Wagenplatz, así se llaman. Yo vivía en Borsigallee, uno de los más grandes de Europa. Sin agua corriente, luz eléctrica, ni cuarto de baño. Tenía 23 años.

Pero de lo que yo quería hablar aquí es de lo que sentí en mis entrañas aquella tarde. De cómo me arrastré llorando hasta el Wagenplatz y busqué al que era mi novio de aquel entonces, un pedazo de punk que daba miedo verlo, para decirle que estaba en apuros. De cómo me arrastré luego hasta mi vagón sola, porque Robert, el novio punk, no vino, que bastante tenía él con su propia psicosis. De cómo lloré en mi cama muerta de frío y desesperación preguntándome qué estaba sucediendo dentro de mí.

Me ha costado años entenderlo. Muchos. Y durante esos años de aprendizaje me he caído rota del dolor en innumerables ocasiones y en innumerables lugares. El numerito solía ir acompañado de sudores fríos y temblores. Gritaba y lloraba durante horas y a veces días. El ibuprofeno trajo un alivio temporal a mis desdichas, y digo temporal porque pronto me habitué al fármaco y este dejó de hacer efecto. Yo acudía de vez en cuando a la consulta de algún ginecólogo para buscar soluciones, pero me decían que todo era normal en su patriarcal concepción del mundo y me recetaban algún analgésico inútil.

Una vez, ya de vuelta en España y esta vez en la sala de espera de mi podólogo, me bajó la regla y empezaron los calambres en mi útero, como cada mes. La enfermera llamó al podólogo y este, viendo ante sí el lamentable espectáculo, entendió lo que los ginecólogos no habían conseguido entender, que la cosa iba en serio, que me moría de dolor y que había que hacer algo. Así que me recetó un medicamento cuyo nombre no recuerdo, pero cuyo efecto era como el de un chute de caballo. Yo no me he metido nunca un chute de caballo, pero sentía que esa gradual desconexión del mundo y esa forma de caer en un abismo acolchado, desde el cual ya no te sientes conectado ni a tu cuerpo, ni a la vida, ni al mundo, ni a nada, era algo similar a lo que algunos de mis amigos contaban sobre la heroína.

Y así transcurrían los meses y los años. Me fui a vivir a Barcelona, mi mejor amiga y yo comenzamos un proyecto artístico sobre pornografía y feminismo con notable éxito y me fui a vivir con un comisario de arte.

Pero al mismo tiempo que las cosas se construían en el mundo exterior, en masculina linealidad, cada mes el mundo entero se destruía en el interior de mi útero. Y un buen día, hace ahora cinco años, no pude aguantar más esa doble vida y lo mandé todo al carajo. Mi relación de pareja terminó. El proyecto artístico cerró de malas maneras. La relación con mi socia y mejor amiga durante más de una década se fue al garete. Tuve que enfrentarme al dolor, y buscar soluciones, porque todo lo que había intentado hasta el momento no había funcionado.

El feminismo punk y postpornográfico no me servía ya de nada mientras alimentara la desconexión con nuestros úteros. La medicina occidental se presentaba ante mí como un régimen de poder farmacopornográfico, con la píldora como única solución a mis problemas. Yo ya la había tomado entre los 16 y los 20 años, y no estaba dispuesta a seguir metiéndole a mi cuerpo ese cóctel hormonal.

Beatriz Preciado habla en su libro Testo Yonqui de cómo la ciencia contemporánea es capaz de transformar nuestra depresión en Prozac, nuestra masculinidad en testosterona, nuestra erección en Viagra, nuestra fertilidad/esterilidad en píldora, nuestro sida en triterapia. Sin que sea posible saber quién viene antes, si la depresión o el Prozac, si el Viagra o la erección, si la testosterona o la masculinidad, si la píldora o la maternidad, si la triterapia o el sida.

Así que acudí a un prestigioso acupunturista que apenas hablaba castellano pero que tenía una fama notoria en Barcelona, el doctor Chin. Busqué un psicoterapeuta. Cambié de alimentación siguiendo las instrucciones de una especialista en nutrición y medicina china, Rut Muñoz. Y las cosas empezaron a cambiar. Eso sí, muy poco a poco. Me daba cuenta de que mi dieta en mis años de punk en Frankfurt dejaba mucho que desear. No había sido casual que mi enfermedad empezara por aquel entonces. Yo era vegana, pero una vegana no concienciada con mi salud, sino con la política. Una política contra el maltrato de animales y el escandaloso negocio de la carne.

Los circuitos del mundo del arte en los que me movía estaban llenos de cocaína y drogas varias. La Barcelona artístico cultural que conozco se coloca hasta el aburrimiento. Así que dejé de salir y dejé de frecuentar determinado tipo de ambientes. Todas esas sustancias me enfriaban, pero lo más importante, enfriaban mi útero. En medicina china se da mucha importancia al frío y al calor interno. Mi problema era que tenía un frío interno desmesurado, y los músculos no trabajan bien con el frío. Los músculos de mi útero se retorcían en un espasmo interminable en su pequeña y particular Siberia.

Mi infancia había estado marcada por el abandono y la negligencia de cuidados. Como me dijo mi acupunturista, en una de las pocas sesiones en las que se dignó a dirigirme la palabra: “Tú, de pequeña, sentir mucho frío, ahora todo ese frío salir fueeera”. Desterré las bebidas frías, el alcohol, las drogas, los lácteos, el azúcar y los productos refinados. Empecé a consumir arroz integral, trigo sarraceno, mijo, quinoa. Empecé a entender la relación directa entre los alimentos que consumía y el efecto de estos sobre mi cuerpo y mi psique.

En terapia lloré mi infancia y conecté con la realidad de una vida rodeada de familiares enfermos mentales, que decidieron dejar sobre mis hombros todas las responsabilidades de sus vidas con la excusa de la locura y la demencia senil. Entendí, con la ayuda de mi terapeuta, que mi dolor era legítimo y que por algún lado tenía que salir. Si no le dejaba salir en un plano consciente, saldría a través de mi útero. Porque las cosas no se pueden esconder, ni disfrazar. Aun me sorprendo cuando veo todo el dolor que algunas personas llevan dentro de sí y enmascaran a través de trabajos agotadores, relaciones tumultuosas y consumo de estupefacientes. Y aguantan años y años, enmascarándolo todo en un eterno baile de disfraces. Otras, sin embargo, llega un momento en el que no pueden más y acaban con sus vidas. El suicidio es la primera causa de muerte violenta en el mundo, que no te confundan. Esta es la verdadera epidemia del siglo XXI.

Yo decidí vivir y aquí estoy. Los dolores fueron remitiendo a lo largo de los años. Al principio me bastaba con tomar una dosis de ibuprofeno y quedarme en la cama, un éxito clamoroso después de años en los que nada conseguía aliviarme. Más tarde ya no necesité tomar nada, era suficiente con quedarme en la cama tranquila.

Entendí mi naturaleza cíclica. Que si no me había cuidado a lo largo del mes, mi regla no iba a ser buena. No se trataba de cuidarme solo durante “esos” días, sino de ser respetuosa con mi cuerpo y mis emociones durante todo el mes. Es una cuestión hormonal, no es que estemos locas, señores. Somos cíclicas. Tenemos cuatro mujeres viviendo dentro de nosotras, como bien explica Erika Irusta Rodríguez en su proyecto El Camino Rubí. La semana después de la regla estamos llenas de energía dinámica, con gran capacidad de concentración y planificación. A mitad del ciclo ovulamos y nos sentimos sociables, expresivas y radiantes. En la fase premenstrual nuestra energía física baja y necesitamos limpiar y librarnos de todo lo que no nos beneficia. Es la fase más creativa si sabemos canalizar esa energía de destrucción. La menstruación es la fase final de reflexión y descanso.

Fue a través de Erika como conocí el trabajo de Miranda Gray. Miranda Gray, en su libro La Luna Roja, nos habla del ciclo de Luna Blanca y Luna Roja. La Luna Blanca se refiere a un ciclo en el que la ovulación ocurre en luna llena y el ciclo de Luna Roja es cuando la ovulación ocurre en luna nueva y menstruamos durante luna llena. El ciclo de la Luna Roja se centra en el desarrollo interior y la manifestación del mismo, y no hacia la expresión de las energías en el mundo material. Como los hombres lo consideraron el más poderoso y menos controlable, este ciclo se convirtió en el de la “mujer malvada”, la seductora, la hechicera o la horrible bruja, cuya sexualidad no estaba destinada a dar vida a la siguiente generación, sino al placer.

Yo ahora estoy en Luna Blanca, es decir, ovulo con la luna llena. Dicen que es el mejor ciclo para ser madre. A mí me gustaría quedarme embarazada, así que mis reglas son ahora dolorosas en otro sentido, porque me avisan de que este mes tampoco ha podido ser. Queen Afua, una autora que he tenido el gusto de conocer en Londres, donde estoy viviendo ahora, tiene un libro que se titula Overcoming an angry vagina: journey to womb wellness, que vendría a ser algo así como: Superar una vagina enfadada, un viaje al bienestar de nuestros úteros. He sufrido dos abortos espontáneos en los últimos años. He conseguido curar muchas cosas, pero las heridas son graves y profundas y me pregunto si es posible recuperarse por completo.

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